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Discurso del escritor Carlos Fuentes MacíasCon motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filología por la UNED | ||
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Un libro resume la ilusión renacentista de América: el Mundus Novus, del navegante italiano que nos bautizó, Vespucio. A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver. Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído. Es el momento extraordinario en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra en una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el auténtico don Quijote, no es el falso don Quijote de la versión de Avellaneda. Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena de Manolete dicha por el locutor de la XEW, había que acudir a los periódicos a fin de cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era cierto porque estaba escrito. Hoy, el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es visto en la pantalla de la televisión. No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos. Permítanme ustedes colocar entonces el dilema del destino y la lectura en nuestro tiempo entre dos ilustraciones extremas. Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres cultural mente desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana. Con razón dice Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los ha documentado exhaustivamente: Cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca. En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable, el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, en el que una dictadura, esta sí, perfecta, prohibe las bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten, realmente, en La Odisea, La isla del tesoro o Las mil y una noches. Lo que ambas bibliotecas -una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral, otra en la memoria de un suprayupi post-moderno, post-comunista, post-capitalista, post-todo-, lo que ambas bibliotecas poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá de terminar para siempre. Asimismo, la biblioteca de clásicos norteamericanos, gracias al apoyo de los medios visuales, ha vendido tres millones de ejemplares de sus primeros títulos, de Jefferson a Faulkner, en la última década. José Vasconcelos, el primer secretario de educación de la revolución mexicana, publicó una biblioteca de clásicos universales en preciosas ediciones, allá por 1923. ¿Para qué publicar a Cervantes en un país con un 90% de analfabetos, se le preguntó, y se le criticó, entonces? La respuesta, hoy, es evidente: para que los iletrados, cuando dejen de serio, puedan leer el Quijote en vez de Superman. Igualmente hoy, la edición debe apostar a que los medios creen lectores en vez de ahuyentarlos. Para ello, nuevamente, hay que insistir desde el inicio, desde el salón de clases y si fuese posible, desde el hogar, en someter la imagen audio-visual a la misma crítica a la que siempre han estado sujetas la literatura y las artes plásticas. Hay que enseñarle al espectador a hacerse cargo críticamente de la imagen que recibe. | ||
Los optimistas nos dicen que en una sociedad con abundancia de medios visuales, habrá al cabo mayor especialización, menos masificación y, en consecuencia, la posibilidad de crear una nueva comunidad entre los editores de libros y el público audiovisual, así como entre lectores y espectadores que podrán escoger entre ofertas cada vez más diversificadas. Un capitalismo autoritario, ya sin enemigo comunista totalitario en frente, se cierne como posibilidad desgraciada en algunos horizontes del mundo. Su amenaza no sólo a la lectura y al libro, sino al empleo libre y creativo de los propios medios audiovisuales, sólo puede ser contrarrestada por un orden democrático pleno, y sobre todo, por una decisión, política también y también social, de mantener en su grado más alto de abundancia, calidad y eficacia, los programas de educación pública, de bibliotecas públicas, de libros de texto gratuitos y de plena libertad para la creación escrita. Aún más, en países como los nuestros, escribe Sealtiel Alatriste, se trata de «fortalecer la cadena de bibliotecas, que los lectores vayan allí». que «no se preocupen si los libros son caros o baratos, sino si la lectura está a su alcance o no». Señoras y señores: No admires a la fuerza, nos dice Hornero. No hablemos sobre el destino de la escritura y la lectura, de la edición y la educación en el nuevo siglo y el nuevo milenio, sin portar con nosotros los valores que nosotros mismos hemos creado, las palabras que dan sentido a nuestras vidas y las voces que acompañan nuestra existencia, a partir de nuestra fundación por la palabra. Unamos el amor a la lectura al amor de la vida, el imperio de la imagen a la crítica de la imagen, la aceptación del futuro a la memoria del pasado, a fin de llegar armados, de recuerdo y de esperanza, de historia y deseo, a un tiempo que no acabó en 1999 ni comienza en el año 2000; la esencia de la cultura consiste en decirnos que somos en el presente sólo porque portamos cuanto hemos sido en el pasado y cuanto deseamos ser en el porvenir. Porque al cabo, lo que la educación nos enseña, como escritores, como estudiantes, como comunicadores, como funcionarios, como ciudadanos, como hombres y mujeres, es a guiarnos por el deber supremo de mantener, en contra de todas las adversidades, la continuidad de la vida en este planeta.
Muchas gracias Madrid, abril 2000 | ||