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CARLOS FUENTES MACÍAS
Doctor Honoris Causa por la UNED 2000 | ||
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Pretendían con ello honrar la persona y la obra de uno de los más grandes escritores hispanos del siglo XX. Pero en esta propuesta subyacía además otra intención: la de reconocer tardíamente desde el ámbito académico en la figura de Carlos Fuentes a una pléyade de autores y de obras que en las décadas de los sesenta y setenta nos reintegró a nuestra modernidad literaria, silenciada o peregrina desde la Guerra Civil y escamoteada en las aulas universitarias. Gracias a ella los estudiantes de mi generación entrevimos, a través de los novedosos procedimientos narrativas utilizados, los pensamientos y anhelos de una sociedad que hablaba en español, como nosotros, y que, como nosotros también, se sabía simultáneamente excéntrica y central en una globalización cultural a la que no había sido -no habíamos sido- invitada. Desde posiciones y actitudes diversas Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, J. Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Ernesto Sábato, José Donoso, Gabriel García Márquez, Vargas Llosa y José Lezama Lima nos descubrieron la naturaleza verbal de la literatura y nos mostraron en sus obras universos narrativas autónomos que pretendían transformar la realidad continental a través de la palabra. De entre todos, posiblemente ninguno tuvo tanta lucidez como Carlos Fuentes para plasmar discursivamente estos logros en un ensayo. La nueva novela hispanoamericana (1969), pues de este libro se trata, exigía al escritor hispanoamericano -«situado entre una historia que rechaza y una historia que desea»- el regreso a «las raíces poéticas de la literatura» para conquistar, en forma paralela a como lo habían hecho los grandes creadores del siglo XX, un lenguaje que fuera capaz de captar la realidad en su totalidad, y sobre el que pudieran descansar los «mitos y profecías» de su época. La función revolucionaria que le concedía al escritor era doble: como creador de un lenguaje fundacional; y como desvelador por el lenguaje de la verdadera identidad hispanoamericana. Su ya famosa definición de la novela como «mito, lenguaje y estructura» posiblemente caracterizara más a sus propios relatos que a la nueva novela hispanoamericana; pero contribuyó sin duda a fundar una tradición exegética inexistente en Nuestra América, y hoy día constituye un clásico de la crítica latinoamericana. ¿Quién es este personaje, de quien José Donoso dijera en 1972 que «hablaba inglés y francés a la perfección. Había leído todas las novelas ( ... ) y visto todos los cuadros, todas las películas en todas las capitales del mundo», que «no tenía la enojosa arrogancia de pretender ser un sencillo hijo del pueblo( ... ), sino que asumía con desenfado su papel de individuo e intelectual, uniendo lo político con lo social y lo estético, y siendo, además, un elegante y refinado que no quería parecerlo»? Ciertos datos externos -expresados por el propio Fuentes- pueden darnos algunas claves de su personalidad y de su actividad creadora. La crítica, dividida, recibió con sorpresa su primera novela, por las numerosas innovaciones técnicas y por la visión aparentemente negativa que se desprendía de ella. Pero el lector actual contempla fascinado la presentación caleidoscópica de la ciudad de México a comienzos de los cincuenta, como un gigantesco collage narrativo, en el que se entrecruzan sin solución de continuidad escenarios y personajes capitalinos, que nos ofrecen, con sus actuaciones y sus pulsiones íntimas, una rica pluralidad de registros verbales. Y disfruta con el contraste entre una novela de apariencia realista y la realidad literaria de un discurso narrativo plagado de referencias míticas, que se fundamentan en uno de los mitos centrales del pensamiento azteca:la necesidad de ofrecer alimento al Sol, personificado en el dios Huitzilopochtli, para que la vida siga existiendo. Desde esa perspectiva, La región más transparente se estructura -como ya ha señalado la crítica- en torno al mitema la «búsqueda de un sacrificio». Ixca Cienfuegos, personaje central de la novela que articula los diversos escenarios y personajes, se transforma en sacerdote de Huitzilipochtli en busca de una víctima que con su sangre derrote a las fuerzas de las tinieblas y permita la renovación de la vida. Sus estrechas relaciones con Rodrigo Pola, Federico Robles y Norma Larragoiti persiguen la consecución de esa víctima propiciatoria, voluntariamente dispuesta al sacrificio. Su fracaso final prefigura la inviabilidad del proyecto indigenista que representa y la constatación de que el pasado prehispano ha concluido y ya no es más que «un juego de ritos olvidados y signos y palabras muertas», incapaz de neutralizar los efectos del proceso revolucionario en la organización social de México. | ||
