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CONOCIMIENTO Y PODER EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO (INTRODUCCIÓN A LA ONTOPRAXIOLOGÍA)

Cod.30001126
PRESENTACIÓN

 

FICHA DE LA ASIGNATURA

Titulación: Máster Universitario en Filosofía Teórica y Práctica

Órgano responsable: Facultad de Filosofía
 

Nombre de la Asignatura: Conocimiento y poder en el pensamiento contemporáneo (Introducción a la Ontopraxeología)

 Tipo: Especialidad A: Historia de la Filosofía y Pensamiento contemporáneo
 

Período: Anual

Créditos ECTS:   5
 

Horas estimadas del trabajo del Estudiante:   125
Horas de Teoría: 30
Horas de prácticas: 9
Horas de Trabajo (personal y en grupo): 80
Otras Actividades: 6
 

Profesor: Alejandro Escudero Pérez y  Diego Sánchez Meca

Departamento:  Filosofía
 

Despacho:   301

Horario de tutoría:  Lunes y miércoles de 10 a 14 horas

Teléfono:  913986944

e-mail:  aescudero@fsof.uned.es

Apoyo virtual:   
 

Objetivos de aprendizaje:

 Reflexionar sobre la relación entre las teorías y sus proyecciones prácticas, tanto en el orden de la legitimación de las imágenes del mundo como en el de la conformación efectiva de los hábitos sociales, las normas éticas y las  propuestas políticas.

Prerrequisitos: Requisitos generales de admisión al Master.

Contenido: Conseguir una adecuada introducción a distintas líneas del desarrollo de la Filosofía Contemporánea, atendiendo a sus dificutades internas y a sus debates propios.

Metodología Docente: La propia de la UNED

Tipo de Evaluación:   Pruebas de evaluación a distancia y trabajos.

Bibliografía Básica: No hay

 

 

 

Encuadramiento teórico

I. Desde los años 60 del s.XX se ha hecho común hablar de la “rehabilitación del punto de vista práctico” como expresión de un estado de cosas propio de la situación actual de la filosofía, que alcanza tanto a sus dominios teóricos (epistemología, ética, estética, teoría política) como a la propia fundamentación de sus creencias, principios y discursos (ontología).

El marco causal de esta “rehabilitación” podría cifrarse en la convergencia histórica de un conjunto de acontecimientos filosóficos de gran importancia. En primer lugar, la recepción del legado de Heidegger, que, a través de la hermenéutica de Gadamer, venía a reivindicar la génesis primariamente práctica de la comprensión, haciéndola depender de una concepción constitutivamente lingüística y radicalmente histórica de la experiencia. En segundo lugar, el declive de la filosofía analítica, que, simultáneamente a dicha recepción (y aun manteniendo intactos sus modelos de análisis), encontró cada vez más en ésta un horizonte de reflexión alternativo, dentro de lo que Rorty y Skinner denominaron el “giro hermenéutico-lingüístico” de la filosofía. Es verdad, en tercer lugar, que a este último resultado coadyuvó también, y de un modo seguramente más influyente, la recepción paralela del 2º Wittgenstein, cuya refundación de la filosofía del lenguaje en los términos pragmático-comunicativos de la teoría de usos puso en marcha una serie de programas dirigidos a presentar el lenguaje –y, con él, la propia racionalidad– no tanto como un instrumento para describir epistémicamente el mundo, cuanto como una acción orientada a abrir ontológicamente sentidos para el mundo. Los estudios fundacionales de Grice y Goodman, y, más todavía, la emergencia de la semiótica como disciplina capaz de nuclear el universo disperso de las “humanidades” encuentran aquí su fuente y su razón de ser. Y a ello hay que añadir, en cuarto lugar, el papel jugado por el redescubrimiento del pragmatismo, que, sea en el marco de la tradición americana, sea en el de una reactualización de Nietzsche interpretado a esta luz, venía a alertar sobre el carácter socialmente constructo, sujeto a valores e intereses y, por ello mismo, susceptible siempre de deconstrucción conceptual, de las convicciones humanas.

