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Discurso del Profesor Ulrich Beck "Las dialécticas de  la modernidad: cómo las  crisis de  la modernidad surgen de  las  conquistas de  la modernidad"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Sociología por la UNED.

En el año 1861, durante el  nacimiento de  la  sociedad moderna, Charles Baudelaire escribió en el prólogo de  Las Flores del Mal: “París es centro y resplandor de  la estupidez universal. ¿Quién hubiera podido imaginarse alguna vez que Francia emprendería el camino del progreso con  tanto entusiasmo?”

Lo que Baudelaire denomina “estupidez universal” no es otra cosa que la fe de la modernidad en sí misma, en su imparable marcha triunfal: el razonamiento triunfa sobre la fe y la superstición, por  lo que  el hombre se convierte en la medida de todas las cosas y, al lograr que  se expanda cada vez más  la ilimitada plasticidad de  la tecnología moderna, será  posible desprenderse de todo lo arbitrario. Todo  lo estable se desvanece, el futuro se conquista como una colonia del  presente. Desde  un  punto de  vista  histórico este  cambio continuo se presenta como una transición de  la  oscuridad hacia la  luz, como una concepción implícita de  la  evolución moral que denominamos “progreso”.


De aquí se desprenden dos  cuestiones:

Primera: ¿Cómo fue  posible transformar las  dudas, los miedos y los presentimientos dominantes entonces (durante la devastación moral e intelectual de la Guerra religiosa de los Treinta Años,  y después de que  se hubieran venido abajo las “certidumbres eternas” del orden social medieval protegido y basado en  Dios)  en  la espontánea  seguridad de sí mismo, en cierto modo antropológica de la modernidad?

Y  la  segunda cuestión, planteada  como pregunta  de signo contrario: ¿Es  imaginable un  poder capaz de hacer temblar estos  santuarios de la sociedad moderna?

Las visiones y los actores opuestos, que  primero se prometieron y luego  se destronaron con  la autorización propia de la modernidad (el proletariado, el comunismo, el socialismo,  el nacionalismo, la nueva inteligencia o la obligación taciturna de la argumentación pública), no  han superado su prueba histórica, tal  como nos  enseña el siglo XX. Si  realmente hay un  contrapoder que  pueda transformar esta  metafísica  inmanente de la modernidad este es, según mi  tesis, el poder independizado de la modernidad misma.

La creencia en el progreso ascendente de la sociedad moderna está  en contradicción con  el autodesencantamiento de la modernidad. A diferencia de los teóricos de la sociedad, desde Comte, Marx,  Durkheim y Weber, pasando por Horkheimer, Adorno, Parsons y Gehlen hasta Foucault y Luhmann, insistimos en que  el sistema aparentemente independiente y autónomo del industrialismo ha  hecho saltar en pedazos su lógica  y sus fronteras, por  lo que ha entrado en un proceso de  autodisolución. Este giro radical caracteriza la fase actual, en la que  la modernización se hace reflexiva. Un ejemplo clave  de ello es el auge  repentino del debate sobre el cambio climático, que  podría anunciar un  cambio de  paradigma político.

En lugar de seguir ocupada en tratar de buscar la elaboración de diferentes caminos y potencialidades dentro de  la modernidad industrial, la  modernización comprende ahora las instituciones básicas sociales y los principios básicos, políticos y culturales de la sociedad industrial nacional, los rompe y, de esta manera, saca  a relucir nuevas potencialidades en contraposición a la modernidad industrial.

De esta  manera, el proceso de la modernización reflexiva conduce de  la sociedad industrial nacional a la sociedad global del riesgo, cuya ambigüedad está  aún por  determinar.

