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DISCURSO DE JOSÉ PEDRO PÉREZ-LLORCA RODRÍGO

Doctor Honoris Causa por la UNED 1991

Majestades,
Excelentísimo y Magnífico Señor Rector,
Señoras y Señores Doctores Claustrales,
Señoras y Señores.

Un catedrático de medicina, hoy anciano, a quien quiero referirme en primer lugar porque de él aprendí todo lo esencial, me decía, siendo yo aún niño, que, junto con el Rey, fuente de todos los honores, sólo hay tres corporaciones que confieren honras verdaderamente importantes y, con su experiencia secular, saben hacerlo de manera solemne: la Universidad, la Milicia y la Iglesia.


Los psicólogos, aquí tan dignamente representados, conocen el sentimiento especial que asalta al hombre maduro al vivir cosas que le enseñaron en la niñez. A su autoridad me remito para atestiguar la hondura de mi agradecimiento a esta Universidad, su Rector y órganos de gobierno, por conferirme este inmerecido honor, y a sus Majestades los Reyes de España, por haberse dignado presidir este acto. Este agradecimiento lo hago también extensivo al doctor Escalona por su «laudatio» tan amistosa.

Soy de los que creen más en el azar que en la necesidad, en la diosa Fortuna más que en el Hado. Al considerar mi pertenencia a este grupo al que se distingue de manera colectiva, se me vienen a la memoria aquellas palabras de Bruto a Casio sobre esa marea en los asuntos de los hombres que, cogida en su pleamar, conduce a la fortuna, pensamiento éste que expresa Quevedo con su más austero verso «yo he hecho lo que he podido, Fortuna lo que ha querido».

Siempre he pensado que la Constitución de 1978 es más hija de una época que labor de unos pocos hombres. Por ello, cumplido el turno de alusiones a lo aleatorio, que era necesario al caso, quiero decir que lo que me parece importante en esta decisión de la Universidad es que, tomando a unas personas como símbolo o pretexto, agradecido pretexto por supuesto, se honra aquí, en mi modesta opinión, la obra política de toda una época.

¿Qué caracteriza aquella época y la hace memorable? Ante todo, un espíritu y un talante: esa actitud serenamente esperanzada, moderadamente dialogante, esa creencia en lo necesario del convivir por encima de la tentación del imponerse. Ese mismo espíritu que salió de la inmensa mayoría de la gente de nuestro pueblo, que presidió el proceso desde la institución monárquica, tanto en cuanto institución, inherentemente moderadora, como desde el liderazgo de la persona que afortunadamente la encarnaba y la encarna. Espíritu que estuvo presente en los primeros comicios democráticos y su campaña, en los diputados y senadores de la legislatura constituyente, quienes los presidieron y quienes los dirigieron desde los partidos en que entonces se encuadraban, en los pactos de la Moncloa con las fuerzas sociales, en la actitud de los medios de comunicación. Espíritu que inspiró a los dirigentes que condujeron el proceso y asumieron riesgos de todo tipo para que aquello fuera posible.

Podría parecer arriesgado, e incluso imprudente, citar sólo unos cuantos nombres de entre tantos posibles, pero sería injusticia notoria desde mi experiencia personal y directa no citar algunos: Adolfo Suárez, Fernando Abril, Leopoldo Calvo Sotelo, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, el general Gutiérrez Mellado, el CardenalTarancón. Fueron en definitiva los consensos implícitos de la sociedad española, y fue este espíritu encarnado en aquellas instituciones y personas los que hicieron posible e incluso engendraron la Constitución que a nosotros nos cupo la honra de escribir. En mi entender, todos ellos reciben con nosotros la investidura que nos conferís y que agradecidamente he aceptado.

Pero la concordia, recuerda Ennio, es don que raras veces otorgan los dioses a los mortales. El fuego de su culto se extingue con facilidad. Cierto es que, con aquel laboriosamente conseguido consenso, pareció desterrarse de entre nosotros la tentación del trágala. Cierto que rompimos el círculo vicioso, libertad, convulsión, incivil discordia, autoritarismo que nos había atenazado. Cierto que, con los trece años de vida que cumplirá mañana la Constitución, parece roto el maleficio que hacía que sólo pudiéramos contar por décadas los períodos autoritarios, bastando para los de otro signo con bienios y trienios o sexenios cuando mucho.

Sin embargo, es sólo el fracaso estrepitoso de anteriores singladura s lo que convierte el hecho de que el buque no se hunda en circunstancia memorable. No debemos por ello permitimos la menor autocomplacencia. Instaurar un sistema democrático no es todo, quizás ni siquiera es mucho. Hay que asegurar su correcto funcionamiento.
Los problemas de nuestra vida social están en la mente de todos y aunque unos pocos pueden ser de nuestra peculiar cosecha, lo cierto es que, en su gran mayoría, son comunes con los de las otras sociedades democráticas occidentales

Ha sido un noble movmuento de los hombres y de su pensamiento político, el intentar construir Arcadias para habitar en ellas. Las enormes ruinas de algunos experimentos de ayer y de hoy atestiguan la permanencia de ese empeño, así como la peligrosidad del mismo. Nuestro siglo y nuestra Europa han sido testigos del inmenso efecto devastador de algunas utopías. «Et in Arcadia ego». Al final, la negación totalitaria de la libertad y otras tendencias consustanciales al hombre introdujeron las más viejas lacras en los más recientes experimentos y los destruyeron. Precisamente por ello, nuestras sociedades occidentales, convertidas en referente único, deben acometer con prudencia y rigor su propia «perestroika».

Querría terminar diciendo, especialmente a quienes, aquí presentes, me enseñaron el significado aparentemente oculto de la frase latina recién citada, que nuestra propia tradición constitucional occidental, en un texto fundacional, reclama el derecho a la búsqueda de la felicidad, entendido como una empresa individual, o en todo caso en asociación voluntaria, no la felicidad impuesta de la utopía.

Ese Viaje a la Arcadia que todos tenemos derecho a emprender, ya que no nacemos en ella, requiere para iniciarse de un entorno económico y político, una armonía social mínima que intentan asegurar leyes y constituciones, pero que nuestras sociedades están aún lejos de conseguir. Pero requiere también un equilibrio y un orden ético personales que nuestra aparentemente exitosa sociedad occidental, con su culto a la competencia y la excelencia, está descuidando.

La democracia no es nada sin sociedad civil y ésta no puede existir sin ciudadanos libres, que al menos deben saber lo que es el impulso interior de ser justos y benéficos, que preceptuaba otro entrañable texto fundacional. Porque sabido es que, como dijo el poeta en Weimar, sólo merece la libertad como la vida quien sabe conquistada cada día.

Muchas gracias.

Madrid, diciembre 1991