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Laudatio Francisco Ayala García-DuarteDoctor Honoris Causa por la UNED 1997 | ||
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Francisco Ayala nace, cuando iba algo más que mediada la primera década del siglo, en Granada, de donde son sus primeros recuerdos: un carmen, un jardín, una tapia. Allí, en una casa que disponía de una excelente biblioteca, como las de tantas familias de clase media española, que una sociología más bien olvidadiza de nuestra historia ha dado por inexistente antes de la guerra civil, leyó con avidez insaciable a clásicos, románticos y realistas: La Celestina, El lazarillo, El Quijote,La Regenta, los Episodios nacionales. Rebosante de lecturas, y porque las cosas no iban del todo bien en Granada, Ayala viene con su familia a Madrid y, además de seguir la carrera de derecho en su universidad, devora en la Biblioteca Nacional a los autores españoles que aún no habían entrado en su casa granadina: Juan Ramón, los Machado, Unamuno, Baroja, Azorín, Pérez de Ayala, Ortega, Gómez de la Serna. Pertenece, pues, a la última generación de españoles que se hartó de leer a los clásicos, que recorrió el siglo XIX de la mano de románticos y realistas y que añadió a ese tesoro las piedras preciosas que iban dejando caer los coetáneos (1) Un paraíso, lo ha llamado Ayala en sus recuerdos. Y eso era, como un paraíso, vivir en aquel Madrid que por entonces soñaba con elevarse al rango de gran capital. No lo era, ni mucho menos. Con poco más de 700.000 habitantes, Madrid presumía, al comenzar los años veinte, de ciudad bulliciosa, llena de trajín y de los ruidos procedentes todavía del gran poblachón manchego que no acertaba a dejar de ser. Pero en aquella ciudad en trance de profunda transformación se produjo de pronto una extraordinaria densidad de cultura.Tres generaciones sucesivas coincidiendo en una urbe de dimensiones familiares como el Madrid del primer tercio de siglo protagonizaron un movimiento intelectual que todavía sorprende hoy por su creatividad, la diversidad de sus campos y la riqueza de sus producciones. En los años diez y veinte, Madrid se llenó de científicos, médicos, investigadores, arquitectos, ingenieros, filósofos, novelistas, poetas, músicos y hasta pintores (que, sin embargo, preferían tomar el camino de París). No era, desde luego, la primera vez que Madrid se constituía en centro de atracción de profesionales, pero la magnitud del proceso desbordó todas las dimensiones del siglo anterior, de tal modo que en cualquiera de estas profesiones y artes se inició como una edad de plata, una segunda edad de oro en la que descollaron, además de los filósofos y literatos a los que siempre andamos dando vueltas y que han llegadoa crear una falsa imagen de lo que fueron aque llos años, figuras como Ramón y Cajal, Cabrera, Del Río, Hortega, Catalán, Zuazo, Rey Pastor, Torreja, Torres-Quevedo, Terradas, Marafñón o Pittaluga. Sólo cuando se leen los nombres que acompañaron y dialogaron con Einstein en su visita de 1923, que recibieron a Le Corbusier pocos afños después, que pronunciaban conferencias cada día en una decena de instituciones, puede medirse la vitalidad de la capital en los años veinte y, por contraste, la magnitud de la catástrofe que se abatió sobre ella en los cuarenta. Moreno Villa lo recordaba desde el exilio evocando una mañana cualquiera de aquel Madrid: "Que Madrid hierve, que mis amigos quieren superarse. Todos, todo un enjambre. Hay un rumor renacentista que los mantiene en vilo.¡Qué maravilla! Durante 20 años he sentido ese ritmo emulatorio y he dicho: así vale la pena vivir"(2). | ||
Porque era en verdad un enjambre a lo que Ayala se incorpora poco después de su llegada a Madrid. Con salir a la calle, entrar en un café o subir a la redacción de un periódico podía tropezar el recién llegado con un literato del 98, un científico del 14 o un poeta que aún ignoraba su identidad como del 27. En su nueva clase intelectual y profesional, Madrid había dejado de ser una sociedad de ociosos, pero no de habladores: en un reducido espacio de la urbe se reunían cada tarde tertulias -esa "forma peculiar de sociabilidad, abierta y fluida, que no requiere formalidad especial", como escribe Ayala-, en torno a Gómez de la Serna, Valle-Inclán, Ortega; se convocaban cada día, cada semana, decenas de conferencias y mítines a los que asistían verdaderas multitudes; se organizaban banquetes, homenajes, recepciones con listas de adheridos entre los que se podían encontrar médicos e ingenieros, filósofos y pintores. Las redacciones de los periódicos bullían de actividad: en Madrid se llegaron a publicar hasta 20 diarios, de Abe a El Socialista, del Heraldo a El Sol. Nacen revistas culturales que rompen con la generación todavía vigente: Plural, última revista del ultraísmo que abrió Madrid a las corrientes europeas del futurismo y el creacionismo; Revista de Occidente, que con la Gaceta Literaria recogerá e impulsará el movimiento de vanguardia. Proliferan las instituciones y sociedades que ofrecen cursos, debates y conferencias: la Academia de Jurisprudencia, donde se discuten las ponencias presentadas por algún joven jurista invitado a afilar allí sus primeras armas, el Ateneo, más político, pero que no renuncia a sus cursos sobre cuestiones técnicas; la Residencia de Estudiantes, que