Por  supuesto, desde el principio la sombra de la crítica ha  acompañado la marcha triunfal de la modernidad. Sobre todo, en el ámbito de la literatura, la modernidad ya  había sido enterrada  incluso antes de  haber  siquiera nacido. El efecto político de  este  autodesencantamiento, sin embargo, sólo se manifestó en la segunda mitad del siglo XX, y eso en un movimiento de acoso de crítica ecológica, posmodernidad filosófica y teoría de liberación poscolonial. Permítanme ilustrar esta  autocrítica de la modernidad en una figura del pensamiento: la distinción entre los  principios básicos de  la modernidad (p.ej.  la racionalización) y las instituciones básicas  (p.ej. la sociedad de pleno empleo). La argumentación la podemos resumir de  la  siguiente manera: no  vivimos en  la posmodernidad, sino en la segunda modernidad, donde la radicalización de los principios básicos desintegra las instituciones básicas de la modernidad. Permítanme, por  tanto, empezar con un ejemplo:

¿Cómo  se hace posible  el diálogo  con  el futuro?

Hace algunos años, el Congreso de los Estados Unidos de América encargó a una comisión científica el desarrollo de una lengua, o lenguaje de símbolos, que  fuera capaz de explicar, incluso dentro de diez mil  años, el peligro de los cementerios americanos de  residuos nucleares (Véase  Gregory Benford (2000), así  como Frank Schirrmacher (2000), a quien debo este  ejemplo). El problema que había que  solucionar era  el siguiente: ¿Qué  forma deberían adoptar los términos y los símbolos para poder transmitir un mensaje autoexplicativo a los  habitantes futuros, tras miles de  años? La comisión se componía de  físicos, antropólogos, lingüistas, neurólogos, psicólogos, biólogos moleculares, arqueólogos, artistas etc. Primero tenía que  aclarar la siguiente pregunta: ¿Existirán todavía los Estados Unidos de América dentro de diez mil años? Por supuesto que la comisión gubernamental no tuvo ningún problema para responder dicha cuestión: USA forever! Sin  embargo, el  problema clave de emprender hoy día un diálogo con el futuro fue considerado paulatinamente como algo sin solución posible, una vez que  los expertos intentaron buscar modelos en los símbolos más antiguos de la humanidad, estudiaron la construcción del conjunto monumental de Stonehenge (1,500  a. d. C.) y de las pirámides, investigaron la historia de la recepción de Homero y de la Biblia, así como la propia duración de los documentos. No obstante, estos se remontaban, como mucho, a un par  de miles de años, pero en ningún caso a diez mil años. Los antropólogos recomendaron entonces el símbolo de la calavera. Sin embargo, un historiador recordó que las calaveras significan la  resurrección para los  alquimistas y, además, un  psicólogo hizo  experimentos con niños de tres años, de tal manera que, si la calavera estaba pegada a una botella, estos chillaban asustados “¡Veneno!”, pero si estaba pegada a una pared, entonces gritaban con entusiasmo “¡Piratas!”.

Otros científicos propusieron  pavimentar el  suelo del cementerio nuclear con  placas de  cerámica, de  hierro y de piedra, con  letreros que  contuvieran toda clase de advertencias. Sin  embargo, la opinión de los lingüistas fue  unánime: dicho letrero sólo  se  entendería durante un  máximo de  dos mil  años. Precisamente esta voluntad de exactitud científica de la comisión fue la que  puso en evidencia cómo la crisis de la modernidad surge de las conquistas de la misma modernidad. Incluso nuestra propia lengua sucumbe en  la  tarea de informar a  las  generaciones futuras sobre los  peligros que hemos traído al mundo por  la utilización de ciertas tecnologías, pues, aunque hayamos identificado los peligros que crea la modernidad, estos  no  se pueden comunicar tras un  período de diez  mil  años.

