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Discurso del profesor Ramón Bayes Sopena "Sobre la felicidad y el sufrimiento"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Psicología de la UNED.


En este 22 de enero, de forma similar a Isak Borg, también se me aparecen muchas  escenas del  acaecer de  mi  propia existencia, y de  ellas  me  gustaría destacar aquella, ya muy lejana, en la que otro entrañable  profesor, el  catedrático de Psicología de  la Universidad de  Barcelona, Francesc Gomá, en unos minutos de hospitalaria  charla, consiguió  desvelar mi  latente  vocación universitaria y comunicarme las  fuerzas necesarias para introducir un drástico cambio   de   timón a mi vida, y empezar a recorrer, a los 29 años, el arduo, pero altamente satisfactorio camino, que me ha conducido  hasta este salón de  actos en el día de hoy.  Sin  aquella charla y sin el apoyo de mi compañera Angels,  mi vida, sin duda, habría sido muy  distinta. Francesc  Gomá, maestro y, por  encima de  todo, ser  humano, ha sido  mi  modelo de  profesor a lo  largo de  mi ya dilatada singladura. Si en  este momento, por  alguna rendija del  cielo —o  de  algún otro lugar—  puede contemplarme estoy seguro de  que en  sus labios debe dibujarse una  tierna sonrisa de  complicidad.

Siguiendo a Aristóteles y a Ortega, Diego Gracia   nos   señala con   claridad que el  fin  de  toda vida  humana es  alcanzar la  felicidad,  la  plenitud, y  que no  es  posible conformarse con  menos: “Todos vamos dirigidos hacia  ello  —es- cribe— como la flecha del arquero hacia su blanco”. No podemos renunciar a esta meta, aunque no  estén determinados a priori ni el modo ni los medios para  lograrla.  Y, sin  embargo, en  lúcidas palabras  de  Albert  Camus, uno de  los  más brillantes escritores de  nuestro tiempo, la realidad es  que:  “Los  hombres mueren,  y no  son  dichosos”.
Un psicólogo con  gran  experiencia clínica,  sensible y buen amigo –Javier Barbero– suele  decir  que  es   posible crear una  red  de  hospitales sin  dolor pero que es  absurdo concebir un  solo hospital sin sufrimiento. Lo cual, en  el presente contexto, me  lleva  a  preguntarme hasta qué punto podemos los psicólogos facilitar  a las personas medios para  que alcancen su  blanco de  felicidad,  o puedan aliviar su sufrimiento.
Es de estos conceptos: “persona”, “felicidad” y “sufrimiento” de  los  que, en el tiempo de  que dispongo, me  gustaría hablarles. No voy a citar  a Platón, Kant o Spinoza; soy consciente de que la filosofía no es mi terreno. Deseo tan solo compartir con  Uds.,  desde la sencillez, unas reflexiones en  voz alta teniendo presente que, como profesores, nos  ocupamos de  alumnos que, además, son  personas; y que como investigadores y como profesionales sanitarios, debemos explorar, diagnosticar y atender no sólo  a organismos enfermos o  conductas alteradas sino  a las personas que los padecen.
Eric Cassell, en un articulo paradigmático,  publicado en  1982 en  la revista The New England Journal of Medicine con  el título “El sufrimiento y los objetivos de la medicina”, nos  trasmite un mensaje capital: “Los que sufren, no  son  los cuerpos; son  las personas”. Y surge de  inmediato la pregunta: ¿qué es una  persona?
En 1926, en  una  recordada conferencia magistral pronunciada  en  la  Facultad de Medicina de la Universidad de  Harvard, un  médico ilustre, Francis Peabody señalaba: “Cuando  hablamos de un cuadro clínico no nos  referimos a la fotografía de  un  hombre enfermo en cama,  sino  a la pintura impresionista de un paciente en el entorno de su casa, su trabajo, sus  relaciones, sus  amigos, sus alegrías, sus  preocupaciones, esperanzas  y miedos”. El cirujano Marc  Antoni Broggi  suele decir:  “El enfermo no  lleva su  estómago o  su  columna vertebral a que los visiten;  va todo él, con  sus  miedos  y sus  esperanzas”.
