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| Categoría Trabajadores y Estudiantes de la UNED
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| Relato ganador: El hambre en los tiempos de crisis o cómo mancharse la camisa comiendo un tomate como si fuera una manzana
Autor: José Antonio González Salgado, de Madrid, España
En el hipermercado no he podido comprar manzanas. No había. Me he conformado con un par de tomates; en realidad, con un solo tomate, porque el otro me lo he comido entre los estantes de productos de limpieza. No estaba mal, aunque tendría que haber cogido una pizquita de sal cuando he pasado al lado de ella. Me he manchado la camisa, como siempre, pero casi no se nota. Comer un tomate como si fuera una manzana tiene sus peligros.
He podido resistirme a la tentación de los polvorones. ¡Ya es raro!, pero es que el tomate me ha dejado un regusto tan suave en el paladar que no he querido estropearlo. Además, un polvorón es algo que hay que saborear con los ojos cerrados, y en estas fechas no es aconsejable pasear a ciegas por un centro comercial. Hay mucho incauto conduciendo carritos.
Junto a las básculas he visto a Indi, con la cazadora marrón de los bolsillos grandes, ya repletos de chucherías. Estaba comiendo uvas. Indi es un sibarita que odia las pepitas: “Es que no me gusta escupirlas, por eso elijo estas uvas que vienen de Sudáfrica”, me dijo el día que lo conocí. “Serán un adelanto de esos de la ciencia, de ingeniería genética o vete a saber qué, pero están riquísimas. Toma, prueba una”. No se la acepté, no por ganas, sino porque por aquel entonces yo todavía tenía algunos escrúpulos: sus uñas estaban negras.
Al principio, cuando el hambre me permitía pensar con claridad, pasaba una toallita húmeda por la fruta antes de comérmela. Mi madre siempre me repetía cuando era niño que la fruta había que lavarla, que llegaba llena de pesticidas. Con el paso del tiempo, las toallitas dejaron paso a un leve frotamiento con los dedos: “Lo que no mata, engorda, chaval”.
El indigente fue quien me convenció para que dejara de ir al centro comercial a primera hora de la mañana o a última de la tarde: “Te da vergüenza, lo sé, pero cuando hay más gente tienes menos posibilidades de que el guarda te pille. Las aglomeraciones son nuestras aliadas”. Y tenía razón, aunque yo siempre procuraba coger algo para pagarlo, como un cliente más, como todo un señor. Cuando me he acercado a la caja para pagar el otro tomate, he visto una cucaracha correteando por el pasillo. No me la he comido: he pensado que hay gente más necesitada que yo.
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| Segundo clasificado: Óxido
Autora: Concha Terciado del Hoyo, de Madrid, España
Hace tiempo que me levanto con un gusto amargo en la boca. Las primeras manchas de óxido aparecieron entre los dientes, como diminutas motas que hacían prever subterráneos de caries dramáticas. Más tarde se alojaron debajo de las uñas. Aumentaban de tamaño de un día para otro; aunque pusiera un gran empeño en frotarlas con el cepillo, no conseguía eliminar aquella marea amarillenta que avanzaba inexorable hacia el interior de los dedos. A veces pienso que es la contaminante niebla que nos engulle, o ese hongo artificial que tiñe de negro las paredes de la casa. María no le da importancia, dice que es la vejez, que todo se vuelve más amarillo. A mí me cuesta creer que esté en lo cierto, porque lo que antes eran pequeños lunares ahora recubren dos tercios de mi cuerpo.
El sabor no desaparece, incluso surgen picores en la piel que se acentúan e intensifican cuando me siento debajo del arce. María murmura que es la alergia; no sabe lo que dice. Le cuesta distinguir los huesos de mi mano del denso follaje de nuestro jardín.
Acaso sea un contagio, una epidemia de los pesticidas con la que nos riegan de continuo para evitar la aparición masiva de los mosquitos verdes. Todo se seca: la madreselva de la tapia, los geranios de la ventana, el sauce llorón que se inclina un poco más cada día. “No le des vueltas”, me dice ella y aparta el diario de mis manos. No quiero pensar, ni leer, ni sentir que el óxido nos aniquila como a una lata de conservas. ¿Acaso nadie lo ve? ¿No se dan cuenta? Sólo unos pocos sueltan parrafadas de progreso, o vaticinan grandes avances de la ciencia. Y eso qué más da; qué sentido tiene ya. A ellos no les arde la piel como me ocurre a mí, ni se la arrancan por la desesperación de aliviar ese insoportable resquemor.