El mundo ya se ha hundido muchas veces

Mediante la distinción entre los principios básicos y las instituciones básicas de la modernidad se puede apreciar lo que  ignora la retórica del  hundimiento del  mundo por  parte de la crítica cultural. En primer lugar, la modernidad es una fábrica de certidumbres sin precedente histórico, de tal manera que no es suficiente representarla como poder de  desencantamiento, como de  hecho hace Max Weber. La modernidad  disuelve certidumbres y, por  otra parte, la  modernidad consolida y consagra nuevas certidumbres. La dialéctica de principio básico e institución básica disuelve estas certidumbres  autofabricadas por  la modernidad, no porque empiece la posmodernidad, sino porque los principios de la modernidad ya no se detienen ante las particiones de la institución básica. Argumentando “con” y “contra” Marx:  todas las certidumbres de la modernidad  envejecen antes  de  poder  consolidarse. Toda  la robustez que  ha  creado la modernidad se volatiliza. Se  trata de  un  tipo de liberación involuntaria de  las  formas autofabricadas de dependencia de la sociedad industrial. No se trata del hundimiento del mundo, sino  de las certidumbres globales de la primera modernidad.

Si miramos al pasado, podemos comprobar, con  cierta satisfacción, que el mundo ya se ha  hundido muchas veces, sobre todo si tomamos en serio los temores de los coetáneos en las fases depresivas de las diferentes épocas. La investigación  histórica nos enseña que, en la temprana Edad Moderna, es decir, en el siglo XVI, el mundo que  existía en Europa en las mentes de aquella época se hundió. Un hundimiento similar se produjo a mediados del siglo XIX, cuando, de nuevo, se desintegró lo que  unía el mundo en sus raíces. Y, si no  nos equivocamos, asistimos de nuevo, desde los años setenta del siglo  pasado, a un  cambio de paradigma de las evidencias predominantes. Hasta los principios de la lógica  más  básica nos  hacen suponer que  tantos hundimientos del mundo presuponen unas cuantas ascensiones del mundo.

Por  tanto, es bastante fácil  hacer referencia a los hundimientos del  mundo que  tuvieron lugar en  el  pasado, para poder destacar lo que entonces se produjo ante los ojos ciegos de  aquella actualidad. Eso, sin embargo, resulta difícil  hoy día, a principios de siglo XXI, ya que es cierto que experimentamos en  muchos niveles la desintegración de  las  certidumbres de la modernidad industrial nacional y,  sin  embargo,todavía no entrevemos ningún nuevo orden. El hecho de que “el hundimiento del  mundo”, en  singular,  ya  se  emplee en plural (“los hundimientos del mundo”), nos  llama la atención sobre lo peligroso y autocomplaciente que  resulta el discurso del  “hundimiento del  mundo”, pues este  planteamiento presupone callarse sobre la incapacidad propia de reconocer las señales de  las  ascensiones del  mundo que  se anuncian, y de lograr que  los contemporáneos y las generaciones futuras las puedan entender, estructurar y vivir, tal  como hoy  día  sería posible y deseable.

Por  tanto, la habitual crítica cultural sucumbe a causa de la distinción necesaria entre un  hundimiento del mundo y el otro, precisamente debido a que  se pasa por  alto  el hundimiento de sus propias y espontáneas certidumbres del mundo, en  medio de un lamento sobre el  hundimiento del mundo. Entre mucho hablar y mucho pasar por  alto  existe  una conexión interna, pues se dramatiza el hundimiento de los valores, de la libertad, de  la democracia etc., para no tener que darse cuenta de  la  catástrofe que  significa el colapso de  las propias certidumbres del  mundo(aunque sólo sea para uno mismo). Detrás del  hábito de la crítica cultural se esconde, por  tanto, algo más  que  una maniobra para evitar el esfuerzo conceptual que exige la compresión de lo nuevo. El punto de vista de la crítica cultural también resulta ciego e ingenuo en lo que se refiere a la política real, aparte de que  ignora que, allí donde ve que  se está  hundiendo un  mundo, realmente se está  reorganizando el orden mundial, se están renegociando las reglas así como las estructuras del poder y de la autoridad en la era  global (Beck  2002).

