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Discurso del escritor Carlos Fuentes Macías

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filología por la UNED

Señoras y señores:

Recibo este gran honor que me hacen la Universidad Nacional de Educación a Distancia, su Facultad de Filología y su Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura, como ciudadano de México, escritor latinoamericano, amigo de España y, como le dije al recibir el Premio Cervantes, escudero de Don Quijote. La fundación de nuestra América, la América Mestiza, la América de ascendencia indígena, europea y africana, es inexplicable sin tres descubrimientos:

• El descubrimiento de la tierra por Colón y Magallanes.


• El descubrimiento de los cielos por Copérnico y Ga!ileo.


• y el descubrimiento de la imprenta por Gutenberg y los editores renanos.


América, argumentó famosamente Edmundo O'Gorman, no fue en realidad «descubierta». Fue inventada por la necesidad europea de contar con una utopía que renovase los ideales humanistas del Renacimiento, amenazados, en el Viejo Mundo, por las guerras dinásticas, las rivalidades mercantiles y los conflictos religiosos.


Pero América no sólo fue descubierta o imaginada por Europa; Europa fue descubierta e imaginada por las civilizaciones indígenas de América; entre sus escombros se hundió también el sueño europeo de una Edad de Oro en el Nuevo Mundo.



Un libro resume la ilusión renacentista de América: el Mundus Novus, del navegante italiano que nos bautizó, Vespucio.
Otro libro, acredita la desilusión: La destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas.
Pero un tercer libro revela la fascinación de los opuestos y la tristeza de un hombre obligado a destruir lo que había aprendido a amar: La historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo. Los tres descubrimientos son tres conocimientos que conforman lo que se ha llamado la modernidad que hoy, al parecer, llega a su fin para ceder el sitio a algo llamado la posmodernidad. Al comenzar un siglo y un milenio, conviene recordar que las eras históricas no obedecen a calendarios precisos, toda vez que, en el presente, mantenemos vivo el pasado y le damos ya realidad, mediante el deseo, al futuro.
Descubrimiento de la tierra. Descubrimiento de los cielos. Descubrimiento de la imprenta. No bastan estos acontecimientos casi gemelos para iniciar una idea de la modernidad, porque nos falta un elemento esencial que es la imaginación de la modernidad. Pues como nos dice el extraordinario escritor cubano José Lezama Lima, si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable.
Para mí, la imaginación de lo moderno nace de un aparente anacronismo: la figura de papel y tinta de un febril lector de romances de caballería que quisiera resucitar el mundo ideal de la Edad Media y se topa de narices con el mundo menos que ideal de la Edad Moderna. Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura de la lectura, Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y cuerdas de presos, rehúsa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo apalea.

A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver. Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído. Es el momento extraordinario en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra en una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el auténtico don Quijote, no es el falso don Quijote de la versión de Avellaneda.
En Barcelona, don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice «Aquí se imprimen libros», entra y observa el trabajo de la imprenta, «viendo tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla», hasta darse cuenta de que lo que allí se está imprimiendo es su propia novela, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho, se cuentan cosas que sólo él y su amo se dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto la escolástica. Ha nacido el libre examen.
No hay momento que mejor revele el carácter liberador de la edición, publicación y lectura de un libro, que éste. Desde entonces la literatura y, por extensión, el libro, han sido los depositarios de una verdad revelada por la imaginación, es decir, por la facultad humana de mediar entre la sensación y la percepción y de fundar, sobre dicha mediación, una nueva realidad que no existiría más sin la experiencia verbal del Quijote de Cervantes, o del Canto General de Neruda, sin la experiencia visual de Las Meninas de Velázquez o del Prometeo de Orozco …
¿Es esta mediación íntima pero compartible, secreta pero pública, entre el lector y el libro, entre el espectador y la obra de arte, lo que se está perdiendo en la llamada posmodernidad? ¿Asistimos en verdad al fin de la era Gutenberg y Cervantes, los cinco siglos de primacía cultural del libro y la lectura, a favor de la era de Ted Turner y Bill Gates, en la que sólo lo que vemos directamente en la pantalla de televisión o en la computadora, es digno de crédito?

Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena de Manolete dicha por el locutor de la XEW, había que acudir a los periódicos a fin de cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era cierto porque estaba escrito. Hoy, el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es visto en la pantalla de la televisión. No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos.

Permítanme ustedes colocar entonces el dilema del destino y la lectura en nuestro tiempo entre dos ilustraciones extremas. Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres cultural mente desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana.

Con razón dice Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los ha documentado exhaustivamente: Cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca.

