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Laudatio Fran­cisco Ayala García-Duarte

Doctor Honoris Causa por la UNED 1997
Santos M. Juliá Díaz. Catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la UNED

Cuando la Junta de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología decidió por unanimidad proponer a la Junta de Gobierno de nuestra Universidad la concesión del doctorado honoris causa a don Francisco Ayala pretendía hon­rar, desde luego, la persona y la obra de uno de los mayores humanistas españoles del siglo XX, eminente en el cultivo de las ciencias sociales y tan dis­tinguido en el campo de lo que él gusta llamar invención li­teraria. Pero latía además en la propuesta de la junta otra intención: honrando a Ayala, esta joven facultad y todos los que en ella trabajamos nos enrai­zamos en nuestra propia historia, nos en­contramos a nosotros mismos en los primeros pasos que las ciencias sociales dieron en Espafia, dialogamos con nuestros orígenes.


Francisco Ayala nace, cuan­do iba algo más que mediada la primera década del siglo, en Granada, de donde son sus primeros recuer­dos: un carmen, un jardín, una tapia. Allí, en una casa que disponía de una excelente bi­blioteca, como las de tantas familias de clase media española, que una sociología más bien olvidadiza de nuestra historia ha dado por inexistente antes de la guerra civil, leyó con avidez insaciable a clásicos, románticos y realistas: La Ce­lestina, El lazarillo, El Quijote,La Regenta, los Episodios nacio­nales. Rebosante de lecturas, y porque las cosas no iban del todo bien en Granada, Ayala viene con su familia a Madrid y, además de seguir  la carrera de derecho en su universidad, devora en la Biblioteca Nacional a los autores españoles que aún no habían entrado en su casa granadina: Juan  Ramón, los Machado, Unamuno, Baro­ja, Azorín, Pérez de Ayala, Or­tega, Gómez de la Serna. Pertenece, pues, a la última genera­ción de españoles que se hartó de leer a los clásicos, que reco­rrió el siglo XIX de la mano de románticos y realistas y que añadió a ese tesoro las piedras preciosas que iban dejando caer los coetáneos (1)

Un  paraíso, lo ha llamado Ayala en sus recuerdos. Y eso era, como un  paraíso, vivir en aquel Madrid que por entonces soñaba con elevarse al rango de gran capital. No lo era, ni mucho menos. Con poco más de 700.000 habitantes, Madrid presumía, al comenzar los años veinte, de ciudad bulliciosa, llena de trajín y de los ruidos procedentes todavía del gran poblachón manchego que no acertaba a dejar de ser. Pero en aquella ciudad en trance de profunda transformación se produjo de pronto  una extraordinaria densidad de cultura.Tres generaciones sucesivas coincidiendo en una urbe de dimensiones familiares como el Madrid del primer tercio de siglo protagonizaron un mo­vimiento intelectual que todavía sorprende hoy por su creativi­dad, la diversidad de sus cam­pos y la riqueza de sus produc­ciones. En los años diez y vein­te, Madrid se llenó de científicos, médicos, investigadores, arqui­tectos, ingenieros, filósofos, novelistas, poetas, músicos y hasta pintores (que, sin embar­go,  preferían  tomar el camino de París). No era, desde luego, la primera vez que Madrid se constituía en centro de atrac­ción de profesionales, pero la magnitud del proceso des­bordó todas las dimensiones del siglo anterior, de tal modo que en cualquiera de estas profesiones y artes se inició como una edad de plata, una segunda edad de oro en la que descollaron, además de los filósofos y literatos a los que siempre andamos dando vueltas y que han llegadoa crear una falsa imagen de lo que  fueron aque­ llos años, figuras como Ramón y Cajal, Cabre­ra, Del Río, Hortega, Catalán, Zuazo, Rey Pastor, Torreja, Torres-Quevedo, Terradas, Ma­rafñón o  Pittaluga. Sólo cuando se leen los nombres que acompañaron y dialogaron con Einstein en su visita de 1923, que recibieron a Le Corbusier pocos afños después, que pronunciaban conferencias cada día en una decena de ins­tituciones, puede medirse la vi­talidad de la capital en los años veinte y, por contraste, la mag­nitud de la catástrofe que se abatió sobre ella en los cuaren­ta. Moreno Villa lo recordaba desde el exilio evocando una mañana cualquiera de aquel Madrid: "Que Madrid hierve, que mis amigos quieren supe­rarse. Todos, todo un enjam­bre. Hay un rumor renacentis­ta que los mantiene en vilo.¡Qué maravilla! Durante 20 años he sentido ese ritmo emu­latorio y he dicho: así vale la pena vivir"(2).

