Siguiendo a Aristóteles y a Ortega, Diego Gracia nos señala con claridad que el fin de toda vida humana es alcanzar la felicidad, la plenitud, y que no es posible conformarse con menos: “Todos vamos dirigidos hacia ello —es- cribe— como la flecha del arquero hacia su blanco”. No podemos renunciar a esta meta, aunque no estén determinados a priori ni el modo ni los medios para lograrla. Y, sin embargo, en lúcidas palabras de Albert Camus, uno de los más brillantes escritores de nuestro tiempo, la realidad es que: “Los hombres mueren, y no son dichosos”.
Un psicólogo con gran experiencia clínica, sensible y buen amigo –Javier Barbero– suele decir que es posible crear una red de hospitales sin dolor pero que es absurdo concebir un solo hospital sin sufrimiento. Lo cual, en el presente contexto, me lleva a preguntarme hasta qué punto podemos los psicólogos facilitar a las personas medios para que alcancen su blanco de felicidad, o puedan aliviar su sufrimiento.
Es de estos conceptos: “persona”, “felicidad” y “sufrimiento” de los que, en el tiempo de que dispongo, me gustaría hablarles. No voy a citar a Platón, Kant o Spinoza; soy consciente de que la filosofía no es mi terreno. Deseo tan solo compartir con Uds., desde la sencillez, unas reflexiones en voz alta teniendo presente que, como profesores, nos ocupamos de alumnos que, además, son personas; y que como investigadores y como profesionales sanitarios, debemos explorar, diagnosticar y atender no sólo a organismos enfermos o conductas alteradas sino a las personas que los padecen.
Eric Cassell, en un articulo paradigmático, publicado en 1982 en la revista The New England Journal of Medicine con el título “El sufrimiento y los objetivos de la medicina”, nos trasmite un mensaje capital: “Los que sufren, no son los cuerpos; son las personas”. Y surge de inmediato la pregunta: ¿qué es una persona?
En 1926, en una recordada conferencia magistral pronunciada en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, un médico ilustre, Francis Peabody señalaba: “Cuando hablamos de un cuadro clínico no nos referimos a la fotografía de un hombre enfermo en cama, sino a la pintura impresionista de un paciente en el entorno de su casa, su trabajo, sus relaciones, sus amigos, sus alegrías, sus preocupaciones, esperanzas y miedos”. El cirujano Marc Antoni Broggi suele decir: “El enfermo no lleva su estómago o su columna vertebral a que los visiten; va todo él, con sus miedos y sus esperanzas”.
A finales del pasado siglo, el denominado Informe Hastings nos aporta un atractivo modelo de salud para el siglo XXI que subraya que “los enfermos presentan sus malestares al médico como personas; esto es lo que experimentan subjetivamente de forma más directa y lo que suele motivarles a buscar alivio. Se presentan a sí mismos como individuos, y son precisamente esos individuos los que deben constituir el punto de partida de la cura y los cuidados”.
Sin embargo, en contraste con esta línea de pensamiento, en la mayoría de nuestras Facultades y Escuelas universitarias del ámbito de la salud y también en los hospitales universitarios, únicamente se suele adiestrar a los estudiantes a explorar organismos y conductas, no personas; a diagnosticar y tratar enfermedades o patologías, no sufrimiento. En las Facultades de todo tipo, pero especialmente en las de Psicología, tal vez deberíamos plantearnos si los profesores somos suficientemente conscientes de que no sólo tenemos delante –o a distancia– estudiantes de bioestadística, genética o psicopatología, sino personas. Y en este punto, no puedo sino recordar el lamento, ya inútil, de Emma Thompson, la protagonista de la película “Amar la vida” (Wit), cuando gravemente enferma de un cáncer terminal, evoca escenas de su estricta y fría actuación como docente en la universidad. ¿Debemos los profesores limitarnos a impartir y verificar conocimientos y habilidades a nuestros alumnos, o más bien tratar de cincelar personas autónomas que posean buenos conocimientos y habilidades? Si Francesc Gomá me hubiera tratado sólo como potencial receptor de información, ciertamente hoy no me encontraría aquí.
Todos los seres humanos poseemos un organismo y todos somos personas. No hay duda, por tanto, de que estamos familiarizados con ambas realidades. Pero este hecho —nos recuerda Cassell— no nos capacita por sí sólo para explorar el funcionamiento del organismo ni el sufrimiento de las personas. Los médicos, los psicólogos, para poder llevar a cabo diagnósticos acertados y administrar los mejores tratamientos posibles, debemos, durante largos años, adquirir los conocimientos y habilidades necesarios en la Facultad y en la práctica. Sería lógico que, si de lo que se trata es de explorar, diagnosticar y tratar el sufrimiento de las personas, que se procediera de forma similar. Pero no es así.