A finales del  pasado siglo,  el  denominado Informe Hastings nos  aporta un atractivo modelo de  salud para  el siglo XXI que subraya que “los enfermos presentan sus  malestares al médico como personas; esto es  lo  que experimentan subjetivamente de  forma más  directa y lo que suele motivarles a buscar alivio. Se  presentan a sí mismos como individuos, y son  precisamente esos individuos los  que deben constituir el punto de  partida de  la cura  y los cuidados”.
Sin  embargo, en  contraste con  esta línea  de  pensamiento, en  la mayoría de nuestras Facultades y Escuelas universitarias  del  ámbito de  la salud y también en  los hospitales universitarios, únicamente se suele adiestrar a los estudiantes  a explorar organismos y conductas, no  personas; a diagnosticar y tratar enfermedades o patologías, no  sufrimiento.  En las Facultades de  todo tipo,  pero especialmente en  las  de  Psicología, tal vez deberíamos plantearnos si los profesores somos suficientemente conscientes  de  que no  sólo  tenemos delante –o a distancia– estudiantes de  bioestadística, genética o psicopatología, sino  personas. Y en  este punto, no  puedo sino recordar el lamento, ya inútil, de Emma Thompson, la protagonista de la película “Amar  la vida” (Wit), cuando gravemente enferma de un cáncer terminal, evoca escenas de  su estricta y fría actuación como docente en la universidad. ¿Debemos  los profesores limitarnos a impartir y verificar conocimientos  y habilidades a  nuestros alumnos, o  más  bien tratar de   cincelar personas autónomas que posean buenos conocimientos y habilidades? Si Francesc Gomá me  hubiera tratado sólo  como potencial receptor de información, ciertamente hoy no me encontraría aquí.
Todos  los  seres humanos poseemos un  organismo y todos somos personas. No hay duda, por  tanto, de  que estamos familiarizados   con ambas realidades. Pero  este hecho —nos  recuerda Cassell— no nos  capacita por  sí sólo  para explorar el funcionamiento del  organismo  ni  el  sufrimiento de las  personas. Los médicos, los psicólogos, para  poder llevar  a cabo diagnósticos acertados y administrar los mejores tratamientos posibles, debemos, durante largos años, adquirir los conocimientos y habilidades necesarios en la Facultad y en la práctica. Sería  lógico que, si de  lo que se trata  es de explorar, diagnosticar y tratar el sufrimiento de  las  personas, que se  procediera de  forma similar.  Pero  no  es así.
El problema aumenta porque, lo que causa sufrimiento a una  persona no  lo produce a otra; lo que despierta la emoción  y la motivación de  un  alumno puede  ser  indiferente o  tedioso para  otro. Además, los factores que producen interés,  aburrimiento o rechazo no  sólo  implican a la persona como un  todo único y singular, sino  que también son susceptibles de cambiar en el mismo individuo a lo largo  del  tiempo. Tan importante es conocer las estrategias de afrontamiento de  una  persona —nos  recuerdan  Lazarus  y Folkman— como el hecho de  que las mismas pueden variar de un momento a otro. “El sentido de la vida —señala, por  su  parte, Viktor  Frankl—  difiere de un  hombre a otro, de  un  día  para  otro, de una  hora a otra  hora. Así pues, lo que importa no  es  el  sentido de  la vida  en términos generales, sino  el significado concreto de la vida de cada  individuo en un  momento dado”.
Volvemos a  preguntarnos: ¿Qué es una  persona? Además de  Eric Cassell, a quién he  tenido la fortuna de  conocer recientemente, algunos psicólogos cercanos —Pilar Arranz,  Pilar Barreto y Javier Barbero; Emilio Ribes  y Josep Roca; Miguel Costa y Ernesto López;  Marino Pérez y José Ramón Fernández; Francesc Xavier  Borrás   y  Quim  Limonero— me han  ayudado con  sus  escritos y comentarios a perfilar lo que, en  este momento, entiendo por  persona y que me  permito  ofrecerles, de  forma abierta, para la reflexión y el debate.