Porque era en verdad un en­jambre a lo que Ayala se incor­pora poco después de su llega­da a Madrid. Con salir a la calle, entrar en un café o subir a la redacción de un periódico podía tropezar el recién llegado con un literato del 98, un cien­tífico del 14 o un poeta que aún ignoraba su identidad como del 27. En su nueva clase intelectual y profesional, Ma­drid había dejado de ser una sociedad de ociosos, pero no de habladores: en un reducido espacio de la urbe se reunían cada tarde tertulias -esa "forma peculiar de sociabilidad, abier­ta y fluida, que no requiere for­malidad especial", como escri­be Ayala-, en torno a Gómez de la Serna, Valle-Inclán, Orte­ga; se convocaban cada día, cada semana, decenas de con­ferencias y mítines a los que asistían verdaderas multitudes; se organizaban banquetes, ho­menajes, recepciones con listas de adheridos entre  los que se podían encontrar médicos e in­genieros, filósofos y pintores. Las redacciones de los periódi­cos bullían de actividad: en Madrid  se llegaron a publicar hasta 20 diarios, de Abe a El Socialista, del Heraldo a El Sol. Nacen revistas culturales que rompen con la generación to­davía  vigente: Plural, última revista del ultraísmo que abrió Madrid a las corrientes europeas del futurismo y el creacionis­mo; Revista de Occidente, que con la Gaceta Literaria recogerá e impulsará el movimiento de vanguardia. Proliferan las insti­tuciones y sociedades que ofre­cen cursos, debates y conferen­cias: la Academia de Jurispru­dencia, donde se discuten las ponencias presentadas por algún joven jurista invitado a afilar allí sus primeras armas, el Ateneo, más político, pero que no renuncia a sus cursos sobre cuestiones técnicas; la Residen­cia de Estudiantes, que tanto gusta de invitar a personalida­des extranjeras, desde Einstein, en 1923, a Keynes, en 1930.

Este es el "orbe del saber en fermentación y decurso", esta es la ciudad, estas son sus insti­tuciones y sus tertulias, por ese enjambre se mueve Ayala cuando apenas acaba de cum­plir 20 años: entra en La Gran­ja El Henar, va a Pombo, fre­cuenta Revista y la redacción de El Sol. Como tantos lectores ávidos, será pronto un escritor precoz, pero, a diferencia de la mayoría, sus cuartillas valen para algo más que para ir a la papelera o dormir celosamente custodiadas en el cajón del es­critorio. Con lo que hoy repu­taríamos singular osadía para un chico de su edad, encuentra el modo de llegar a la imprenta y ver, cuando aún no ha cum­plido los 20 años, su primera novela publicada: Tragicomedia de un hombre sin espçiritu es de 1925. Madrid era una ciudad, más que abierta, incitante, en la que a mediados de los años veinte se respiraba una atmós­fera de optimismo, de entusias­mo literario: pasaban cosas. Quien tuviera algo que decir, aunque fuera un jovencito lle­gado de provincias, podía estar seguro de encontrar rápida­mente un camino hasta el pú­blico. Ayala lo encontró ense­guida y hasta tuvo tiempo, entre 1925  y 1929, de cambiar su  brújula: creyó descubrir en la vanguardia  "la  actitud idó nea para dar expresión literaria a la época en que estmos vi­viendo" y demostró, con El boxeador y un ángel, ser un escri­tor de raza y poseer un "tempe­ramento singular auténtico", como  le saludó Antonio Espi­na desde las páginas de El Sol.