Es  precisamente la  retórica apocalíptica, o discusión sobre el riesgo global, la que  abre unos escenarios nuevos e interconectados de forma transnacional para la opinión pública, los movimientos sociales, las ciencias, las redes terroristas, los Estados en vía de desintegración, las nuevas y antiguas  guerras, etc. Aquí  es  precisamente donde tienen lugar las batallas retórico-legitimatorias y militares sobre quién tiene que  asumir las repercusiones negativas de los riesgos globales y cómo, de esta forma, se pueden repartir y regular actualmente las normas y los recursos del orden mundial futuro.

Las ambivalencias de la individualización

Se puede entender también claramente hasta qué punto la crítica de la cultura convencional se enreda en sí misma a causa de la linealidad de su pensamiento, si  explicamos la distinción entre el principio básico y la institución básica con el ejemplo de la autonomía del individuo y el individualismo institucionalizado. En el mundo occidental, y más allá de él, quizás no exista otro deseo más extendido que el de tener una vida  autónoma e independiente.

El discurso del  principio “básico”, en este caso el de la “autonomía del  individuo”, presupone que  el principio está arraigado profundamente en  la  conciencia de  las  personas. En este  sentido, la idea  de una “vida autónoma” es realmente una invención de  la  modernidad. Este concepto tuvo que disociarse del  concepto opuesto y afianzarse, paso a paso, a través de la historia, ya que en el ámbito de la sociedad cerrada el individuo seguía siendo un  referente genérico, es decir, la unidad más  pequeña de un  todo imaginario. Sólo la apertura de la sociedad, la complejización y la evidencia de la contradicción de sus  lógicas de funcionamiento abren espacio, y dan sentido social al alto aprecio del  individuo. Durante mucho tiempo, a lo largo de  la historia, el comportamiento individual se ha equiparado a un  comportamiento anormal o incluso “idiota”.
 

Son  muy  elocuentes algunos estudios de historia contemporánea –entre otros, por  ejemplo, de  Ulrich Herbert–, para aclarar de forma más precisa las relaciones entre los principios básicos y las instituciones básicas de la individualización en las sociedades occidentales actuales En estos  análisis de historia contemporánea se demuestra de forma detallada que, como muy tarde desde los  años ochenta del siglo XX, los ideales morales no sólo en Alemania, sino también en otros países europeos, han cambiado drásticamente. Como claro ejemplo de ello podemos mencionar el caso  de la homosexualidad, que todavía en los años sesenta era  considerada en Alemania un  hecho delictivo tipificado en el Código Penal y, desde finales de  los  años sesenta hasta mediados de los años noventa, ha  sido  descriminalizada de forma progresiva, con  una evolución parecida en países como Austria, Francia, Países Bajos, Gran Bretaña, España etc. Lo sorprendente de este  caso  es que, precisamente lo que anteriormente se había institucionalizado legalmente como base “natural” y “antropológica” de la ley moral, se transfiere ahora al criterio de los individuos. En el transcurso de aproximadamente  quince años se ha  producido simultáneamente este  cambio de mentalidad en  casi todas las  sociedades de  Europa occidental. Esto se puede demostrar mediante el ejemplo de la homosexualidad, pero también  en  cambios similares del Derecho Civil, del Derecho de Familia o del Derecho Matrimonial, en el sentido de que el principio básico de la autonomía individual, que  inicialmente sólo afecta al  hombre, se  generaliza pocoa poco mediante un cambio sucesivo de los fundamentos de las instituciones  básicas del Derecho Penal, del Derecho de Familia etc. Y no  sólo  para algunos grupos, sino para todos los grupos en el lapso de tiempo de sólo una generación. Un cambio de fundamentos tan completo sobre insttuciones básicas, y además en un lapso de tiempo tan breve, no tiene precedentes en la historia.
 