 En estos mismos parámetros, no puede desde luego dejar de citarse, en quinto lugar, la importancia que tuvo la reivindicación de un Aristóteles leído desde la conexión entre la ontología, la ética y el binomio de retórica y poética, cuyo examen –que promovió fuertes debates en los años 70/80 de la pasada centuria– ofrecía un modelo plausible a la rehabilitación del punto de vista práctico. Aunque finalmente, y ya en sexto lugar, el acontecimiento tal vez más expresivo de todas estas convergencias fue el del fracaso de la dialéctica en su ambición por desvelar la lógica de la historia, un fracaso éste que habría de traducirse en la aplicación sistemática de análisis estructurales, mucho más capaces de hacerse cargo de aquello mismo que la dialéctica (al menos, en la tradición marxista) trataba de asegurar; o sea, precisamente, la prioridad del punto de vista práctico sobre el teórico. Tales análisis no fueron, cierto es, pacíficos. Se asentaron, ora sobre una noción matemático-lingüística de estructura (al modo como, actualizando los legados de Saussire y Levy-Strauss, hicieron Foucault y Deleuze), ora, contraria y alternativamente, sobre una noción sistémico-comunicacional (al modo, ahora, de lo que podemos percibir en Habermas, Luhman o, de un modo más débil, en Lyotard). Pero, aun cuando estas dos aplicaciones de la noción de estructura no hayan resultado mutuamente compatibles, y aun cuando de hecho han dado lugar a consecuencias distintas y controvertidas, sí hay un aspecto que ambas han tenido en común. Y es, de nuevo, la introducción de un planteamiento, según el cual la subordinación del punto de vista práctico al teórico debe ser invertida en el sentido de aceptar la naturaleza originaria de la praxis y su carácter fundante respecto de la configuración y delimitación de las producciones teóricas.

 II. Apenas es necesario decir que, cuando hablamos aquí de convergencia, no entendemos con ello –acaba de comprobarse– identidad en los argumentos o en las conclusiones de todas las corrientes citadas. Sin embargo, la prioridad de la praxis que todas ellas enuncian sitúa a éstas en una relación que tampoco es accidental o carente de motivación. En rigor, la inflexión que esta prioridad introduce en la filosofía actual no procede de que se haya finalmente reconocido, en la forma en que Kant lo sostuvo por primera vez, el “primado” de la razón práctica sobre la teórica. De acuerdo con la fórmula kantiana, la aceptación de esta tesis debería conducir al establecimiento de una genuina cultura de la Ilustración, universalmente participable por la humanidad en su conjunto. Y lo que ha terminado por pasar es justamente lo contrario; o sea, a saber: la emergencia y despliegue de una nueva cultura –de una nueva y distinta “condición cultural”–, por la que, de una manera inesperada para las previsiones de aquel punto de vista y plenamente contingente respecto de los motivos históricos aducibles, se admite que el pluralismo de las instalaciones vitales y de sus correlatos ideológicos (fuertemente institucionalizados y gramaticalizados) constituyen el factor fundamental de la descripción ontológica del mundo.

 Ello es, ciertamente, así tanto si la óptica que se utiliza es la del reconocimiento de la existencia de múltiples culturas, que introducen registros diferentes en el orden común de las necesidades y deseos de los hombres, como si la que se adopta es la de cada una de esas culturas en particular, cuyos sistemas de creencias y valores sólo en parte también resultan aceptados por todos los individuos que las habitan y frente a los cuales siempre se hace constatable el fenómeno de la diversidad y el disenso. Esta nueva “condición cultural” es la que indiciariamente, y conforme a un nombre sobre el que es común decir que resulta inadecuado, identificamos con la Postmodernidad. Y su conexión con el problema que nos ocupa viene dada por el hecho de que esta última, la cultura postmoderna, contiene entre los signos que caracterizan su autoconciencia reflexiva dos elementos que aluden centralmente al estado de cosas determinado por la rehabilitación del punto de vista práctico.

