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Discurso del profesor Rafael Lapesa Melgar "Sobre el mito del Narciso en la lírica medieval y renacentista"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filología por la UNED

Es bien sabido que en la poesía medieval las obras de Ovidio fue­ron muy frecuentemente recordadas e imitadas, como consecuencia de su empleo  para el aprendizaje literario en las escuelas. Por otra parte, la interpretación alegórica de las Metamorfosis convertía sus fábulas mitológicas, tan  sensoriales y sensuales, en  ejemplos moralizadores. La General Estoria, la magna compilación en que Alfonso el Sabio y sus hombres de letras  se esforzaron por reunir cuantas noticias pudie­ron acerca de la humanidad precristiana, no sólo traduce multitud de fábulas de Ovidio, sino también  comentarios de ellas, a veces diversos y hasta contradictorios, con notable eclecticismo. La de Eco y Narciso llena varios capítulos que en el siglo XIII debieron de admirar por su erudición, y que en el XX deleitan  por la inesperada mezcla de saber y de ingenuidad que hay en su prosa en agraz(1). Unos cien años antes una reminiscencia del lastimoso fin de Narciso había iluminado uno de los más bellos poemas de la lírica trovadoresca.


Allá en el Lemosín, el vizconde de Ventadorn, sabedor de que un hijo de su hornero y su panadera había despuntado en estudios y tro­vas,  lo acogió en su corte. El avispado mozo, Bernardo, no era un rimador adocenado; tenía exquisita sensibilidad para la hermosura de la naturaleza  y expresaba con inusitada vehemencia la exaltación, arrebatos y cuitas del amor. La vizcondesa, joven y gentil, gustaba de la convención cortés y admitió con agrado el servicio amoroso de su tro­vador, lo que originó mutua e irresistible atracción. Enterado el viz­conde, encierra a su esposa, que  despide al poeta. Lo recibe en su corte la duquesa de Normandía, que despierta en él nueva pasión, correspondida hasta que el rey de Inglaterra la toma por mujer(2). No sabemos cuál de las dos fue destinataria de la canción donde Bernardo contrapone la alegría primaveral y el anhelo insatisfecho que lo ator­menta:

Can vei la auzeta mover
De joi sas alas contra'l raí,
Que s'oblida e's laissa chazer
Per la doussor c' al cor li vai,
Ai! tan grans enveya m'en ve
De cuí qu'eu veya jauzion,
Maravilhas ai car desse
Lo cor de dezirer no'm  fon.

("Cuando veo la alondra, que, gozosa,/ hacia el rayo del sol sus alas mueve/ y se deja caer, embebecida/ por el dulzor que al corazón le llega,/ ¡ay de mí triste!, siento tal envidia / de cuantos veo de alegría llenos, /que tengo a maravilla no se funda/ mi corazón, que el desear abrasa").

Y recordando el momento decisivo en que por primera vez se miró en los ojos de la dama, se ve arrastrado desde entonces  por la misma locura que acarreó la muerte de Narciso:

Anc non agui de me poder
Ni no fui meus de1'or' en sai
Que' m laisset en sos olhs vezer
En un miralh que mout me plai.
Miralhs, pus me mirei en te,
M'an mort li sospir de preon,
C'aissi'm  perdei com perdet se
lo beis Narcissus en la fon.

("No tuve sobre mí poder alguno/ ni por dueño de mí me tuve al punto/ en que mirarme permitió en sus ojos,/espejo que es mi sin igual deleite./ Desde  que en ti me viera, dulce espejo,/ los suspiros más hondos me mataron,/que entonces me perdí cual se perdiera/ el hermoso Narciso en la fontana".)

El trovador lemosín, víctima de la atracción ejercida por el fatídi­co espejo de los ojos que no se dejan poseer, podría haber hecho suyas las palabras  del garzón ovidiano:

Et placet et video, sed quod videoque placetque
Non tamen invenio; tantus tenet error amantem(3).

Pero Bernardo es un Narciso sin narcisismo: no se enamora de su propia imagen, sino de las luminosas y profundas pupilas donde se refleja,  obsesivas como las de la Rima XIV de Bécquer:

Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche
Llevan el caminante a perecer:
Yo me siento arrastrado por tus ojos,
Pero adónde me arrastran, no lo sé.