tanto gusta de invitar a personalidades extranjeras, desde Einstein, en 1923, a Keynes, en 1930. Este es el "orbe del saber en fermentación y decurso", esta es la ciudad, estas son sus instituciones y sus tertulias, por ese enjambre se mueve Ayala cuando apenas acaba de cumplir 20 años: entra en La Granja El Henar, va a Pombo, frecuenta Revista y la redacción de El Sol. Como tantos lectores ávidos, será pronto un escritor precoz, pero, a diferencia de la mayoría, sus cuartillas valen para algo más que para ir a la papelera o dormir celosamente custodiadas en el cajón del escritorio. Con lo que hoy reputaríamos singular osadía para un chico de su edad, encuentra el modo de llegar a la imprenta y ver, cuando aún no ha cumplido los 20 años, su primera novela publicada: Tragicomedia de un hombre sin espçiritu es de 1925. Madrid era una ciudad, más que abierta, incitante, en la que a mediados de los años veinte se respiraba una atmósfera de optimismo, de entusiasmo literario: pasaban cosas. Quien tuviera algo que decir, aunque fuera un jovencito llegado de provincias, podía estar seguro de encontrar rápidamente un camino hasta el público. Ayala lo encontró enseguida y hasta tuvo tiempo, entre 1925 y 1929, de cambiar su brújula: creyó descubrir en la vanguardia "la actitud idó nea para dar expresión literaria a la época en que estmos viviendo" y demostró, con El boxeador y un ángel, ser un escritor de raza y poseer un "temperamento singular auténtico", como le saludó Antonio Espina desde las páginas de El Sol.
En aquella edad de plata de la literatura, del pensamiento, del arte y de la ciencia apenas existía la sociología (4). Si se exceptúa la cátedra creada por Sales i Ferré y ganada en 1916 por Severino Aznar, con un tribunal en el que se sentaban dos sacerdotes amigos del candidato, no había entonces sociología ni sociólogos en España (5). Los intelectuales que conocieron desde el fin de siglo a Comte y Spencer no evolucionaron hacia la nueva ciencia de la sociedad. En España, lo que dominó el pensamiento social en el fin de siglo fue la conciencia del desastre y la indagación de sus causas en una especie de metarrelato histórico de la decadencia nacional, que culminó en la ecuación metafísica del ser de España como decadencia. En lugar de sociólogos, en lugar de un Spencer, que expresó el proceso social británico en términos de una creciente complejidad regida por una especie de ley de evolución natural; en lugar de un Durkheim, que se aplicó a la reconstrucción en Francia de una comunidad moral pensando la sociedad moderna como resultado de una transición de la solidaridad mecánica a la orgánica; en lugar de un Weber, que pensó lo social alemán y europeo, ciencia y capitalismo, como una especie de meta de lo que parcela ser una dirección evolutiva de universal alcance y validez, en España la incipiente conciencia nacional quedó, por efecto del desastre del 98, bajo el dominio de literatos y filósofos que propusieron peregrinar hacia dentro, bucear en la intrahistoria para dar con la esencia del ser español. Constituyeron como problema central de su reflexión no un hecho social al modo durkheiminiano, sino un concepto y hasta una metafísica, a la que rodearon de una mística: España o el ser de España. Las consecuencias fueron devastadoras para nuestra visión de la historia, pues las máximas figuras del Centro de Estudios Históricos, que por lo demás eran plenamente modernas en su utillaje instrumental, se dejaron atrapar por ese esencialismo y pretendieron definir de una vez por todas el ser de España para explicar luego la decadencia y las tragedias sin cuento que habían devastado el solar patrio por una especie de constitución ontológica de España y del ser español, que una vez encontrado en algún recóndito lugar de la antigüedad o de la edad media permaneció intacto hasta sus mismos días, sin que el tiempo ni las corrientes externas le afectararán mayormente. Si la constitución del ser de España como problema central de nuestra reflexión social encerró a los historiadores en una tan rica como estéril querella sobre el origen y el ser de los españoles, para la sociología fue todavía más nefasta porque sencillamente la asfixió in nuce. Alguien como Ortega poseía suficiente potencia intelectual para haber sido un Weber español, pero el dolor de España que recibió en herencia de sus mayores le nubló los ojos y, aunque vio mucho cuando exigió mirar a Europa y cuando puso, como ha señalado Ayala, "mayor rigor en el análisis", perdió de vista lo principal porque la gran pregunta que le angustió desde su juventud y le persiguió en la madurez cerraba las posibilidades de respuesta. Su desesperado, y un tanto impostado, clamor para "concentrar en el Quijote la magna pregunta: Dios mío, ¿qué es Espafia?'' (6), podría dar razón, por sí solo, del atraso y extravio sufrido por la sociología entre nosotros. Pues si la sociología, como vio agudamente Ayala desde muy pronto, es un producto cultural nacido y crecido con la nación y con las clases sociales, era obligado que dando a la nación por inexistente y preguntándose angustiosamente por su ser, la respuesta, todo lo emocionante que se quiera, no podía alumbrar un conocimiento sociológico, sino más bien una lucubración metafísica sobre el ser nacional que sería preciso buscar en la profundidad insondable del Quijote.