La persona no  es  el  organismo; no es  la  mente; no  es  el  cerebro, y es,  a mi  juicio,  insatisfactorio limitarse a decir que es un  producto bio-psico-social. La persona es el resultado final, siempre provisional mientras funcione su  cerebro,  de  su historia interactiva individual elaborada en  entornos físicos,  culturales, sociales y afectivos específicos, a través del  lenguaje y otras formas de comunicación. En síntesis: la persona es el producto singular de su biografía. La persona no tiene res  extensa; sin  interacciones en contextos concretos la persona como tal no  existiría. El cerebro, el resto del  organismo, las otras personas y el entorno son  tan  sólo  elementos necesarios para  que las interacciones puedan  tener lugar; si el organismo enferma o pierde alguna función, esto repercute en la persona, al igual que los comportamientos, los pensamientos y las emociones  de  la persona son  susceptibles de influir en  el funcionamiento del  organismo. Y, aunque es  cierto que cuando muere el  cerebro muere la persona, el cerebro no  es  la  persona; es  tan  solo uno de  los  elementos que permite que las interacciones se realicen y, por  tanto, que la persona como tal exista.
Mientras que,  desde  un   punto de vista  jurídico, debemos considerar persona a toda criatura viva nacida de  madre  humana, desde el punto de  vista de nuestra realidad como hombres y mujeres  creo que la esencia de  la persona lo constituye su  identidad  individual, fruto de  su historia, única e irrepetible, de interacciones. La persona es,  por  tanto, a mi juicio,  una  realidad esencialmente relacional. Y en  este punto, considero que es necesario hacer un esfuerzo para no  caer  en  lo que Ryle llama  error categorial.  El coche, el  motor, la  carretera, los compañeros de  viaje, el paisaje, son elementos que hacen posible y enriquecen el viaje  pero no  son  el viaje.  La persona no  es el cerebro; la persona no es  la  mente, la  persona no  es  la  conducta; la persona no  es  el coche, no  es el motor, no  es la carretera. La persona, con  toda su  riqueza y complejidad, es el viaje. Cuando el cerebro se  apaga, el viaje  acaba; por  ello,  el  cerebro puede considerarse como el elemento más  valioso.  Pero  no  es  la  persona, no  es  el viaje. Como dice  Machado:


“Caminante, son  tus huellas/ el camino, y nada más/ caminante, no hay camino,  / se hace camino al andar”.


La persona –el resultado de una historia individualizada de  interacciones– se puede explorar a través de  la observación,  la actitud hospitalaria, la empatía, la escucha activa y el lenguaje. Las habilidades de  comunicación (counselling), así como la validación de  las biografías, constituyen la tecnología punta para  aliviar el sufrimiento de  las personas. Los sanitarios, deberían conocerlas a fondo para  llevar  a cabo buenos diagnósticos y  administrar buenos  tratamientos;  los profesores, para  impartir enseñanzas; los investigadores, para  explorar a seres humanos que no  sólo  son  organismos enfermos o conductas alteradas sino,  esencialmente, individuos que sufren y que en  todo momento –también en  el  hospital,  también en  el  aula,  también en  el laboratorio o frente al ordenador– estén siempre intentando, en el seno de entornos  complejos, tensar el  arco  con  tino para  alcanzar su blanco de  felicidad.

Si a veces no  tratamos a los  pacientes, a los alumnos, a los sujetos de  investigación, como personas puede  ser debido a que, tal  vez  carecemos de  las habilidades para  hacerlo y, en  este caso debemos reconocer que tenemos una asignatura pendiente; o creemos que no es  de  nuestra incumbencia, lo cual  quizás signifique que nos  hemos equivocado  de  profesión;  o  puede que no  nos encontremos cómodos ante la presencia del  sufrimiento de  los  demás y tendamos a evitarlo;  o,  finalmente,  es  también posible que sólo  deseemos filtrar los datos que consideramos “objetivos”, convencidos de que, en el mundo científico,  las apreciaciones subjetivas son  de escaso valor.  En este último caso,  tal vez deberíamos considerar el hecho de que, en  la exploración del  organismo y de  la conducta, los  resultados de  los  análisis clínicos, las radiografías, los electroen-cefalogramas y los cuestionarios psico-lógicos debidamente  validados, proporcionan datos objetivos pero que los mismos  se  subjetivizan al ser  interpretados por  el profesional. Así, los mismos datos pueden dar  lugar,  al ser  evaluados por profesionales distintos, a diagnósticos, tratamientos, hipótesis y modelos diferentes. En clínica  tal vez convendría, por ejemplo, recordar que, recientemente, se  han  identificado los  errores de  diagnóstico como la mayor amenaza para  la seguridad de  los pacientes.