A pesar de su virtud poética, no se repitió la metáfora que relacio­naba los ojos amados con la fuente en que Narciso halló su perdición. Fuente y espejo, sin embargo, se mantuvieron como términos corres­pondientes, pero desligados del aciago reflejar de los ojos brillantes.

Entre 1225 y 1237 Guillermo de Lorris resumió, en uno de los más celebrados pasajes del Roman de la Rose, la fábula ovidiana de Eco y Narciso(4); precede al relato una bella descripción de la fuente y el ver­gel que la rodea, amplificada luego para enumerar los maleficios con que el espejo (miroer) de la fuente daña a cuantos se ven en ella. Pero antes remata la narración con una moraleja destinada a las damas esquivas: debe servirles de advertencia el castigo impuesto a Narciso por su orgullosa crueldad respecto a Eco:

Dames, cest essample aprenés,

Qui vers vos amis mesprenés,

Car se vous les lessiés morir,

Diex le vous sara bien mérir.

("Aprended este ejemplo, damas que os mostráis desdeñosas con vues­tros enamorados, pues si los dejáis morir, Dios os lo hará pagar cumplidamente").

En adelante los poetas no olvidarán esta admonición, tan conve­niente para sus pretensiones. Un siglo más tarde, entre 1327 y 1348, "in vita di Madonna Laura", Petrarca le dedica  un soneto que gira en torno  al mítico Narciso. En el poema tiene papel importante el espejo, que  ya no está en los ojos de la dama ni en la fuente de Narciso, sino que es, simplemente, el objeto de tocador en que ella gusta de mirarse. Como la contemplación de la propia hermosura la enorgullece, enamo­rándola de sí misma y haciendo que arroje de su corazón el poeta, el espejo se convierte en enemigo de éste, que recuerda a la ingrata la suerte de Narciso:

IL mio adversario, in cui veder solete
Gli occhi vostri, ch'Amore e'l ciel onora,
Colle non sue bllezze v'inamora,
Più che in guisa mortal soävi e liete.
Per consiglio di lui, donna,  m'avete
Scacciato del mio dolce albergo fora.
Misero exilio! avegna ch'i 'non fóra
D'abitar degno ove voi sola siete.
Ma s'io v'era con saldi chiovi fisso,
Non devea specchio farvi, per mio danno,
A voi stessa piacendo, aspra e superba.
Certo, se vi rimembra di Narciso,
Questo e quel corso ad un termine vanno,
Benchè di si bel fior sia indegna l'erba(5).

("El rival mío, donde vuestros ojos/ soléis mirar, que Amor y el cielo alaban,/ os enamora  con beldad no propia,/ suave y alegre, que a lo humano  excede. /Arrojado me habéis, por su consejo,/ señora mía, de mi dulce albergue:/ ¡oh miserable exilio, aunque no sea/ digno yo de habitar do estáis vos sola!/ Mas clavado yo allí con fuertes clavos,/ no debiera el espejo, complaciéndoos,/ haceros, por mi mal, dura y soberbia. / Si de Narciso os acordáis, conducen/ su proceder y el vues­tro a igual desdicha,/ aunque no hay hierba digna de tal flor.")

En la poesía castellana la primera obra inspirada en el tema de Narciso es el "dezir de loores" que Fernán Pérez de Guzmán dedicó a "Leonor de los Paños"(6). Así llama Juan Alfonso de Baena a la que después había de casarse con Fernán Pérez, Doña Leonor Álvarez, ca­marera de otra doña  Leonor, la reina de Aragón. La camarera regia debía de ser muy joven entonces, mientras que su galanteador (si el poema data, como se cree, de hacia 1410) contaría ya unos treinta y tantos años. Distaba de ser el austero moralista que se revela en sus composiciones doctrinales de madurez y en la severa actitud censoria de sus Generaciones y semblanzas: aunque había anticipado sombrías consideraciones sobre la vida y la muerte, las alternaba con la sátira política o cortesana, y con la ufanía de algunas desenfadadas coplas de amores. Pero en el "dezir" a Leonor de los Paños todo es gracia  y delicadeza:

El gentil niño Narciso

en una fuente engañado,

de sí mesmo enamorado

muy esquiva muerte priso.