En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable, el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, en el que una dictadura, esta sí, perfecta, prohibe las bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten, realmente, en La Odisea, La isla del tesoro o Las mil y una noches. Lo que ambas bibliotecas -una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral, otra en la memoria de un suprayupi post-moderno, post-comunista, post-capitalista, post-todo-, lo que ambas bibliotecas poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá de terminar para siempre.
Pero, ¿no podríamos decir lo mismo de la imagen visual? ¿No cumplen análogas funciones vitales un cuadro de Goya, la escultura de la Coyolxauqui, una película de Buñuelo un edificio de Óscar Niemeyer? La pintura, dijo Leonardo, es cosa mental. ¿Lo es también la supercarretera de mil canales de televisión? ¿Lo son los llamados medios modernos de comunicación visual que, supuestamente, le está robando lectores al libro, sepultando la era de Gutenberg y Cervantes, y saturando la comunicación visual con tanta información que todos nos sentimos supremamente bien informados, sin preguntarnos si lo que se informa importa y lo que importa es lo que no se informa?
No estoy arguyendo a favor del libro y la biblioteca como elementos supletorios de las posibles -de la evidentes-, deficiencias de la comunicación audiovisual en este inicio de siglo y de milenio. Todo lo contrario: quisiera explorar con ustedes ese territorio en el cual los medios de comunicación modernos auxilian, en vez de dañarla, la cultura del libro y la lectura. Es cierto: basta visitar cualquier hogar donde la antena de televisión se ha convertido en la cruz de la parroquia, para confirmar el fenómeno universal del couch potato, el espectador que mira televisión de manera puramente pasiva, en efecto como un papa yacente, adormilado, violado casi por la sucesión de imágenes aceptadas de manera supina, sin respuesta crítica, creativa. Todo lo contrario de lo que nos exige un buen libro, un buen cuadro o una buena película.
Pero basta visitar un centro de estudios como esta Universidad de Educación a Distancia, para darse cuenta, también, del extraordinario auxiliar que es la información audiovisual para ampliar el radio de conocimiento de los estudiantes, enriquecer la interacción de maestros y alumnos y contrarrestar los aspectos más negativos de la recepción pasiva de imágenes en el hogar.
Debemos ahondar y abundar en las posibilidades de apoyo que la cultura audiovisual puede prestarle a la cultura del libro, y viceversa. En primer término, aunque hayan aumentado gigantescamente los espectadores del audiovisual en el mundo, la disminución de lectores de libros no es consecuencia fatal ni absoluta de este hecho. No es fatal porque, nuevamente, es el uso de los medios lo que los califica, no su mera existencia. Los editores de la biblioteca de clásicos norteamericanos, The Library of America, hacen notar que las nuevas tecnologías pueden emplearse no sólo para preservar sino para ampliar una buena herencia literaria, promoviendo la apreciación de los grandes escritores a masas que antes los desconocían, de la misma manera que, musicalmente, hoy más personas escuchan el Don Juan de Mozart en un sólo día que durante toda la vida del compositor.

Asimismo, la biblioteca de clásicos norteamericanos, gracias al apoyo de los medios visuales, ha vendido tres millones de ejemplares de sus primeros títulos, de Jefferson a Faulkner, en la última década. José Vasconcelos, el primer secretario de educación de la revolución mexicana, publicó una biblioteca de clásicos universales en preciosas ediciones, allá por 1923. ¿Para qué publicar a Cervantes en un país con un 90% de analfabetos, se le preguntó, y se le criticó, entonces? La respuesta, hoy, es evidente: para que los iletrados, cuando dejen de serio, puedan leer el Quijote en vez de Superman. Igualmente hoy, la edición debe apostar a que los medios creen lectores en vez de ahuyentarlos. Para ello, nuevamente, hay que insistir desde el inicio, desde el salón de clases y si fuese posible, desde el hogar, en someter la imagen audio-visual a la misma crítica a la que siempre han estado sujetas la literatura y las artes plásticas. Hay que enseñarle al espectador a hacerse cargo críticamente de la imagen que recibe. 

Los optimistas nos dicen que en una sociedad con abundancia de medios visuales, habrá al cabo mayor especialización, menos masificación y, en consecuencia, la posibilidad de crear una nueva comunidad entre los editores de libros y el público audiovisual, así como entre lectores y espectadores que podrán escoger entre ofertas cada vez más diversificadas.
En otras palabras, los medios masivos pueden contribuir a crear mayor y no menor número de lectores, gracias a posibilidades de promoción, venta y selección de libros incalculablemente superiores a las del pasado. Si a la dinámica audiovisual se le añade la dimensión crítica que arriba mencioné, es posible, incluso, que promoción masiva y alta calidad literaria no estén, forzosamente, reñidas. Pero no nos ceguemos ante los peligros, no el peligro al cabo menor de la masificación como promotora de moda y mal gusto, cosa que siempre ha existido, sino el aprovechamiento de las nuevas tecnologías para darle certeza a los inciertos. En el mundo de la necesidad y del azar que siempre ha sido el de los seres humanos, un texto es necesario para hacer inteligible lo que sin él carecería de sentido. De esta necesidad puede surgir La Biblia -pero también el Mein Kampf-. Es en sociedades sin rumbo, en las que la satisfacción material deja insatisfecho al espíritu, y en el que los insatisfechos se cansan de esperar, donde los textos más dogmáticos se han apoderado de la imaginación de las mayorías. Imaginemos los que Hitler hubiese hecho con una pantalla de televisión.
Éste es el peligro. Vivimos en la aldea global de comunicaciones masivas, adelantos técnicos e interdependencia económica, pero podemos fácilmente alimentar los temores e incluso la rebelión de la aldea local que no se ve reflejada en dichos medios, y que, como Tántalo, en vano trata de alcanzar los frutos que la tentación publicitaria ofrece en todas las pantallas del mundo. Con razón, al desembarcar en el puerto italiano de Brindisi hace unos años, los emigrante albaneses pidieron una sola cosa: «Muéstrenos el camino a Dalias». Pero el migrante no llega ni a Dalias ni a Disneylandia. Llega, a menudo, a la alambrada de la discriminación, al muro de la exclusión, a la sin razón de una globalidad en la que las mercancías pueden circular libremente, pero los trabajadores no.