En 1930 Ayala se había ganado una merecida reputación como escritor y había terminado sus estudios de derecho en la Universidad Central; colaboraba en Revista de Occidente y escribía editoriales para El Sol. Lo más apropiado habría sido que aceptara algún empleo o se presentara a alguna oposición que le permitiera, ganado el puesto, seguir el curso de los honores de un escritor seguro de su estilo e integrado en el cogollo de la producción cultu­ral madrileña. Pero precisa­mente en este momento Ayala cumple una exigencia de aque­lla generación lectora de clási­cos y escritora de vanguardia que, como la de sus inmediatos mayores, pretendía  "incorporar a España, mediante la ciencia, a la vida universal". Feliz y se­guro en su paraíso, Ayala deci­de salir: no a Francia ni a In­glaterra, sino a Alemania, que, como ha recordado Gómez Ar­boleya, era donde se había lo­grado "la máxima tecnificación y formalización del saber uni­versitario'' (3). Alemania fue para aquellos jóvenes posgraduados como un ''rito de iniciación" que Ayala cumplió sin excesivo entusiasmo y dejando, quizá inconscientemente, en su es­pléndido y último relato vanguardista,  Erika ante el invier­no, el presagio de las tormentas que comenzaban a cernirse sobre Europa.


Pasado el rito, Ayala impri­me a su vida  un giro que le apartará durante años de la crea­ción literaria. A los pocos meses de su regreso de Berlín se pro­clama  en  España la República y, aunque siente  cierta  repug­nancia a hacer alarde de sus convicciones, no le queda más remedio que prenderse tam­bién el14 de abril una "cintita con los colores que habían de ser los de la nueva bandera  na­cional''. Sobre todo, quiere si­tuarse desde una posición inte­lectual propia en la nueva si­tuación y trabaja en  la cátedra de Adolfo Posada; gana dos oposiciones en tres años: letra­do del Congreso y catedrático de Derecho  Político; publica su primer estudio jurídico-político: El derecho social en la Cons­titución de la República Españo­la, y traduce y presenta al pú­blico español, en un lenguaje que conserva hoy toda su vi­gencia, Teoria de la Constitu­ción, de Carl Schmitr. Parece definitivamente orientado hacia la ciencia política, pero su cercanía a Posada le lleva a descubrir la sociología,  la pa­riente  pobre de la extraordina­ria eclosión cultural del primer tercio de siglo.

En aquella edad de plata de la literatura, del pensamiento, del arte y de la ciencia apenas existía la sociología (4).  Si se ex­ceptúa la cátedra creada por Sales i Ferré y ganada en 1916 por Severino Aznar, con un tri­bunal en el que se sentaban dos sacerdotes amigos del can­didato, no había entonces so­ciología ni sociólogos en Espa­ña (5). Los intelectuales que co­nocieron desde el fin de siglo a Comte y Spencer no evolucionaron hacia la nueva ciencia de la sociedad. En España, lo que dominó el pensamiento social en el fin de siglo fue la con­ciencia del desastre y la indaga­ción de sus causas en una espe­cie de metarrelato histórico de la decadencia nacional, que culminó en la ecuación metafí­sica del ser de España como decadencia. En lugar de soció­logos, en lugar de un Spencer, que expresó el proceso social británico en  términos de  una creciente complejidad regida por una especie de ley de evo­lución natural; en lugar de un Durkheim, que se aplicó a la reconstrucción en Francia de una comunidad moral pensan­do la sociedad moderna como resultado de una transición de la solidaridad  mecánica a la or­gánica; en lugar de un Weber, que pensó lo social alemán y europeo, ciencia y capitalismo, como una especie de meta de lo que parcela ser una direc­ción evolutiva de universal al­cance y validez, en España la incipiente conciencia nacional quedó, por efecto del desastre del 98, bajo el dominio de lite­ratos y filósofos que propusie­ron peregrinar hacia dentro, bucear en la intrahistoria  para dar con la esencia del ser espa­ñol. Constituyeron como  pro­blema central de su reflexión no un hecho social al modo durkheiminiano, sino un con­cepto y hasta una metafísica, a la que rodearon de una  mística: España o el ser de España. Las consecuencias fueron de­vastadoras para nuestra visión de la historia, pues las máximas figuras del Centro de Estudios Históricos, que por lo demás eran plenamente modernas en su utillaje instrumental, se de­jaron atrapar por ese esencialis­mo  y pretendieron definir de una vez por todas el ser de Es­paña para explicar luego la de­cadencia y las tragedias sin cuento que habían devastado el solar patrio por una especie de constitución ontológica  de Es­paña y del ser español, que una vez encontrado en algún recón­dito lugar de la antigüedad o de la edad media permaneció intacto hasta sus mismos días, sin que el tiempo ni las co­rrientes externas le afectararán mayormente.

