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DISCURSO DE GABRIEL CISNEROS LABORDA

Doctor Honoris Causa por la UNED 1991

Majestades,
Excelentísimo y Magnífico Señor Rector,
Ilustrísimos Señores Claustrales,
Señoras y Señores.
La inusual circunstancia de esta investidura, plural y solidaria, con la que la Universidad Nacional de Educación a Distancia ha querido honrar a los Diputados de la Ponencia redactora del Anteproyecto e informante del Proyecto de la Constitución española de 1978, alivia el natural incomodo de quien recibe tan alta dignidad académica, se siente gratamente abrumado por ella, sospecha con fundamento de lo menguado de sus méritos, y está, sin embargo, emplazado a dar mínima cuenta y razón de ellos.


Alivio, digo, porque cuando el Doctor Escalona Martínez, mi dilecto padrino, pronunciaba la «laudatio», yo me sentía como esos malos alumnos, que desearían encogerse tras su pupitre hasta hacerse incorpóreos y desaparecer cuando piensan que el profesor va a sacarles al estrado, comparando la latitud de los méritos de mis ilustres compañeros doctorandos con la parvedad de los propios. He aceptado los elogios y reconocimiento, parapetado tras la confortable seguridad de la tarea hecha en común y colegiadamente reconocida.

Y desde esta reflexión, que no es como pudiera parecer meramente protocolaria, es fácil andar en la significación que para mí entraña este acto, porque los Ponentes de la Constitución tuvimos la singular fortuna histórica de que nuestros respectivos grupos políticos nos dispensaron la confianza de concurrir a su redacción. Y si nuestra faena fue ardua y grave, como Don Agustín de Argüelles calificara el trabajo de la Comisión en su discurso preliminar al Proyecto del Doce en los albores de nuestra historia constitucional, y me atrevería a concluir que no del todo infeliz, y si pudimos desarrollarla también como nuestros remotos predecesores de la gaditana isla de León, sin excesiva sujeción a principios determinados y específicos, ninguna de estas circunstancias, pienso, nos autoriza a incurrir en la soberbia de creemos realmente autores de la Constitución.

Las bibliotecas y las carpetas de politólogos y contitucionalistas pueden estar llenas de modelos redondos y acabados, de soberbios proyectos de ingeniería social, pero el éxito histórico de una Constitución no está fiado a la exactitud de sus engranajes, sino a su capacidad de traducir con fidelidad una atmósfera histórica, una demanda social, en su virtud en fin, de acomodarse al torso nacional con la naturalidad de la piel. El eventual mérito de los redactores de su Anteproyecto residiría pues en su actitud mediadora, en su saber plasmar en una formulación jurídica los signos de una voluntad nacional, obviamente plural, como lo fue la composición de la Ponencia, pero no tanto como para no poder aislar, por medio de la transacción y el consentimiento, unos denominadores comunes capaces de ordenar racionalmente la convivencia y dirimir civilmente los conflictos.

Estaba el denominador común de la pasión por la libertad, palabra tan grande, se ha dicho, que desafia una definición, pero cuya ausencia o empobrecimiento es tan fácil de percibir. Estaba la voluntad de construir un Estado Democrático de Derecho bajo el imperio de la ley, que restituyese a los españoles la plenitud de su dignidad cívica y el señorío de su propio destino colectivo. Estaba el reconocimiento de la naturaleza plural de España y la tentativa, rigurosamente inédita, de proporcionar una respuesta política e institucional a aquella pluralidad. Estaba, en fin, el deseo de sentar las bases de una reconciliación alegre y profunda, en una nación históricamente víctima de tanto y tan cruel desgarramiento.

Y para un espíritu conservador, y como tal, reformista como el que os habla, para alguien que hace apasionadamente suya la observación de Burke, de que el que un orden de cosas sea antiguo no es una razón suficiente para destruirlo, ni pertenece a la categoría de hombres que piensan que nada o muy poco se ha hecho antes que ellos y que ponen todas sus esperanzas en la novedad, revistió una singular significación el que esa búsqueda constituyente de los denominadores comunes se
produjera mediante un impecable método reformista, sin márgenes para el riesgo de la aventura o el trauma de la discontinuidad.

Así acotado el alcance de la grandeza y modestia de nuestro papel, me parece menos desproporcionada esta investidura, por entenderla simbólica del reconocimiento de la ancha promoción de hombres que, 'desde una y otra linde, acometieron la empresa generosa de la transición. Y quizás no sea ociosa ni inoportuna esta reivindicación para evitar que el tiempo, la frivolidad, el acostumbramiento o la desfiguración disminuyan o empañen aquel propósito.

En uno de los más patéticos testimonios del drama viejo de España, Don Manuel Azaña pone en labios de uno de sus personajes el amargo juicio de que los españoles no calentamos ningún hogar, ni amamos la duración de las cosas. Os confieso que participé empeñadamente en el trabajo constituyente, con la ilusión de desmentir tan sombrío diagnóstico y contribuir a levantar algo que nos acostumbrara al valor de la permanencia, que alentase la voluntad colectiva de duración. Con el mismo
sentido profundo de compromiso he jurado los Estatutos de esta Universidad en cuyo Claustro habéis tenido la generosidad de acogerme.

Majestad, vuestra presencia, que confiere tan singular dimensión a este acto, no debe coartar el fervoroso reconocimiento de que el depósito de autoridad, sedimentado por los siglos en la institución que encarnáis, fue el referente más firme, el factor más sólido, el principio de libertad que hizo posible el proceso que este acto inexorablemente evoca. Fuísteis el puente que permitió transitar a los españoles desde la orilla del autoritarismo a la ribera de la libertad.

Que Dios os guarde Señor, y muchas gracias por vuestra atención.

Madrid, diciembre 1991