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Pues sí hubiera que señalar a uno que consiguió liquidar a partir de un planteamiento estrictamente político y sociológico la vieja pregunta mística y esencialista y el cúmulo de respuestas ahistóricas que tal pregunta exigía, ése es Francisco Ayala. Para conseguirlo habría de atravesar sin embargo no ya el dolor metafísico que tanto atormentó a las mejores cabezas de la generación precedente, sino el dolor físico de ver a su patria en ruinas y su paraíso convertido en un infierno nada metafórico. Aquel hombre que para 1936 había llegado a lo que Ortega tenía por la mitad del camino de su vida, aunque afortunadamente no alcanzara en su caso ni siquiera un tercio, era un intelectual dotado de una insólita coherencia. Nunca hombre de partido, nunca próximo al poder, Ayala se inscribió en Izquierda Republicana y mantuvo sin alharacas su fidelidad a la República, a la que sirvió, junto a Luis Jiménez de Asúa, desde la embajada española en Praga. Allí pudo percibir la dimensión internacional de la guerra que desgarraba a España y la indiferencia de las grandes potencias hacia esa excéntrica nación. El problema de España se la habría de representar entonces de forma mucho más acuciante y nada filosófica: la misma guerra demostraba que España ocupaba una situación marginal en el conjunto de la cultura moderna. Ese descubrimiento es la nueva luz a la que verá Ayala "el problema que desde la contrarreforma hubo de amargar a tantos españoles".
Pues, en efecto, el fondo de esos relatos es la guerra civil y, aun por debajo de ella y sin nombrarlo, el problema español. Sólo que, como él mismó escribe, Ayala toma la guerra al sesgo, superando lo anecdótico, suprimiendo referencias inmediatas, sin contarnos ninguna hazaña bélica, sino alcanzando el corazón mismo del misterio del poder y de la muerte. Ayala no ha querido repetir ningún episodio nacional; jamás ha pretendido convertir la guerra en un relato mitológico ni ha encontrado en ella ningún motivo de celebración o festejo: la guerra no es nada, sino silencio, nos dice; la guerra son los muertos infinitos. Ayala la ha desnudado por completo de retóricas heroicas; ha mostrado la vacuidad de las palabras, el horror que habita detrás de los grandes ideales, la usurpación en que todo poder consiste. Ésa es su mirada oblicua sobre la guerra, pero esa misma perspectiva es la que le ha permitido llegar desde muy pronto, desde el día siguiente de su final, al corazón del misterio: en su estremecedor diálogo de los muertos, que recuerda en algún momento un célebre discurso de Azaña en el que la tierra común que acoge los cuerpos de los que se han matado en combate aparece como última razón de fraternidad, Ayala ha dado con la llave que le permitirá abrir después todas esas puertas hacia las profundidades del enfrentamiento: nos une la tierra, dice un muerto a otro; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino. La guerra es así el sustrato de la gran invención literaria de Ayala. Será también la razón de su sociología. No porque su Tratado hable de ella o intente encontrar positivamente sus causas, las variables que la determinan o la expliquen, ni porque la aborde al modo del historiador, indagando en el proceso que conduce a ella o investigando los detalles de su desarrollo. De la misma manera que en su invención literaria la guerra aparece de forma oblicua, al sesgo, en su obra científica, al elaborar un teoría de la sociología como un producto humano, como una creación de cultura, Ayala echa las bases que le permitirán plantear luego, o simultáneamente, el problema español a una nueva luz, como un producto cultural y dotado, por tanto, de historicidad. Ésta es su originalísima contribución a romper el espejo en que se miraba, para su desconsuelo, la anterior generación intelectual, por ver si encontraba el ser nacional. Con Ayala, el problema español deja de ser una cuestión metafísica para convertirse en una cuestión histórica y sociológica.