Si la constitución del ser de España como problema central de nuestra reflexión social en­cerró a los historiadores en una tan rica como estéril querella sobre el origen  y el ser de los españoles, para la sociología fue todavía más nefasta porque sencillamente la asfixió in nuce. Alguien como Ortega  poseía suficiente potencia intelectual para haber sido un Weber es­pañol, pero el dolor de España que recibió en herencia de sus mayores le nubló los ojos y, aunque vio mucho cuando exi­gió mirar a Europa  y cuando puso, como ha señalado Ayala, "mayor rigor en el análisis", perdió de vista lo principal porque la gran pregunta que le angustió desde su juventud y le persiguió en la madurez cerraba las posibilidades de respues­ta. Su desesperado, y un tanto impostado, clamor para "con­centrar en el Quijote la magna pregunta: Dios  mío, ¿qué es Espafia?'' (6), podría dar razón, por sí solo, del atraso y extra­vio sufrido por la sociología entre nosotros. Pues si la socio­logía, como vio agudamente Ayala desde muy pronto, es un producto cultural nacido y cre­cido con la nación y con las clases sociales, era obligado que dando a la nación por inexis­tente y preguntándose angus­tiosamente por su ser, la res­puesta, todo lo emocionante que se quiera, no podía alum­brar un conocimiento socioló­gico, sino más bien una lucubración metafísica sobre el ser nacional que sería preciso bus­car en la profundidad insonda­ble del Quijote.


A esas profundidades nos condujo la generación del 98, que Ayala ha definido como "primera generación intelectual española de neta actitud  nacio­nalista" (7). Y no es exageración decir que a este joven granadino, que había venido a Madrid cargado de lecturas de los clási­cos, los modernos y los van­guardistas, que había estudiado derecho y ciencias políticas, que luego aprendió alemán, volvió a España y sacó cátedra universitaria, fue a quien co­rrespondió destrozar esa pre­gunta sobre las esencias para colocar en su lugar una pre­gunta sobre la creación históri­ca que es la nación. En esta tarea no estuvo solo: otros tres colegas de universidad sentían por entonces idéntica comezón antiesencialista: Enrique Gó­mez Arboleya, Luis Recasens Siches y José Medina  Echavarría, a quienes la sociología es­pañola debe mucho  más de lo que un poco ritual y rutinaria­mente se reconoce. Los cuatro fueron llevados a la sociología, según recuerda Ayala, por los cambios operados en la socie­dad y la política española con motivo de la proclamación de la República. Los cuatro  podrí­an reconocer el magisterio de Ortega y hasta dudar de si eran los últimos de la "insensata ca­terva" dolorida por el problema español e infestada por la retó­rica patriotera del casino pro­vinciano, que Ayala afeará an­dando el tiempo a Sánchez Albornoz. Si lo fueron, pronto se sacudieron las cadenas y alguna responsabilidad recae sobre Ayala en tan decisiva empresa.