Este  cambio tan  drástico sólo  se puede comprender con el trasfondo de  un “periodo de  incubación” a principios del siglo  XX, cuando la modernidad alcanzó un  nuevo apogeo y, de repente, se inició la emergencia de formas experimentales de vida y de arte, que se acogieron por  una parte con  miedo y, por  otra parte, con  entusiasmo. “Se trata del sentido de las formas, que se convertirá en  la  gran trascendencia de  la nueva época, o la unión de  la segunda era”, según Gottfried Benn, quien caracteriza este expresionismo de la siguiente manera: “el primer sentido fue creado por Dios a su imagen, el segundo fue creado por  el hombre según sus patrones, acabándose con el interregno del nihilismo. En el primero dominaban la causalidad, el pecado original, los  lamentos por  la evolución, el psicoanálisis, el resentimiento y la reacción, mientras que en el nuevo prevalecen los principios plásticos y las construcciones dentro de los horizontes concretos”. (Benn).

Cambios en el Derecho  de Familia en Alemania

Código Civil (en vigor desde el 1 de enero de 1900). Ley de regulación del matrimonio (en  vigor  desde el 1 de julio  de 1977)

Art. 1.354  “El  marido tiene derecho a decidir sobre todos los  asuntos relacionados con  la vida en común de los cónyuges; él decidirá, ante todo, el lugar de residencia y la vivienda.”. Derogado.

Art. 1.355 “La  mujer adoptará el  apellido del marido.” “Los cónyuges […] podrán adoptar, como apellido de familia, el  apellido del  hombre o el apellido de la mujer.”

Art. 1.356 “La mujer […] tiene derecho, y estará obligada, a dirigir el hogar común”. “Los   cónyuges  gestionarán, de común acuerdo, el presupuesto familiar.”

Después de la II Guerra Mundial, primero se produjo una vuelta hacia atrás, ya que las certidumbres morales de fin del  siglo  se reactivaron y dominaron las  interpretaciones de un  mundo feliz. Sólo tras el “milagro económico”, tras la experiencia de estabilidad social que  se extendió en los años sesenta del siglo pasado, y después del “orden en  paz” de la Guerra Fría se abrió el espacio para nuevas olas de individualización, que luego afianzaron su eficacia social con la expansión  de la educación y sus consecuencias.

Los nuevos movimientos sociales que  ahora se están desarrollando –desde el  movimiento pacifista y feminista hasta el movimiento ecológico, de los homosexuales, y del multiculturalismo– son la expresión de un  individualismo político, ya que se desmarcan de las leyes existentes, de las pertenencias a grupos o referentes comunes de motivación aparentemente antropológica y, con ello, también se apartan de las expectativas normativas respectivas, por lo que hacen entrar en contradicción obligaciones sociales y vínculos preestablecidos.

Si esta  interpretación es correcta, esto quiere decir que históricamente el pesimismo cultural es invalidado. En "Los hijos de la libertad“ (Beck  1997) se muestra una individualización que no amenaza la democracia, como algunos creen, sino al contrario, es decir, que hace posible la democracia y la llena de vida, pues es la expresión de una individualidad concebida de forma altruista y socialmente consciente.

Perspectiva: Dilemas

La distinción entre principios básicos e instituciones básicas de la modernidad abre la perspectiva de diferentes dialécticas de  la  modernidad:  ambivalencias de  la  segunda modernidad (y no de la posmodernidad), pero también ambivalencias de la antimodernidad.

Ambivalencias de la segunda modernidad.

Las victorias de los principios básicos producen “crisis” de  las  instituciones básicas, donde el término “crisis” es correcto e incorrecto al mismo tiempo. Es correcto hablar de “crisis” cuando se recalca la desintegración de las evidencias naturales de la primera modernidad del Estado-Nación y, con ello, se produce la experiencia de la inseguridad. De la misma manera, hablar de “crisis” es correcto, ya que  implica la amenaza de nuevas desigualdades, aparte de que la desorientación reinante y la inseguridad propician la antimodernidad. Per  también es incorrecto hablar de “crisis”, ya que es la segunda modernidad, y no la posmodernidad, la que ha anulado o transformado drásticamente las bases institucionales de la modernidad del  Estado-Nación. Así sucede con todos los “fenómenos de crisis” con los que se enfrentan los países de Occidente: reformas del Estado del bienestar, descenso de la natalidad, sociedades envejecidas, difuminación de las sociedades nacionales, paro masivo, las  dudas propias de  la ciencia y de la racionalidad de los expertos, la globalización de la economía, las olas de individualización que cuestionan la base del matrimonio, de la familia y de la política y, finalmente, la crisis ecológica que obliga a revisar el concepto de naturaleza y el de la sociedad industrial basados en la explotación, por lo quese pueden entender mediante la distinción como transformación de las instituciones básicas, ya que los principios básicos de la modernidad misma se imponen cada vez más.