Estos presupuestos conceptuales permiten a Ayala situarse en un plano radicalmente distinto al de la generación del 98, cuando decide enfrentarse, como cada cual, con el problema español. En resumidas cuentas, mientras la famosa generación y los insignes historiadores que compartieron su mirada andaban desesperados a la del ser de España, Ayala sólo pretendía indagar en las de un hecho social, de producto histórico que define como excentricidad de la cultura española respecto a la europea occidental a partir de la contrarreforma. No es del caso analizar ahora la respuesta Ayala y su identificación del problema español como "cultura al margen" (ll); lo que interesa es destacar la diferente definición del problema mismo, que deja de ser una cuestión metahistórica, el ser de España -o, en su versión más prosaica, una cuestión psicológica: el carácter de los españoles- para limitarse a la definición de una creación cultural, dotada también de historicidad y formulada por cada nueva generación como resultado de una exigencia para situarse ella misma en su particular momento histórico. Con Ayala -y casi al mismo tiempo, como ha recordado recientemente José Alvarez Junco, con José Antonio Maravall, Julio Caro Baroja y Jaume Vicens Vives- (12) se liquida no tanto el problema español cuanto la mirada en que ese problema adquirió su primer sentido y obtuvo su primera respuesta. Lógicamente, una vez rota la mirada, el problema creado por ella dejó de ser el mismo como diferente habria de ser la solución teórica.
Liberal y humanista, Francisco Ayala nos devuelve cumplidamente lo mejor de nuestra historia, aquellas décadas de esplendor en las que valía la pena vivir. Más que honrarle con el doctorado honoris causa, que la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología solicita para él, lo que otorga sentido a este acto es la celebración de una presencia que nos llena de tantos recuerdos, que nos rescata de tantos olvidos. La generación de españoles nacida cuando Ayala y miles como él se vieron forzados a tomar el camino del exilio creció en medio de aquel ''silencio húmedo", bajo el que los muertos entablaron ''su soterrado diálogo". No había nada por ninguna parte, escribió Ayala en 1939, nada, sino silencio. "No había nada, nada sobre la tierra y, bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión". Cuando nosotros, de jóvenes, mirábamos hacia atrás sólo veíamos un gran hueco en nuestra reciente historia: los usurpadores nos incitaban a saltar hasta los Reyes Católicos y desechar todo lo demás, como desperdicio y basura liberal y extranjera. Así crecimos, cortados de nuestra historia. Luego, a trancas y barrancas, comenzamos a descubrir que venimos de un pasado no tan deleznable; que antes de la catástrofe que fue la guerra civil valía la pena vivir en aquel enjambre de liberales y humanistas, entre los que muy pronto encontró un sitio propio y una voz personal Francisco Ayala. Tenerlo hoy entre nosotros nos devuelve parte de aquella historia, nos entronca a nuestras raíces y nos permite recordar que si hoy nos enfrentamos con mirada menos metafísicamente dolorida a nuestro pasado se debe, en primer lugar, a que en él habitaban gentes como nuestro querido ancestro Francisco Ayala. Madrid, abril 1997 | ||
(1) Todo esto procede de Francisco Ayala, Recuerdos y Olvidos, Madrid, Alianza, 1988. (2) José Moreno Villa, Vida en claro, México, Fondo de Cultura Económica, 1976, págs. 140-141. (3) Enrique Gómcz Arbolcya, "Sociología en España" (1958), reproducido en Sociología Española en los años setenta, Madrid, Confederación Española de Cajas de Ahorro, 1971, pág.184. (4 ) Como ha escrito el mismo Gómcz Arboleya, l., pág.186. (6) José Ortega y Gasset, Meditacio nes del Quijote [1914}. Obras Comple tas, Madrid, Alianza, 1983, vol. l, pág. 360. (7) Francisco Ayala, "Prólogo en 1962" a Razón del Mundo, recogido en Hoy ya es ayer, Madrid, Moneda y Crédito, 1972, pág. 244. (9) Francisco Ayala, "Presentación" [1934], en Carl Schmitt, Teor/a de 14 Constitución, Madrid, Alianza, 1982, pág. 18. (10) Todo esto procede de su Tmta do de Sociologla, Espasa Calpe, Madrid, 1984 [primera ed, I947]. (11) En RazJn dr:l Mundo, ed. cit.pág. 345. (12) José Alvarez Junco, "El falso problema español", El País, 21 de diciembre de 1996 (13) Manuel Azafia, "¡Todavía el98 !", España, 20 de octubre de 1923 | ||