Pues sí hubiera que señalar a uno que consiguió liquidar a partir de un planteamiento es­trictamente político y socioló­gico la vieja pregunta mística y esencialista y el cúmulo de res­puestas ahistóricas que tal pre­gunta exigía, ése es Francisco Ayala. Para conseguirlo habría de atravesar sin embargo  no ya el dolor metafísico que tanto atormentó a las mejores cabe­zas de la generación  precedente, sino el dolor físico de ver a su patria en ruinas y su paraíso convertido en un infierno nada metafórico. Aquel hombre que para 1936 había llegado a lo que Ortega tenía por la mitad del camino de su vida, aunque afortunadamente no alcanzara en su caso  ni siquiera  un  ter­cio, era un intelectual dotado de una  insólita coherencia. Nunca hombre de  partido, nunca  próximo al poder, Ayala se inscribió en Izquierda Repu­blicana y mantuvo sin alhara­cas su fidelidad a la República, a la que sirvió, junto a Luis Jiménez de Asúa, desde la emba­jada española en Praga. Allí pudo percibir la dimensión  internacional de la guerra que desgarraba a España y la indi­ferencia  de las grandes poten­cias hacia esa excéntrica na­ción. El problema de España se la habría de representar enton­ces de forma  mucho más acu­ciante y nada filosófica: la misma  guerra demostraba que España ocupaba  una situación marginal en el conjunto de la cultura moderna. Ese descubri­miento es la nueva luz a la que verá  Ayala "el problema que desde la contrarreforma hubo de amargar a tantos españoles".


La guerra -ha escrito Gómez Arboleya- fue como una especie de revocación del edicto de Nantes: un éxodo de magnitud colosal de la élite intelectual formada en el primer tercio de siglo. De los nombres que Ayala  podría  tropezar en sus andanzas madrileñas no quedó nada: las tertulias, silen­ciosas; las instituciones cultura­les, las redacciones de los pe­riódicos, cerradas o sometidas. Una catástrofe en el momento de mayor esplendor: eso fue la guerra. Una catástrofe que marcó también la vida de Ayala porque le arrojó al exilio y porque, desde el punto en que se instaló en Buenos Aires y pudo recomenzar allí la acti­vidad interrumpida, determinó la índole de su escritura. Ayala continuó sus  trabajos como científico político-social al mismo tiempo que reanudaba el hilo truncado de su inven­ción literaria, dando a luz va­rios relatos a los que se puede extender sin ningún titubeo la afirmación de Borges sobre uno de ellos: por su economía, por su invención, por la digni­dad de su idioma, El hechizado, pero, por idénticas razones, también El inquisidor. La cabe­za del cordero, Los usurpadores, San Juan de Dios son unos de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas.


Es tarea de los críticos litera­rios analizar desde su particular punto de vista la obra de in­vención de Ayala y así lo han hecho, resaltando lo que en ella hay de presagios sobre el futuro o de indagación en el pasado. Lo que interesa en el actual contexto es resaltar la sorprendente simultaneidad de esa escritura de invención y de su obra como científico políti­co y social plasmada durante la primera década de su exilio en Tratado de sociologla, Razón del mundo o en  sus ensayos sobre el liberalismo y continuada luego, cuando enseña en Puer­to Rico y en varias universida­des de Estados Unidos, en una permanente reflexión sobre Es­paña, la política y el papel del escritor. Cuando en una ocasión manifesté a Ayala mi envi­diosa admiración por el hecho de haber escrito esos memora­bles relatos, al mismo tiempo que un denso tratado de socio­logía, me respondió con la mayor naturalidad del mundo: "En todo cuanto he producido en el campo de la invención li­teraria hay un fondo sociológi­co larvado"(8). Probablemente, lo contrario sea también cierto: en todo lo que ha producido de política y sociología hay un fondo literario larvado, no por la dignidad del idioma, de que hablaba Borges, similar en toda su obra, sino porque al fmal Ayala  tiene a la sociología como un producto cultural y en el fondo, como una inven­ción. Y aquí es posible que ra­dique la clave de la cuestión: la confluencia de esas dos mira­das, la del inventor literario y la del sociólogo, es lo que pro­porciona a la obra toda de Ayala una profunda unidad, una trabazón que es como una extensión a sus escritos de aquella coherencia interior que impregna toda su vida.