María se empeña en curar las heridas que no cicatrizan. Echa desinfectante y empapa con el algodón una sangre cada vez más óxida. Las úlceras aumentan a medida que me rasco. El picor es tan intenso que ella besa las contusiones como solía hacer con los niños cuando se caían del triciclo. Es inútil; las bacterias se han apoderado de la razón y el miedo pega los pies al suelo con aplomo. Es entonces cuando me fijo en sus labios y observo que comienzan a amarillear. No le digo nada, ¿para qué? Me dirá que es la edad, o mi alergia que se la he contagiado.
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| Categoría Amigos de la UNED
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| Relato ganador: La pasión del matemático
Autora: Rosana Alonso, de Camarma de Esteruelas, Madrid, España
Es un hombre de ciencias exactas, creador de axiomas. Está convencido de que todo, en este universo, se puede reducir a ecuaciones. Dedica su tiempo a desentrañar las fórmulas numéricas que yacen tras los seres y los objetos. Según las descubre, introduce los datos en su ordenador. Esta noche ha completado las cifras correspondientes a su amada; suspira satisfecho.
Mientras contempla embelesado la belleza formal de todos esos dígitos, ella se deshace tumbada en la cama; solo queda su boca en un grito inaudible.
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| Segundo clasificado: Misterio de Littleville
Autora: Carmen de la Rosa Moro, de Santa Cruz de Tenerife, España
El virólogo de ojos castaños, recién graduado en la universidad de Michigan, lee un artículo en Science (Ciencia) titulado: “Mistery of Littleville” (El misterio de Littelville). El artículo refiere que en esta población de cinco mil almas del estado de Nebraska todos tienen los ojos azul celeste y la extraña manía de lamerse las palmas de las manos antes de atusarse el pelo. Cada año peregrinan a Littleville investigadores de múltiples disciplinas científicas dispuestos a desentrañar el misterio.
Cuando el virólogo de ojos castaños cierra la revista, se despide de su amigo genetista de ojos negros y se dirige a la estación central de Michigan con una maleta que contiene unas cuantas mudas de ropa, y un maletín con su microscopio electrónico. Allí compra un billete de ida con destino Littleville. Cuando llega y se instala en la pensión Nebraska, cae la primera nevada del invierno. Después de pasar varios días tomando muestras de la mucosa nasal de los habitantes, se encierra en su habitación y las estudia bajo su microscopio electrónico.
Una noche, tras semanas de observación, aísla una cepa endémica de virus gripal, a la que bautiza como A/Littleville/2011. Obsesionado con su descubrimiento, dedica los seis días y cinco noches siguientes a descifrar el genoma del nuevo virus. La quinta y última noche, ya al borde de la extenuación, descubre disimulados entre la cadena de RNA viral, a dos genes gatunos, a los que bautiza como CC (celeste color) y LTPOTHATTH (lick the palm of the hands and trim the hair). Entusiasmado, el virólogo de ojos castaños telefonea a su amigo genetista de ojos negros para que acuda de inmediato a Littleville. Juntos emprenden una rigurosa investigación genética sobre los gatos del pueblo con la colaboración de los dueños de los animales.
Al final del invierno concluyen que los genes CC y LTPOTHATTH habían pertenecido al siamés del bisabuelo del tendero, Mr. Hammond, y se habían ido transmitiendo a los pobladores, de generación en generación, durante cuatro décadas de epidemias gripales. Antes de publicar un artículo conjunto en Science titulado: “Unravelling the mystery of Littleville” (Desentrañando el misterio de Littleville) el virólogo de ojos castaños y el genetista de ojos negros enferman de gripe. Al año siguiente, les conceden el Nobel de Medicina. Antes de recoger el premio, el virólogo y el genetista, visiblemente emocionados, se lamieron las manos y se atusaron el pelo frente a las cámaras, sus ojos color celeste empañados por las lágrimas.
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