La dialéctica de la segunda modernidad es, por  tanto, una “crisis" y una “no crisis” al mismo tiempo, hecho que  se puede sintetizar en la siguiente fórmula: la continuidad de los principios básicos (su difuminación y su devenir reflexivo) conduce a la discontinuidad de las instituciones básicas.

Este terremoto cultural ha encontrado su viva expresión  en las composiciones melancólicas de los poetas y de los músicos, en el descontento permanente de individuos egoístas y de la sociedad egocentrista, en numerosos intentos diligentes de encontrar algún Dios que sea capaz todavía de ofrecerle a uno su protección y, no en último lugar, en el “sufrimiento de la modernidad”que se surte de “diagnósticos apocalípticos“ sobre la familia, la nación, la democracia etc., y culturalmente con  un  tono crítico. Strindberg, Kierkegaard, Nietzsche, Ibsen y Benn sólo  anticiparon de forma literaria lo que, hoy en día, está ocurriendo en todas partes de  forma profana y democratizada, como fenómeno de masas que está detrás de las fachadas desnudas de la normalidad. La base realista del  diagnóstico de  crisis está,  sin embargo, en que  en la época de la sociedad del riesgo global no hay concordancia entre más seguridad y más libertad. Esta orientación crítica de la cultura parece pasada de moda e inmóvil, porque resulta ciega  frente al aumento de sentido común, de  posibilidades de  acción también del  individuo, pero, sobre todo, porque resulta ciega  frente a lo que  real- mente significa una amenaza.

Ambivalencias de la anti-modernidad.

Lo que produce un choque antropológico a los miembros de la sociedad del riesgo global ya no es la vida vagabunda y metafísica de un Beckett, de un Godot que no quiere aparecer, o la visión del horror al control de un Foucault, ni tampoco el despotismo mudo de  la racionalidad que asustaba a Max Weber. De forma parecida al viejo comunismo, la vieja posmodernidad ya no conlleva tampoco nada poderosamente amenazante que podría quitarles el sueño a los europeos.
 
Lo que les da miedo a los contemporáneos es la idea  de que la seguridad antropológica de la modernidad es como arenas movedizas. Son la tentación y el horror de  la anti-modernidad; el miedo paralizador a que  la trama de nuestras dependencias materiales y obligaciones morales se pudiera romper, y pudiera colapsar el enormemente sensible sistema de funcionamiento de la sociedad del riesgo global.

De esta  manera todo está  al  revés: lo que para Weber, Adorno y Foucault era  un  cuadro de horror (la  racionalidad controladora y perfeccionada del mundo administrado) aparec  como una promesa para los habitantes de las sociedades actuales. Estaría bien  si la racionalidad de control controlara; estaría bien, si solamente el consumo y el humanismo siguieran aterrorizándonos;  estaría bien, si  la  ausencia de fallos  en los sistemas se pudiera restablecer mediante llamadas a la “autopoesis”, o mediante “reformas federalistas del Estado-Nación” e “iniciativas de innovación tecnológica”. Estaría bien si las fórmulas litúrgicas de “más  economía de mercado”, “más  tecnología”, “más  crecimiento”, “más  flexibilidad”  pudieran elevar más el ánimo de los inquietos.

Madrid, abril 2007