Pues, en efecto, el fondo de esos relatos es la guerra civil y, aun por debajo de ella y sin nombrarlo, el problema espa­ñol. Sólo que, como él mismó escribe, Ayala toma la guerra al sesgo, superando lo anecdóti­co, suprimiendo referencias in­mediatas, sin contarnos ninguna hazaña bélica, sino alcanzando el corazón mismo del misterio del poder y de la muerte. Ayala no ha querido repetir ningún episodio nacio­nal; jamás ha pretendido con­vertir la guerra en un relato mitológico ni ha encontrado en ella ningún motivo de cele­bración o festejo: la guerra no es nada, sino silencio, nos dice; la guerra son los muertos infi­nitos. Ayala la ha desnudado por completo de retóricas  he­roicas; ha mostrado la vacuidad de las palabras, el horror que habita detrás de los grandes ideales, la usurpación en que todo poder consiste. Ésa es su mirada oblicua sobre la guerra, pero esa misma  perspectiva es la que le ha permitido llegar desde muy pronto, desde el día siguiente de su final, al corazón del misterio: en su estremecedor diálogo de los muertos, que recuerda en algún momen­to un célebre discurso de Aza­ña en  el que la tierra común que acoge los cuerpos  de los que se han matado en combate aparece como última razón de fraternidad, Ayala ha dado con la llave que le permitirá abrir después todas esas puertas hacia las profundidades del en­frentamiento: nos une la tierra, dice un muerto a otro; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor,  nuestro odio;  nos hermana la comunidad de nuestro destino.

La guerra es así el sustrato de la gran invención literaria de Ayala. Será también la razón de su sociología. No porque su Tratado hable de ella o intente encontrar positivamente sus causas, las variables que la de­terminan o la expliquen, ni porque la aborde al modo del historiador, indagando en el proceso que conduce a ella o investigando los detalles de su desarrollo. De la misma manera que en su invención literaria la guerra aparece de forma  obli­cua, al sesgo, en su obra cientí­fica, al elaborar un teoría de la sociología como un producto humano, como una creación de cultura, Ayala echa las  bases que le permitirán plantear luego, o simultáneamente, el problema  español a una nueva luz, como un producto cultural y dotado, por tanto, de histori­cidad. Ésta es su originalísima contribución a romper el espe­jo en que se miraba, para su desconsuelo, la anterior genera­ción intelectual, por ver si en­contraba el ser nacional. Con Ayala, el problema español deja de ser una cuestión metafísica para convertirse en una cues­tión histórica y sociológica.


El supuesto de esta nueva mirada había apuntado ya en su presentación de Teoría  de la Constitución. Allí, como sin darle mayor importancia, Ayala critica a Schmitt su inca­pacidad para remontarse a "un intento superador del naciona­lismo porque su doctrina care­ce de cimentación en valores esenciales humanos y se atiene a la mística de un pueblo o nación que es, en definitiva, como complejo social, un pro­ducto histórico" (9). Casi quince años después, Ayala  retoma esta especie de intuición  de ju­ventud y, en el primer prólogo a su Tratado, aparecido en 1947, lo extiende a la sociología misma, que defme como "un producto humano, una creación de cultura" destinada a proporcionar un conocimien­to de la realidad social en un momento en que la sociedad experimenta profundos trastornos. La sociología es una ciencia de la crisis que se enmarca en el origen y despliegue de las nacionalidades y que se desa­rrolla dentro de ramas naciona­les. Ciencia de la crisis, pero a la vez producto de una situa­ción crítica: con eso ya está diciendo que la misma organiza­ción del saber a que aspira la sociología está afectada  tam­bién por la crisis social, como lo está la comunidad de cientí­ficos sociales que busca afanosamente conceptos con los que dar cuenta de la crisis e indicar caminos de solución. Por tanto, la realidad social que se pretende conocer, la ciencia misma que intenta conocerla y la comunidad de sociólogos que se dotan del instrumento conceptual para acceder al conocimiento de la realidad están penetrados de historicidad, tanto en el sentido de que no siempre ha existido la sociolo­gía como en el de que su misma materia es histórica, como histórica es y, en el límite invención, la representación de la crisis en las conciencias indi­viduales. Una vez que se ha postulado para la sociedad y la sociología esa dimensión  histó­rica, no queda más alternativa que ampliarla al sujeto que la inventa y al conocimiento  en el que formulas invención (10).