Un capitalismo autoritario, ya sin enemigo comunista totalitario en frente, se cierne como posibilidad desgraciada en algunos horizontes del mundo. Su amenaza no sólo a la lectura y al libro, sino al empleo libre y creativo de los propios medios audiovisuales, sólo puede ser contrarrestada por un orden democrático pleno, y sobre todo, por una decisión, política también y también social, de mantener en su grado más alto de abundancia, calidad y eficacia, los programas de educación pública, de bibliotecas públicas, de libros de texto gratuitos y de plena libertad para la creación escrita. Aún más, en países como los nuestros, escribe Sealtiel Alatriste, se trata de «fortalecer la cadena de bibliotecas, que los lectores vayan allí». que «no se preocupen si los libros son caros o baratos, sino si la lectura está a su alcance o no».
Varias generaciones de latinoamericanos jóvenes han descubierto su identidad leyendo a Gabriela Mistral, Juan Rulfo o Juan Goytisolo. La ruptura del círculo de la lectura significaría una pérdida del ser para muchos jóvenes. No los condenemos a salir de las librerías y de las bibliotecas para perderse en los subterráneos de la miseria, el crimen y el abandono.
Que no se extinga un solo joven lector potencial en el desamparo de la ciudad perdida, la villa miseria, la población cayampa o la favela. En el panorama que voy describiendo, la biblioteca es una institución preciosa porque nos permite acercarnos a la riqueza verbal de la humanidad dentro de un espacio civilizado y bajo un techo protector. Sin embargo, aún allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. El fatwua contra Salman Rushdie lo comprueba. Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotras no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía. Y si todo es olvidado, no tendremos un futuro digno de ser vivido.

Señoras y señores:
Recibo con gran satisfacción este honor que me hace la Facultad de Filología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia como un mandato para darle alas a Clavileño y caminos a Rocinante: para recordarnos, en este principio de milenio, que ser modernos no consiste en renunciar al pasado en favor de lo más nuevo, sino en mantener, comparar y recordar los valores que nosotros mismos hemos creado, haciéndolos contemporáneos a fin de que lo moderno no deje, rápidamente, de serio, drenado de memoria.
El desafío de Don Quijote sigue siendo el nuestro: ¿Cómo aceptar la diversidad cambiante del mundo sin perder la capacidad de entender la unidad del mundo?
Cervantes nos responde con dos categorías permanentes de la vida: el amor y la justicia, encarnados por Don Quijote en su búsqueda a lo largo y ancho de su territorio manchego. Amor y justicia, pero también honor y coraje y solidaridad con nuestros semejantes; éstos son los valores del pasado que Cervantes quiere legarnos a nosotros, sus descendientes, a través de un libro, de la misma manera que Homero, leído por la gran filósofa francesa, judía y cristiana, Si mane Weil, quisiera transmitirnos tres valores permanentes de La /liada, tres lecciones de la Antigüedad para la modernidad, tres maneras de ser siempre actuales:

No admires a la fuerza, nos dice Hornero.
No detestes a quien no es como tú.
y no desprecies a los que sufren.

No hablemos sobre el destino de la escritura y la lectura, de la edición y la educación en el nuevo siglo y el nuevo milenio, sin portar con nosotros los valores que nosotros mismos hemos creado, las palabras que dan sentido a nuestras vidas y las voces que acompañan nuestra existencia, a partir de nuestra fundación por la palabra. Unamos el amor a la lectura al amor de la vida, el imperio de la imagen a la crítica de la imagen, la aceptación del futuro a la memoria del pasado, a fin de llegar armados, de recuerdo y de esperanza, de historia y deseo, a un tiempo que no acabó en 1999 ni comienza en el año 2000; la esencia de la cultura consiste en decirnos que somos en el presente sólo porque portamos cuanto hemos sido en el pasado y cuanto deseamos ser en el porvenir. Porque al cabo, lo que la educación nos enseña, como escritores, como estudiantes, como comunicadores, como funcionarios, como ciudadanos, como hombres y mujeres, es a guiarnos por el deber supremo de mantener, en contra de todas las adversidades, la continuidad de la vida en este planeta.


A este objetivo, señoras y señores, quisiera consagrar mis palabras este día.

Muchas gracias

Madrid, abril 2000