 Uno es la aceptación, en régimen de convivencia aparentemente no problemática, de una multiplicidad de cosmovisiones teóricas que aspiran a determinar espacios propios de desarrollo, introduciendo con ello un relativismo que ningún metadiscurso parece en condiciones de reabsorber. Un tal relativismo se sitúa, desde luego, al margen de la habermasiana pregunta por la pretensión de validez, puesto que su punto de partida es que tampoco esa pregunta puede plantearse en un régimen distinto al que introduce la estructura sociohistórica que la propone. Por decirlo con las palabras de Foucault “cada sociedad tiene su régimen de verdad”, y esto involucra que el universalismo que incorpora el común recurso a una aceptada “pretensión de validez” es estrictamente formal y vacío de contenido, de suerte que no puede proveer criterios capaces de superar los derechos de la diferencia en tanto que éstos enraizan en un suelo ontológico y no sólo epistémico. Ahora bien, afirmar la originariedad y el carácter en principio ineludible del relativismo no es algo que decida todavía –no es algo que, en realidad, pueda decidir– sobre la cuestión básica de si el vínculo instituido por esta “dependencia del régimen de verdad respecto de la estructura de las sociedades” se halla incondicionalmente determinado por razones que no puedan ser de algún modo alteradas o rectificadas en virtud de estrategias artificiales (esto es, voluntariamente queridas) de un orden judicativo-racional. En rigor, el pluralismo que denotan los diferentes modos de instalación de los individuos y las comunidades humanas en el mundo se hace sólo transparente cuando, al impulso universalista de una comprensión abstraída de sus raíces, le asociamos el análisis de las instancias prácticas que la arraigan al entorno concreto, real, de su marco de producción. Y esto es exactamente lo que introduce el segundo elemento de la cultura postmoderna al que nos referimos, y que es, a saber, la consciencia de que lo que entendemos por racionalidad no puede ser pensado por más tiempo con exclusión de los componentes afectivo-emocionales que forman la base (bien que permanentemente eludida) de la diversidad de las culturas históricas. Todo se reduce, puestas así las cosas, a ampliar nuestro entendimiento de la racionalidad conforme a la incorporación de tales componentes, en sí mismos diferenciadores, y, con todo, de otra parte, y precisamente en virtud de esa formulación del problema, a preguntarnos por la posibilidad de mantener la actitud crítica que cabe proponer, con el alcance de una ambición universalista, como ideal normativo de la razón.

 III. El término ‘Ontopraxeología’, acuñado por Foucault, pretende hacerse cargo de este doble planteamiento que se acaba de reseñar. Parte, ante todo, de la rehabilitación del punto de vista práctico como factor hermenéutico fundamental para la comprensión de la filosofía –y seguramente también de la cultura ya incorporada en, como mínimo, las sociedades de occidente– que caracteriza la autoconciencia reflexiva de nuestro tiempo. Desde el punto de vista de la prioridad de las determinaciones prácticas de la razón sobre las teóricas, la Ontopraxeología asume que la estructura social, en tanto que materializa una situación de la comprensión motivada por elementos constitutivamente afectivo-emocionales, expresa una base material determinante del universo de conceptos y convicciones que opera con carácter prejudicativo en cada momento histórico. Pero, admitido esto, postula también que esta “situación” no es, de suyo, irrebasable ni obliga a ser pensada como independiente de condiciones susceptibles de rectificación conforme a pautas a las que pueda y deba asignárseles –siquiera sea como hipótesis– el carácter estratégico de una normatividad universal. La cuestión decisiva reside, a este propósito, en preguntarse si la relación que vincula los lenguajes teóricos y prácticos, una vez aceptada la primariedad ontológica de estos últimos, ata a los primeros dentro de un sistema estructural rígido del que no cabe esperar otras fugas o márgenes de acción que los situadas fuera de sus límites, o si, por el contrario, da lugar a sistemas inestables, segmentados y polivalentes (polifónicos, en la terminología de Bajtín), tales que dentro de ellos siempre quedan restos no ocupados, y ciertamente en pugna, para el desarrollo de una actividad racional no sujeta a sus leyes organizativas.

 Esto último no presupone, claro está, que un tal concepto de racionalidad (cuya naturaleza sólo se ejecuta de hecho conforme a moldes pragmáticos) pueda ser pensado al margen de las condiciones reales, preexistentes, del sistema en el que en cada caso ha de realizarse. Sin embargo, si se admite que las estructuras se ajustan al segundo de los modelos citados más bien que al primero, lo que sí cabe afirmar, entonces, es que esas “condiciones reales” no son estáticas ni ajenas a fenómenos de interferencia y feed-back, de suerte que hacen posible intervenciones de la razón (bien que de nuevo, y siempre, bajo moldes pragmáticos) capaces de variar la organización, o partes de ella, de las estructuras mismas que las contienen. La idea básica de la Ontopraxeología, tal como ésta se concibe en el presente escrito, responde a esta última suposición, la cual se convierte, así, en su hipótesis rectora de trabajo.