Señora de noble riso


e de muy graçioso brío:


a mirar fuente nin río


non se atreva vuestro viso.

Deseando vuestra vida,

aun vos dó otro consejo:

que non se mire en espejo

vuestra faz clara e garrida.


¿Quién sabe si la partida

vos será dende tan fuerte

porque fuese en vos la muerte

de Narciso repetida?

Engañaron sotilmente,

por emaginaçión loca,

fermosura y hedad poca


al niño bien paresçiente;


estrella respfandeçiente,

mirad bien estas dos vías,

pues beldad(7) e pocos días

cada cual en vos se siente.

¿Quién sino los serafines

vos vencen de fermosura,

de niñés e de frescura


las flores de los jazmines?


Pues, rosa de los [jardines](8),

aved la fuente escusada,


por Aquella que es llamada


Estrella de los maytines.

Prados e rosas e flores,

otorgo que los miredes,

e plázeme que escuchedes

dulces cantígas de amores;

mas por sol nin por calores

tal codiçia non vos çiegue: 

vuestra vista siempre niegue

las fuentes e sus duçores.

Con plazer e gozo e [risa](9)

ruego a Dios que resplandescan

vuestros bienes, e florescan


más que los de Dido Elisa,


e siempre, en toda guisa

que jamás yo sienta pena

pésevos, flor de çuçena,


en fin d'aquesta pesquisa(10).

Del Roman de la Rose recoge Fernán Pérez el escenario de vergel, no descrito, como en el poema francés, pero sí presente en las comparaciones y en la enumeración de las bellezas naturales cuya contempla­ ción no cree peligrosa. También sigue al Roman en el aleccionamiento(11), pero con notables diferencias: no da un consejo general al innúmero conjunto de las damas sin piedad, sino que previene concretamente a una, sin tildarla de cruel y con especial atención a sus circunstancias personales; ante la adolescente ingenua, aniñada por su paralelo con "el gentil niño Narciso", adopta actitud de hombre experimentado y protector, simulando preocuparse únicamente por el bien de ella. No se manifiesta enamorado ni alude al temor de que la damita, al conocer su propia  hermosura, se envanezca y lo tenga en poco. Sólo en los versos finales, de autenticidad dudosa, parece solicitar su condolencia para cualquier mal que pueda sobrevenirle a él, sin puntualizar de qué clase. Los elogios a los atractivos de la muchacha surgen, con aparente espontaneidad, del reiterado parangón con el efebo legendario y con la naturaleza abrileña. Todo el poema fluye con la transparente facili­dad de un arroyo juguetón y con el encanto indefinible de la flor tem­prana.


Este "dezir" de Fernán Pérez, recogido por varios cancioneros(12), no fue olvidado por los poetas cortesanos de las generaciones siguien­tes. Por lo menos, lo recuerdan tres de ellos con bastante distancia temporal entre sí. A mediados del siglo XV Gómez Manrique expresa grave inquietud por dos peligros que acechan a su ingrata señora; uno es que puede enamorarse de sí misma y morir como Narciso:
 

¡O contra de mi querer,

amiga de mi desgrado,

pesante de mi plazer,

plaziente de mi cuidado!

Mirad cuánto sois querida

de mí, por mi mala suerte,


que vos queriendo  mi muerte,


tiemblo sobre vuestra vida.

La qual anda peligrosa

más que delgado vedrío,

y la mía temerosa


como quebrado  navío,


que con inmenso reçelo,

vuestro bevir deseando,

los días gasto pensando


y las noches me desvelo.

Y fallo por buen consejo,

si vuestra vida queréis,


que jamás en buen espejo

nin en agua vos miréis;


de que tanto vos aviso,


si propiamente  vos vedes,

que sin tardança morredes

del mal que murió Narciso.

