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DISCURSO DE MIGUEL HERRERO Y RODRÍGUEZ DE MIÑÓN

Doctor Honoris Causa por la UNED 1991

Señor,

Agradecer lo que se ha dicho y hecho y la presencia de quienes todo lo honran sería inmodestia, puesto que parece presunción dar las gracias por algo que rebasa en exceso al favorecido. Por eso, al responder, prefiero atender al significado objetivo de lo que aquí está ocurriendo y de lo que sólo como pretexto, yo al menos, puedo considerarme protagonista.

Mañana es fiesta mayor de la que estos actos son vísperas solemnes. En ellos no sólo se conmemora sino que actualizamos lo que, sin exageración alguna, puede calificarse como tema de nuestro tiempo. Quiero decir con ello no sólo que el proceso constituyente abierto, impulsado y amparado por Vuestra Majestad en 1977 y que nosotros tuvimos el gran honor de, en parte, protagonizar, es el episodio más dichoso de la historia española contemporánea, y sin duda, el más importante que nos ha sido dado vivir a los ponentes constitucionales, sino algo aún más radical. En este acto, y en los acontecimientos de hace trece años, de los cuales trae causa, se realizó y realiza la difícil síntesis entre vida política y razón teórica, en la cual el tema de nuestro tiempo consiste, y ello al menos en tres dimensiones.






Primero, hoy nuestra vida se eleva a la categoría de grado. La experiencia política se hace honor universitario, y no sólo por la benevolencia académica que nos distingue, sino por la singularidad de la propia experiencia vital.

Cada generación, afirmaba una pluma ilustre, ha de ser lo que los hebreos llaman «neftalí», que quiere decir «yo he combatido mis combates»; y sin duda a nosotros nos fue dado cumplir tal imperativo. Pero nuestro combate consistió, nada más y nada menos, que en contribuir a hacer la constitución política de la monarquía española. La peripecia vital cristalizó así en un proyecto, en un debate, en una concordia, en una norma. Lo subjetivo se objetivó.

Y tal es la segunda dimensión. Si la Constitución es la racionalización del poder, nuestra tarea fue convertir la vida en razón. Tomamos lo que había, con el respeto que la realidad siempre debe inspirar, la misma Corona que nos convocaba y posibilitaba nuestra tarea, las comunidades históricas que integran España desde sus albores, las instituciones y los poderes de la sociedad y del estado, la conciencia colectiva y la cultura del pueblo, y con esos fragmentos, egregios fragmentos, ofrecimos, a las Cortes primero y a España después cumpliendo su mandato, un proyecto de Constitución.

Fuimos fieles a nuestro pueblo, porque convertimos o contribuimos a convertir en norma lo que era su normalidad. Pero no sólo para mantener lo que había, sino para depurarlo y subliminarlo de acuerdo con un imperativo de perfección, a la luz de unos valores superiores, que, tal vez, como la estrella polar de los navegantes, no se alcancen jamás, pero es preciso seguir para no perder la ruta. Y esta dimensión del empeño constitucional, no sólo de ser fiel a la realidad histórica, sino de servir de herramienta a la empresa histórica, es lo que da a este acto un sentido más alto que el del honor benevolente que agradezco o el de la conmemoración solemne a la que me adhiero.

Después de crear la Constitución, es preciso criarla. Y criarla como corresponde a planta tan delicada durante largos años, sin duda durante el resto de nuestras vidas, por quienes ayudamos : a su alumbramiento, y por las instituciones todas, pero de entre ellas, muy en especial, por aquella que tiene a su cargo la expresión racional de los valores de la cultura, su depuración y transmisión, la Universidad, a la que acabo de jurar, tras largos años de apartamiento, renovada fidelidad.

La Constitución es al poder lo que la palabra a la persona: aquello que sin negar su vida, la expresa de manera racional en diálogo y paz. Por eso el estado constitucional es incompatible con toda sinrazón, no sólo política, como la opresión, sino moral como la injusticia, y más aún si cabe, con toda sinrazón intelectual. Sólo el cultivo abnegado del logos, de la razón que en esta casa tiene su sede, permite descubrir y asumir aquellas categorías y valores sin los cuales la experiencia política puede quedarse ciega. Y hoy, de manera muy especial, porque no hay otra racionalidad política que la política democrática, y la democracia, al margen de los valores que la Constitución consagra, de la ley que la Constitución fundamenta, del diálogo que la Constitución organiza, de la irrenunciable soberanía de los españoles en que la Constitución se basa, sería inviable. Tales eran y son los valores a los que nuestro empeño pretendió responder y que la obra, a cuya realización contribuimos, consagra.

Si ahora, de la práctica parlamentaria que imcie como ponente, paso a recubrirme del birrete doctoral por benevolencia de esta Universidad, si se sustituyen los borradores de la Ponencia por el Libro de la Ciencia que acabo de recibir, es porque la Universidad se compromete, y como ciudadano lo agradezco, en avivar el fuego de la razón, a la que imperfecta pero leal e ilusionadamente traté de alimentar en el más fecundo momento que me fue dado, hasta ahora, vivir.

He dicho.


Madrid, diciembre 1991