El problema aumenta porque, lo que causa sufrimiento a una persona no lo produce a otra; lo que despierta la emoción y la motivación de un alumno puede ser indiferente o tedioso para otro. Además, los factores que producen interés, aburrimiento o rechazo no sólo implican a la persona como un todo único y singular, sino que también son susceptibles de cambiar en el mismo individuo a lo largo del tiempo. Tan importante es conocer las estrategias de afrontamiento de una persona —nos recuerdan Lazarus y Folkman— como el hecho de que las mismas pueden variar de un momento a otro. “El sentido de la vida —señala, por su parte, Viktor Frankl— difiere de un hombre a otro, de un día para otro, de una hora a otra hora. Así pues, lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado”.
Volvemos a preguntarnos: ¿Qué es una persona? Además de Eric Cassell, a quién he tenido la fortuna de conocer recientemente, algunos psicólogos cercanos —Pilar Arranz, Pilar Barreto y Javier Barbero; Emilio Ribes y Josep Roca; Miguel Costa y Ernesto López; Marino Pérez y José Ramón Fernández; Francesc Xavier Borrás y Quim Limonero— me han ayudado con sus escritos y comentarios a perfilar lo que, en este momento, entiendo por persona y que me permito ofrecerles, de forma abierta, para la reflexión y el debate.
La persona no es el organismo; no es la mente; no es el cerebro, y es, a mi juicio, insatisfactorio limitarse a decir que es un producto bio-psico-social. La persona es el resultado final, siempre provisional mientras funcione su cerebro, de su historia interactiva individual elaborada en entornos físicos, culturales, sociales y afectivos específicos, a través del lenguaje y otras formas de comunicación. En síntesis: la persona es el producto singular de su biografía. La persona no tiene res extensa; sin interacciones en contextos concretos la persona como tal no existiría. El cerebro, el resto del organismo, las otras personas y el entorno son tan sólo elementos necesarios para que las interacciones puedan tener lugar; si el organismo enferma o pierde alguna función, esto repercute en la persona, al igual que los comportamientos, los pensamientos y las emociones de la persona son susceptibles de influir en el funcionamiento del organismo. Y, aunque es cierto que cuando muere el cerebro muere la persona, el cerebro no es la persona; es tan solo uno de los elementos que permite que las interacciones se realicen y, por tanto, que la persona como tal exista.
Mientras que, desde un punto de vista jurídico, debemos considerar persona a toda criatura viva nacida de madre humana, desde el punto de vista de nuestra realidad como hombres y mujeres creo que la esencia de la persona lo constituye su identidad individual, fruto de su historia, única e irrepetible, de interacciones. La persona es, por tanto, a mi juicio, una realidad esencialmente relacional. Y en este punto, considero que es necesario hacer un esfuerzo para no caer en lo que Ryle llama error categorial. El coche, el motor, la carretera, los compañeros de viaje, el paisaje, son elementos que hacen posible y enriquecen el viaje pero no son el viaje. La persona no es el cerebro; la persona no es la mente, la persona no es la conducta; la persona no es el coche, no es el motor, no es la carretera. La persona, con toda su riqueza y complejidad, es el viaje. Cuando el cerebro se apaga, el viaje acaba; por ello, el cerebro puede considerarse como el elemento más valioso. Pero no es la persona, no es el viaje. Como dice Machado:
“Caminante, son tus huellas/ el camino, y nada más/ caminante, no hay camino, / se hace camino al andar”.
La persona –el resultado de una historia individualizada de interacciones– se puede explorar a través de la observación, la actitud hospitalaria, la empatía, la escucha activa y el lenguaje. Las habilidades de comunicación (counselling), así como la validación de las biografías, constituyen la tecnología punta para aliviar el sufrimiento de las personas. Los sanitarios, deberían conocerlas a fondo para llevar a cabo buenos diagnósticos y administrar buenos tratamientos; los profesores, para impartir enseñanzas; los investigadores, para explorar a seres humanos que no sólo son organismos enfermos o conductas alteradas sino, esencialmente, individuos que sufren y que en todo momento –también en el hospital, también en el aula, también en el laboratorio o frente al ordenador– estén siempre intentando, en el seno de entornos complejos, tensar el arco con tino para alcanzar su blanco de felicidad.