 

La otra amenaza de que el poeta advierte a su amada es la envidia de las demás mujeres hermosas, a quienes supera como la luna a las estrellas: tendrá que inmunizarse contra el mal de ojo o contra el vene­no con que intentarán matarla(13). Sesenta o setenta años más tarde, Boscán toma al espejo como intercesor ante su dama, con el ruego de que la haga comprender cómo se justifican los padecimientos que él sufre y ella condena; pero desiste de tal petición por miedo a acarrear igual desgracia que la del mozo ovidiano:

Porque quien me da pasión

no me consiente tenella,

dirás a la causa della


que vea en ti la razón
q!le tengo de padecella.

Smo que temo que en tí

vea el bien y paraíso


que la muerte me da a mí,


y muera como Narciso


de amores propios de sí(14).

 

El sevillano Juan  Iranzo,  que floreció en los decenios centrales del siglo XVI, es conocido como autor de sonetos y otras composicio­nes en metros italianos(15); pero también cultivó los castellanos, como en esta copla, descendiente, sin lugar a dudas, de la de Boscán, de quien reproduce además el verso inicial de otras  coplas, "señora doña Isabel":

Tomá, señora un espejo,

que os sabrá mejor pintar,

aunque podéis peligrar,

y por ser de mi consejo,

no 's lo devo consejar;

que viendo el lindo nivel

de vuestro rostro excelente,

-señora doña Isabel-

no es mucho hagáis en él

lo que Narciso en la fuente (16)

A don  Diego Hurtado de Mendoza, uno de los primeros seguido­res de Boscán y Garcilaso en la introducción de los géneros y metros itálicos, está atribuido un "Epitaphio a Narciso", octava real o estram­bote estructurado en una sucesión de antítesis y concluso con un rotundo pareado  admonitorio. Aunque no figura entre las obras de Mendoza co­leccionadas hasta ahora, su atribución está de acuerdo con el gusto del autor por los epigramas griegos y latinos, que tradujo o imitó repetidas veces. Dice así:


Aquí está sepultado, buelto en flores,

la flor que fruto alguno no ha llevado,


el más vano de vanos amadores,

Narçiso, de sí mismo enamorado,


que huyendo de sobervio otros amores,

por sus amores locos fue acabado.


¡O tú, que estás mirando el monumento,

toma ya de su vida el escarmiento!(17)

Gutierre de Cetina dirige uno de sus madrigales a una dama que contempla, halagada, su propio retrato (no se habla de espejo, honta­nar ni río, y sí de "figura" y "muestra"). Aunque el breve poema  no puede competir con el dedicado a los "Ojos claros, serenos", es perfec­to en su concisión y en sus insinuantes alusiones, como la que apunta a Némesis, piadosa vengadora de las ninfas desdeñadas por Narciso, y vengadora también, en potencia, del amador y maltratado poeta. La habilidad de Cetina escamotea los nombres de la diosa y del mozo, así como la índole del propio mal. De este modo el madrigal se convierte en tentadora adivinanza, todo lo fácil que se quiera, pero satisfactoria para el ingenio, que además puede complacerse en juegos de concepto y de palabras reiteradas:


No miréis más, señora,
con tan grande atención esa figura,
no os mate vuestra propia hermosura.
Huíd, dama, la prueba
de lo que puede en vos la beldad vuestra,
y no haga la muestra
venganza de mi mal piadosa y nueva.
El triste caso os mueva
del mozo convertido entre las flores
en flor, muerto de amor de sus amores(18).


Para cerrar dignamente este desfile de referencias líricas al mito de Narciso, acudiré a un soneto de Camóes, obra maestra del manieris­mo(19):


Dizei, Senhora,  da Beleza ideia:

Pera fazerdes esse áureo crino,

Onde fostes buscar esse ouro fino?


De que escondida mina ou de que veia?

Dos vossos olhos essa luz febeia,

Esse respeito, de um império dino,

Se o alcam;astes com saber divino,

Se com encantamentos de Medeia?


De que escondidas conchas escolhestes

As perlas preciosas, orientais


Que, falando, mostrais no doce riso?


Pois vos formastes tal como quisestes,


Vigiai-vos de vós, náo vos vejais;


Fugi das fontes: lembre-vos Narciso.