Estos presupuestos conceptua­les permiten a Ayala situarse en un plano radicalmente distinto al de la generación del 98, cuando decide enfrentarse, como cada cual, con el problema español. En resumidas cuentas, mientras la famosa ge­neración y los insignes historiadores que compartieron su mirada andaban desesperados a la del ser de España, Ayala sólo pretendía indagar en las de un hecho social, de producto histórico que define como excentricidad de la cultura española respecto a la europea occidental a partir de la contrarreforma. No es del caso analizar ahora la respuesta Ayala y su identificación del problema español como "cul­tura al margen" (ll); lo que inte­resa es destacar la diferente definición del problema mismo, que deja de ser una cuestión metahistórica, el ser de España -o, en su versión más prosaica, una cuestión psicológica:  el ca­rácter de los españoles- para li­mitarse a la definición de una creación cultural, dotada tam­bién de historicidad y formula­da por cada nueva generación como resultado de una exigen­cia para situarse ella misma en su particular momento históri­co. Con Ayala -y casi al mismo tiempo, como ha recordado re­cientemente José Alvarez Junco, con José Antonio Mara­vall, Julio Caro Baroja y Jaume Vicens Vives- (12) se liquida no tanto el problema español cuanto la mirada en que ese problema adquirió su primer sentido y obtuvo su primera respuesta. Lógicamente, una vez rota la mirada, el problema creado por ella dejó de ser el mismo como diferente habria de ser la solución teórica.


Se comprenden los alaridos de los insignes historiadores herederos de la mejor tradición esencialista al leer estas cosas. Sánchez Albornoz replicó aira­do, recurriendo a lo que podría reprochársele como fácil tópico español: usted  no sabe de lo que está hablando. Ayala, por su parte, no fue nada compla­ciente y reprochó al sabio me­dievalista  haber caído, ''tan pronto como sale del estricto campo de sus investigaciones, en la vulgaridad de la soflama patriotera". De Américo Castro dirá, años más tarde, cuando en 1962 escribe un prólogo a su Razón del mundo, que tras el feliz planteamiento de conside­rar a la nación española como un producto histórico, recae en la posición misma que intenta­ba combatir: "El esencialismo romántico, expulsado por la puerta, ha vuelto a metérsele por la ventana de su morada vital". Lo que finalmente Ayala reprocha a Castro es que se haya dejado deslizar desde el nacionalismo abierto, liberal y humanista de su generación in­telectual hasta la sima de deses­peración que consistía en tomar el concepto de español como expresivo de una esencia absoluta. De nuevo viene a la mente una de las críticas más acerbas de Azaña a toda la ca­terva de profetas del Finis His­paniae: los angustiados por el ser de España acabaron por tener lo español como excusa de impotencia (13).


¿Qué salva a Ayala de seguir esa senda? Él diría, quizá, que, siendo las respuestas a la crisis un producto tan histórico como las crisis mismas, una vez desatado el nudo de la crisis en la que germinó la nación, la respuesta a los diversos proble­mas nacionales tenía que ser, por necesidad, distinta. Sin discutir el sabio relativismo que encierra ese supuesto, se podría aventurar una explica­ción más personal. Ayala em­prendió otro camino por su fuerte arraigo en los clásicos, su conocimiento de la historia de España, su asombrosa capaci­dad de invención, su absoluto desdén hacia la retórica altisonante y su indagación literaria, dramática, en lo que ha llama­do el inquietante misterio del poder, del que dejó abundante y honda huella en su produc­ción de las décadas siguientes, en  Muertes de perro, en  El fondo del vaso. Luego, su familiaridad con los padres funda­dores de las ciencias sociales y políticas, su teoría de la socio­logía como producto de cultu­ra, la historicidad de que está impregnado su pensamiento le empujó  hacia adelante por la misma senda a la que le había llevado su imaginación litera­ria. Pero, por debajo de todo eso que es invención y conoci­miento, literatura y ciencia, está el hombre. Y el hombre, en verdad, no tiene desperdi­cio: Ayala es lo que él veía en la generación de Castro: un libe­ral y un humanista. Lo es cuando se sumerge en la repú­blica de las letras de Madrid; lo es cuando, a pesar de la distan­cia que siempre interpuso entre él y la política, sirvió a la Re­pública española; lo es en su largo exilio, cuando produjo sus imperecederas invenciones literarias y escribió de ciencia política y sociología; lo sigue siendo en las décadas posterio­res, con su permanente refle­xión sobre intelectuales, litera­tura y política, España y su imagen o cuando echa su mira­da atrás y nos regala sus Re­cuerdos y olvidos. Lo es siempre en su actitud desdeñosa con la parafernalia del poder, en su presencia cordial y discreta, en su ironía socarrona. Lo es, en fin, en la recepción de las más altas distinciones literarias, cuando ingresa en la Real Aca­demia Española o cuando reci­be, sucesivamente, el Premio Nacional de Literatura, el Premio de las Letras Españolas y el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes.