Las buenas conciencias (1959) parece un paréntesis en su quehacer narrativo y una reconciliación con la crítica mexicana, aunque en verdad sea una irónica «venganza» contra quienes le achacaron el abuso de técnicas extravagantes en La región más transparente. Con La muerte de Artemio Cruz (1962) Fuentes satisface con creces las exigencias de admiradores y detractores: retorna a la denuncia y crítica de la Revolución Mexicana; solventa algunos excesos de verbalismo, que hacían de su primera novela un discurso «demasiado intelectualista» en algunos pasajes; y compone el relato con una técnica innovadora, en la que se enfoca desde tres perspectivas diferentes -»yo», «tú», «él»- la vida del protagonista en su propio lecho de muerte. La Revolución planea sobre Artemio Cruz y sobre el ambiente que lo rodea, como ocurriera con La región más transparente. Dos fechas delimitan claramente los límites de la acción: 1889, año de su nacimiento; y 1959, año de su muerte. Entre ellas ocurren los acontecimientos históricos trascendentales -porfirismo «científico», revolución armada, e institucionalización post-revolucionaria- cuyas consecuencias se imponen sobre los avatares de la vida de Artemio. Pero bajo la apariencia externa de la historia referida subyace una cuidadosa estructuración temporal que permite a la novela convertirse en paradigma de la historia general de México y en una posible vía de exploración del alma mexicana, a través de sus mitos tradicionales y culturales. Si estudiamos con atención las indicaciones cronológicas subrayadas en el relato, observamos que -obviando las fechas de nacimiento y muerte del protagonista- los sucesos de su «vida pública» abarcan cincuenta y dos años: 1903-1955. Es decir, un xiuhmolpilli, o ciclo azteca, cuya conclusión acarreaba para la mentalidad náhuatl temores apocalípticos, que eran desterrados con numerosas ceremonias propiciatorias del nacimiento de una nueva cosmogonía; y la evidencia de la continuidad del mundo implicaba la idea de re-nacimiento o de retorno en la humanidad. Esta concepción cíclica de la historia, tan diferente de la occidental, es la que determina su estructura temporal. El ciclo comienza con la llegada del protagonista a la vida pública en el fragmento correspondiente a 1903, año en el que vive una infancia feliz en la hacienda de los Menchaca, junto a su tío, el esclavo mulato Lunero, que la memoria del Artemio agonizante recuerda como una época paradisíaca. La expulsión de este «paraíso» -Artemio mata por equivocación al dueño de la hacienda y se ve obligado a huir- produce su entrada en la historia. Desde entonces y hasta 1955 el relato refiere los hechos de su vida: su participación en la revolución armada; su amor por Regina; su entronque con los Bernal; y su enriquecimiento progresivo, gracias a su pertenencia al bando vencedor y a su carencia de escrúpulos. Así llegamos al 31 de diciembre de 1955, cuando el protagonista se encuentra en la cúspide de su poder; pero también en la sima más profunda de sus sentimientos: Cruz es un ser sin amor, que vive en un lujoso palacio de Coyoacán con una prostituta, y que ha perdido el vigor de la juventud y los escasos restos de generosidad y desprendimiento, con la muerte de su hijo en la Guerra Civil española. A su fiesta de fin de año asisten, como a un ritual degenerado, diversos personajes procedentes de otras novelas suyas, que atestiguan el cambio de ciclo realizado en el joven Ceballos, símbolo de una nueva generación ansiosa de subirse al carro del poder del viejo magnate. Las vivencias y los recuerdos de otros personajes refuerzan la concepción cíclica de la novela: la anciana Ludivina Menchaca, nacida en 1810, representa a la burguesía criolla que, premunida de su amistad con el dictador Santa Anna, despoja de sus tierras a los indios, para ser despojada a su vez por la nueva burguesía -los Bernal- nacida tras la guerra de Reforma (1858) y la llegada de Portirio Díaz; despojada asimismo cincuenta y dos años después por la facción triunfante de la Revolución (1910), que en 1962 contempla impotente el ascenso de los nuevos amos. La historia de México se nos desvela como una sucesión ininterrumpida de ciclos que se renuevan fatalmente bajo el signo del xiuhmolpilli. Un proceso determinado por el crimen y la rapiña, en el que lo único que cambia es la máscara del opresor. En este sentido, los Menchaca, los Bernal, los Cruz o los Cebailas no son sino actualizaciones del mito nietzscheano del «eterno retorno», que para Fuentes comportan la idea de que las sucesivas «fundaciones» y «destrucciones» de México y, por extensión, del Continente, no son nada más que la constante repetición de un mito primordial: el momento de la Conquista, tan pormenorizadamente narrado en Terra Nostra (1975) y repetido en El naranjo (1993).
En nombre de la Facultad de Filología tengo el honor de pedir para él el Doctorado Honoris Causa en Literatura.
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