Desde el primer verso Camóes nos lleva al mundo platónico de los arquetipos. La dama celebrada es idea de la Belleza, y sus encantos sólo pueden provenir de algo que posea en sumo grado la cualidad correspondiente. Las comparaciones y metáforas consagradas por la tradición cortés  y petrarquista se integran en un sistema que transfigu­ra la realidad convirtiéndola en armonía  de perfecciones ideales. Gar­cilaso había descrito "el  cabello, que en la vena/ del oro se escogió" movido graciosamente por el viento, esparcido y desordenado con agi­tación de vida. Camóes elimina el dinamismo, dejando sólo las identi­dades que le orientan en la busca de la inmutable pureza primigenia: el "áureo crino", en ecuación con "ouro fino",  procederá de alguna ignota mina o vena,  pero no se ofrece en libertad al soplo del aire, sino que aparece consagrado en la paradigmática inmovilidad  de lo intemporal; la "luz  febeia" de los ojos es de soles divinizados por la alusión a Apolo;  y el "respeito" majestuoso es también sobrehumano, ya  provenga  de saber divino, ya de poderosa magia. La perfección femenil no excluía la cálida humanización que el habla y la sonrisa imprimen a las preciosas perlas orientales del tópico establecido. El terceto final, con lapidaria sobriedad, excluye explicaciones; no cabe decir más con menos palabras. El poeta deja a la dama, y a los lectores u oyentes, reconstruir con la imaginación la fábul  consabida.


Sin duda habrá infinita  más reminiscencias del Narciso ovidiano en la poesía lírica medieval y renacentista de nuestra  Península(20). No he explorado otras literaturas europeas, ni siquiera el petrarquismo italiano ni la Pléyade francesa. Pero la incompleta serie que antecede bastará tal vez para mostrar la larga persistencia del tema. Convertido en motivo del discreteo amatorio, pierde, es cierto, la apasionada in­tensidad con que hizo su primera aparición  en los asombrosos eneasíla­bos de Bernart de Ventadorn, pero aun así conservó capacidad para seguir suministrando materia a poemas en que el arte y el ingenio, supliendo a la emoción, alcanzan gracia y belleza innegables. Díganlo Fernán Pérez de Guzmán, Petrarca, Cetina y Camoes.

 

 

Madrid, octubre de 1987



(1) General Estoria, ed. de A.G. Solalinde, Loyd A. Kasten y V.R.B.  Oelschlager, 11, 1, Madrid, C.S.I.C.,  1957, págs. 164-173.


(2) Asi lo cuenta la antigua y novelesca Vida (Martin de Riquer, Los trovadores. Historia literaria y textos, Barcelona, Ed. Planeta, 1, 1975, págs. 351-352). Sobre lo que haya de cierto en esta vieja biograffa, véase Riquer, ibld.,  págs. 342-350. El texto del poema. con notas y comentarios de Riquer, en las págs. 384-387.

(3) Metamorph., 111, vv. 446-447.


(4) Le Roman de la Rose, par G. de L. et lean de Meung, ed. Francisque Michel, París, Didot, 1864, vv. 1433-1518.

(5) II Canzoniere, ed. con notas de G. Rigutini y M. Scherillo, Milano, Hoepli, 1925, XLV, p.t70.

(6) Cancionero de Juan Alfonso de Baena, ed. P.J. Pidal, Madrid, 1851, 551", p.617. En el texto que doy aprovecho algunas de las variantes de otros manuscritos citadas en la ed. de J.Mª Azáceta, Madrid, C.S.I.C., 111, 1966, págs. 1109-1112, y reviso lecturas según la ed. facsimilar prologada por H. Lang, Hispanic Society of New York, 1926. El poema fue comentado con gran finura por Manuel García Blanco ("Un Narciso medieval", en la revista Cuadernos de Teatro, Granada, Vientos del Sur, 1945).

(7) El ms. del Canc. de Baena da, con evidente error, hedat; cuatro otros cancioneros ofre­ cen beldat o beldad. La correspondencia con el v. 19 ("fermosura y hedat poca") obliga a preferir en el 23 "pues beldad e pocos días".


(8) El ms. del Canc. de Baena da "jasmines", contagiado del verso anterior; el Cancionero de Gallardo-San Román, conservado en la Real Acad. de la Historia, "matines", antici­po de "maytines", del último verso de la estrofa.