Liberal y humanista,  Fran­cisco Ayala nos devuelve cum­plidamente lo mejor de nuestra historia, aquellas décadas de es­plendor en las que valía la pena vivir. Más que honrarle con el doctorado honoris causa, que la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología solicita para él, lo que otorga sentido a este acto es la celebración de una pre­sencia que nos llena de tantos recuerdos, que nos rescata de tantos olvidos. La generación de españoles nacida cuando Ayala y miles como él se vieron forzados a tomar el camino del exilio creció en medio de aquel ''silencio húmedo", bajo el que los muertos entablaron ''su so­terrado diálogo". No  había nada por ninguna parte, escri­bió Ayala en 1939, nada, sino silencio. "No había nada, nada sobre la tierra y, bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión". Cuando nosotros, de jóvenes, mirábamos hacia atrás sólo veíamos un gran hueco en nuestra reciente his­toria: los usurpadores nos inci­taban a saltar hasta los Reyes Católicos y desechar todo lo demás, como desperdicio y ba­sura  liberal y extranjera. Así crecimos, cortados de nuestra historia. Luego, a trancas y ba­rrancas, comenzamos a descu­brir que venimos de un pasado no tan deleznable; que antes de la catástrofe que fue la guerra civil valía la pena vivir en aquel enjambre de liberales y huma­nistas, entre los que muy pron­to encontró un sitio propio y una voz personal Francisco Ayala. Tenerlo hoy entre noso­tros nos devuelve parte de aquella historia, nos entronca a nuestras raíces y nos permite recordar que si hoy nos enfren­tamos con mirada menos me­tafísicamente dolorida a nues­tro pasado se debe, en primer lugar, a que en él habitaban gentes como nuestro querido ancestro Francisco Ayala.

Madrid, abril 1997

 

(1) Todo esto procede de Francisco Ayala, Recuerdos y Olvidos, Madrid, Alianza, 1988.

(2) José Moreno Villa, Vida en claro, México, Fondo de Cultura Económi­ca, 1976, págs. 140-141.

(3) Enrique Gómcz Arbolcya, "So­ciología en España" (1958), reprodu­cido en Sociología Española en los años setenta, Madrid, Confederación Espa­ñola de Cajas de Ahorro, 1971, pág.184.

(4 ) Como ha escrito el mismo Gómcz Arboleya, l., pág.186.

(5) F. J. Lapona, A. Ruiz Miguel, V. Zapatero  y J. Solana, "Los orígenes culturales de la Juta para la Ampliación de Estudios", Arbor, 493 (enero1987), pág,, 72-75.

(6) José Ortega y Gasset, Meditacio­ nes del Quijote [1914}. Obras Comple­ tas, Madrid, Alianza,  1983, vol. l, pág. 360.

(7) Francisco Ayala,  "Prólogo  en 1962" a Razón del Mundo,  recogido en Hoy ya es ayer, Madrid,  Moneda  y Crédito,  1972, pág. 244.
 
(8) Francisco Ayala, ''Diálogo  con Santos Juliá",  CLAVES DE RAZÖN PRACTICA, 26 (octubre  1992),  pág.52.

(9) Francisco Ayala, "Presentación" [1934], en Carl Schmitt,  Teor/a  de 14 Constitución, Madrid, Alianza, 1982, pág. 18.

(10) Todo esto procede de su Tmta­ do de Sociologla, Espasa Calpe,  Madrid, 1984 [primera ed, I947].

(11) En RazJn dr:l Mundo, ed. cit.pág. 345.

(12) José  Alvarez  Junco, "El  falso problema español", El País, 21 de di­ciembre de 1996

(13) Manuel Azafia, "¡Todavía el98 !", España, 20 de octubre de 1923