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La Historia de un hombre fabuloso

Paisaje de Vicente Blasco Ibáñez

Un hombre se desliza  por el agua,  sobre una barca ligera, impulsado por una vara larga y fina.  El hombre pasa por un canal entre ramas altas que impiden ver nada más: sólo agua, hombre, barca, cañas… y el sonido del llanto de un niño.


No se oyen graznar aves, como después, ni se percibe el croar de las ranas como oiremos años más tarde… nada, a excepción del quejido del niño, lastimero, pequeño, un bebé.


El hombre, se  presiente, no alberga buenas intenciones para el bebé que llora,  va a hacerle  daño...  y la niña casi adolescente  que mira la escena en la pantalla, en blanco y negro, ruega mentalmente: -no, por favor,  no por favor… Sin embargo no sirve de nada. El hombre que ha manejado la barca hasta la espesura, entre las cañas, deja caer un  fardito de trapos dentro del agua… y el llanto cesa.
 

Quien hizo aquello, provocar la turbación, el miedo contenido, quien hizo que el corazón palpitara más deprisa… fue Vicente.
 

Vicente Blasco Ibáñez imaginó, quizá en  su casa de La Malvarrosa,  frente a la playa, novelas que serían luego llevadas a la pantalla y nos provocarían, décadas después, junto a tantos otros textos suyos,  emoción, expectación, curiosidad, inquietud   y sentimientos.

Hoy, unos cuantos de aquellos jóvenes que se asomaban a las historias de Blasco Ibáñez mostradas como serie de  la incipiente televisión en blanco y negro, se ha convertido en un grupo de adultos que se dan cita en una ruta literaria para rememorar al escritor,  de quien Josep Pla escribiría:

Era un hombre absolutamente rodeado de gloria, no de una gloria académica, sino popular, dilatada. Era rico, ruidoso, importante, y su nombre volaba de un continente a otro… Era el hombre fabuloso, desorbitado.

Eso cuenta  Joan F. Mira en la  espléndida obra sobre el escritor con que nos obsequian en la Ruta. Y en ella contaba Pla también que  Blasco Ibáñez  Era un hombre que llevaba consigo el paisaje personal, que arrastraba un paisaje, que creaba su propio paisaje en virtud de su mera existencia.


Javier Varela, profesor de Historia de la UNED nos mostrará el mercado romano, la jabonería vieja, la universidad, el barrio de pescadores…  el paisaje de la ciudad valenciana, marcado por Blasco Ibáñez. Nacido en 1867, el escritor, de intensa vida política -con veinte años ya era un dirigente republicano valenciano-  amante del periodismo, que publica sus propias revistas y el diario El Pueblo, dejará su impronta en calles, esquinas, edificios, rincones, plazas y barrios valencianos que iremos conociendo.

Cada ruta tiene un momento clave, un instante en el que Cándida Lasheras Goicoetxea, que estudia Derecho en Pamplona y acaba de hacer su primer viaje largo tras una operación; un momento en el que José Antonio Ibáñez, nacido en Brasil, de padre diplomático, consultor, estudiante de Historia…  o Beatriz, estudiante de Derecho, con una empresa de componentes eléctricos y madre de dos hijos, dejan de ser Cándida, José Antonio o Beatriz… y se convierten en parte del grupo, ruteros, de la Blasco Ibáñez, en esta ocasión.

Y es ahora, con el Tío Pastilla de dónde viene el mote no lo sé, que tengo más años que la mujer de San Pedro, y me lo pregunta y no sé, es que no sé… -cuando la transformación, la magia, pasa.
 

Nos acomodamos todos en la gran barca para recorrer el lago de La Albufera. Huele a malvarrosa: geranio, limón.
Los mosquitos no pican –asegura el Tío Pastilla-,  el único peligro –explica ante los muchos que se agolpan a nuestro alrededor-, es si abres la boca.
 

Risas, reír en la barcaza.
 

Nos asustamos al ver al anciano, fuerte y nervudo, si, pero manejando  una pértiga que clava en el fondo del lago, con la que desplaza el peso de una embarcación en la que veinticinco personas nos miramos ignorantes e incrédulas… hasta que la barcaza está enfilada hacia el canal y entonces el Tío Pastilla enciende un motor.
 

La Laguna que vemos es un diálogo entre el mar y el lago interior. Las anguilas salen al mar en determinados momentos. Queda una cuarta parte de lo que fue La Albufera, escenario de las obras de Blasco –sigue el profesor Varela, nuestro guía.  Junto a Alejandro, del Centro Asociado; Fernando, profesor de la Universidad Politécnica y Pedro Benedito, técnico del ayuntamiento de Alzira, nos irán contando, hasta provocarnos la pregunta constante:  ¿y después, qué pasó después?
 

El hambre de tierra y los años casi hacen desaparecer el lago, tras la desecación de fin del siglo XIX, como se lee en la novela de Blasco Ibáñez  Cañas y Barro.
El cultivo de arroz es del XVIII. Tildado de populista, no hay descripciones más descarnadas ni hostiles de los habitantes de La Albufera que la que hace este escritor, los dibuja como enfermos y mezquinos: los Paloma, los Neleta,  el infanticidio…


Las barracas de  las orillas no tienen que ver con las tradicionales, ahora están construidas para  servir de restaurantes. El Palmar era una isla y el transporte a Valencia se hacía en barca de pértiga. El agua por el canal tiene más de un metro de profundidad. Se ha salvado de milagro de la especulación.

Frescor.
 

Era apreciado por los reyes debido a sus puestos de caza –ameniza el paseo el profesor-. Se escondían dentro de barriles para disparar. Ahora es un parque natural, pero todavía hay costumbre de lanzar escombros en algún lugar.


Todo cansancio, caminata, mirar aquí ver allá, llegar a un punto, partir para otro… todo, nos serenó el suave paseo entre las cañas, sentados en hilera en ambos flancos de la rudimentaria embarcación. Con los últimos rayos de sol, la brisa fresca, las voces amigas, de fondo el Tío Pastilla, único en pie, manejando a popa… no hay Cándidas, José Luis, Elenas o Marías… somos un grupo compacto, los viajeros  de la Ruta de Blasco, entendemos lo que allí pasó… capazo a capazo, plantío de arroz, fuera de coto, luchas entre campesinos…

Qué tarde más buena –exclamamos varios, deleitándonos con la alzada de las aves, garzas o cigüeñas, los de la ciudad, qué ignorantes-  planeando sobre el agua en calma.
Cada uno tiene lo que se merece –asegura el Tío Pastilla, y ríe.
Chistes y risa.
Inyección concentrada de serenidad. Ligero bamboleo de la barca, sonidos de cientos de aves que acuden al sueño… y el motor, que ronronea.
-Yo veo aquí las cañas –bromea otro rutero- pero… ¿y el barro?
Y otro: - Se está de vicio…-
Y otro más: -le he cogido el gustillo a esto de la Ruta… la próxima…

Vemos saltar a los peces alrededor, gordos, brillantes…  dejan círculos concéntricos en el agua… Va cayendo el día, el lago se hace cristal…

 

Texto: Leonor García

Fotografías: Candela Ruíz

 Accede a fotos del estudiante José Antonio Nicolás