(9) El ms. del Canc. de Baena, "rryso", contradicho por la rima.


(10) Para estos últimos cuatro versos prefiero la variante del Cancionero de la Acad. de la Hist., según nota de Azáceta. El ms. del Canc. de Baena dice: "Vuestra faz muy blanca, lisa,/jamás  nunca syenta pena./A Dios, flor de azuzena,/en la voz desta pesquisa". Pidal enmendó por su cuenta el verso final, imprimiendo "Duela vos de'sta esquisa"; detodos modos, no hay explicación satisfactoria para "pesquisa".

(11) Debo a D. José Luis Martfnez Orea, que fue alumno mío hace cosa de veinte años, puntual advertencia de la relación entre el poema francés y el "dezir" de Femán Pérez de Guzmán.


(12) Cinco utílíza Azáceta para su edición.

(13) Cancionero castellano del siglo XV,  ordenado  por R. Foulché-Delbosc,  Nueva Bibl. de Aut.  Esp., XXII, Madrid, Bailly-Bailliere, 1915, págs. 125-126.

(14) Copla esparsa no incluida en la ed. de 1543, pero sí en la 5', (Amberes,  Martín Nucio.1544), 7', (París, Pedro Gotier, 1548) y siguientes, de Las obras de Boscán y algunas deGarcilasso de la Vega. Véanse  Las obras de J.  Boscán, ed.  W.l.  Knapp. Madrid,  M.Murillo, 1875, págs. 119, 529 y 538.

(15) Véase el cancionero  Flores de baria poesia, ed. Margarita Peña, Univ. Nac. Autón. de México, 1980, núms. 29 y 231 y p. 52. También R. Lapesa, "Enfados"  y "contentos" en la poesía española  del siglo xvt", en  Homenaje a Raimundo  Lida,  Filología, XX. 2. Buenos Aires, 1985, págs. 86-89.

(16) Las obras de J.B., ed. Knapp, p. 18. La copla de Iranzo, inédita, figura en el ms. 506 de la Colección Borbón-Lorenzana,  en  la Biblioteca Pública Provincial de Toledo,  al fol. 70 v".

(17) Figura como de don Diego de Mendoza en el cancionero toledano hoy (aunque sevillano de origen) citado en la nota anterior.  No consta en las Obras poéticas recopiladas por Juan Díaz Hidalgo en  Madrid,  1610, ni en las reunidas por W.l.  Knapp (Colecc. de Libros españoles raros o curiosos, Madrid, Ginesta, 1875); tampoco en R. Foulché-Del­bosc, "Les oeuvres attribuées  a Mendoza",  Revue Hispanique, XXXII, 1914, págs. 25-47. Para los epigramas y poemas epigramáticos de don Diego, véanse Angel González Palencia y Eugenio Mele, Vida y obras de D. D.H. de M., Madrid, Instituto Valencia de Don Juan, 111, 1943, págs. 28-31 y 54-57, así como lrving P. Rothberg, "H.  de M. and the Greek Epigrams", Hispanic Review, XXVI, 1958, págs. 171-187.

(18) Obras de G. de C., ed. Joaquín  Hazañas y la Rúa, Sevilla, 1895, 1, págs. 6-7. Dado el conocimiento que Cetina tenia del Canzoniere de Petrarca, es seguro que en su madrigal tuvo en cuenta el soneto, comentado arriba, del poeta de Arezzo.

(19) Luis de Camóes,  Obras completas, con prefácío e notas do Prof.  Hemaní  Cídade,  1, Lisboa, Colec áo de Clásicos Sá da Costa, s.a., son. 140, p. 269.

(20) Deliberadamente me he ceñido a la poesía lírica menor, sin ocuparme de las fábulas narrativas extensas. Las estudiaron R. Schevill, Ovid and the Renaissance in Spain, Ber­ keley, Univ. of California Press, 1913, y  José Mª de Cossío, Fábulas mitológicas en España, Madrid, Espasa-Calpe, 1952, libro donde también se da cuenta de algunos poe­ mas comentados en las presentes páginas.