Y hablando  de   amenaza, esto  nos lleva  directamente al  tema nuclear del sufrimiento, en  cuyo  concepto y defini- ción  coinciden autores procedentes de campos tan diversos como la psicología, la  antropología, la  filosofía, la  medicina  y la bioética. Loeser  y Melzack, por ejemplo, dos  autoridades en  el  campo del  dolor, escriben que “el  sufrimiento es  una  respuesta negativa inducida por el dolor pero también por  el miedo, la ansiedad, el estrés, la pérdida de  personas  u objetos queridos y otros estados psicológicos”; Laín, señala, por  su  parte,  que un  hombre enfermo es,  esencialmente, un  hombre amenazado por la invalidez, el  malestar, la succión por el  cuerpo, el  aislamiento y la  proximidad  de  la muerte; el  Informe Hastings, al que antes hemos aludido, nos  indica que “la  amenaza que  representa  para alguien la posibilidad de  padecer dolores,  enfermedades o lesiones puede ser tan  profunda que llegue a igualar los efectos reales que éstas tendrían sobre el cuerpo”. Finalmente, concluye Cassell,  “se   produce  sufrimiento cuando la  persona se  siente amenazada en  su integridad biológica o psicológica”. Así, podemos  definir el  sufrimiento como la consecuencia, dinámica y cambiante, de  la interacción, en  contextos específicos,  entre la  percepción de  amenaza y la percepción de  recursos, modulada por  el estado de  ánimo. Cuanto más amenazadora le  parezca al enfermo,  al estudiante, al profesor —a cualquier persona— una  situación y cuanto menos  control crea  tener sobre ella, mayor será  su sufrimiento. Si queremos  aliviar el sufrimiento y facilitar  el camino hacia la serenidad hay  que aprender no  sólo a explorar a los seres humanos como personas, sino  también ayudarles, en  lo posible, a adquirir control sobre la situación  en  que se encuentran.
Se diluye la individualidad de  las personas cuando se  homogenizan sus  biografías:  en  el ejército, en  la cárcel, en  el hospital, en  las aulas,  en  las residencias de  ancianos;  cuando se  restringe su  capacidad de  elección, cuando se  limitan los escenarios en los que pueden moverse y se les conduce a hablar, reaccionar y obrar estereotipadamente. Es en el fondo lo que trata  de  contarnos Thomas Mann en  “La  montaña  mágica” y un  ejemplo extremo lo  constituirían  Auschwitz o  la prisión de  Ab•Ghraib en  Irak.  Un  superviviente de  Auschwitz, Primo  Levi, en  un terrible libro, “Si esto es un hombre”, escribe:  “Imaginaos ahora a un  hombre a quién, además de a sus personas amadas, le quiten la casa, las costumbres, la ropa, todo, literalmente todo lo que posee: ser un hombre vació…”.  Cuando la biografía se desdibuja, el organismo permanece pero la  persona, aunque  todavía capaz de experimentar sufrimiento y alguna chispa de  vida, se va desvaneciendo.
La persona es el viaje. Los psicólogos podemos contribuir a  hacerlo más  llevadero, disminuyendo las vivencias de amenaza, incrementando la percepción de  recursos, y mejorando el  estado de animo; disminuyendo la incertidumbre, ayudando a los  hombres a deliberar en las  encrucijadas  difíciles y  aumentado su percepción de control en el itinerario de  la vida. Pero,  sobre todo, no  olvidando  nunca que en  la universidad, en  el hospital, en  la ciudad, en  la familia,  sea cual  sea  la edad, sexo,  raza,  condición o cultura de  nuestros interlocutores, no nos  relacionamos sólo  con  cuerpos con apariencia de  persona, sino  con  personas  reales que sufren y luchan porque tienen una  permanente vocación de  felicidad y plenitud.

Madrid, enero 2009