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Discurso del profesor Adolfo Sánchez Váquez ¿Qué significa filosofar?

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filosofía por la UNED


Excmo. y Magfco. Sr. Rector, distinguidos colegas, señoras y señores:

Quisiera dedicar mis primeras palabras en este acto a expresar mi profundo agradecimiento, por la alta y honrosa distinción que se me otorga, a las autoridades de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, a los profesores de su Departamento de Filosofía Moral y Política y, de modo muy especial, a mi entrañablemente querido y admirado Javier Muguerza, el primer filósofo español de «carne y hueso» que, tan venturosamente por mí, conocí al pisar de nuevo tierra española, tras treinta y cinco años de forzada ausencia. A todos, mis más vivas, sinceras y rendidas gracias. Y paso, sin más preámbulos, a disertar sobre el tema de mi lección de hoy.

Conocida es la distinción kantiaria entre aprender filosofía y aprender a filosofar, que presupone la distinción entre filosofar como actividad y filosofía como su producto o resultado. Ciertamente, con su actividad propia, este sujeto u hombre concreto al que llamamos filósofo, produce esos objetos que son las doctrinas, teorías, categorías o conceptos filosóficos.

Cualesquiera que sean sus frutos, cabe distinguir esa actividad por el modo de insertarse en la vida misma del filósofo, ya , sea como una práctica especializada, profesional o académica, que se da sobre todo en los tiempos modernos (tal es el caso de un Kant, Hegel o Husserl), ya sea a extramuros de la academia o del aula, como sucede con el filosofar callejero de Sócrates, el práctico-político de Marx, o el mundano de Sartre.
Pero, como quehacer de uno u otro género, ¿qué es propiamente, o qué significa filosofar? Digamos de entrada que semejante pregunta sólo se la hace el filósofo y que, por ello, no tiene analogía en otros campos, en los que quienes ejercen una actividad propia no se ven impulsados a cuestionarla. Así, el científico hace ciencia; el artista, arte; el político, política, sin que --en cuanto tal- se pregunte respectivamente, a un nivel reflexivo, qué significa hacer ciencia, arte o política. Insistimos: a nivel reflexivo, conceptual, porque es evidente que todo científico, artista o político, tiene siempre cierta idea - o ideología- de su quehacer, que hace suya espontáneamente.

La pregunta del filósofo por el filosofar, como parte consustancial de su actividad, apunta a la naturaleza de ella, a su objeto, a su alcance y a sus efectos en la vida real.

Y, con su respuesta, la deslinda de otras actividades humanas: científica, artística, moral, política o práctica. Pero, preguntarse por esa actividad entraña tratar de responderla desde los productos en que se consuma. El filosofar de Hegel, Marx o Heidegger, por ejemplo, se objetiva en sus productos. Y así, con ellos y desde ellos, caemos en la cuenta de que Hegel filosofa para dar razón de todo lo existente y que, al hacerla, justifica como racional su realidad, el mundo humano en que vive y filosofa. Marx interpreta esa misma realidad, pero, al no justificarse racional y humanamente, la critica y llama a transformarla. Y Heidegger, en su filosofar, parte de la pregunta por el Ser, y aunque en definitiva no da respuesta a ella, la pregunta le lleva a descalificar el mundo moderno -el de la razón, la ciencia, y la técnica- porque en él el hombre se ha olvidado del Ser.


El filósofo expresa, pues, cierta relación con el mundo que, por su dimensión humana, entraña, a su vez, cierta relación entre los hombres. Pero tomando en cuenta la tentación del filósofo, a lo largo de su historia, de hacer de ella una ciencia radicala superciencia o, en el otro extremo, un saber vital puro o simple ideología, el modo de darse y manifestarse esa doble relación es histórica, y como tal diversa y cambiante, de acuerdo con la posición social e ideológica del filósofo. Sin embargo, entre los dos extremos, hay algo común a todo filosofar: su carácter racional, reconocido con mayor o menor firmeza por el filósofo, pero nunca desmentido en la práctica. Pues, incluso cuando se niega a reconocerlo tiene que echar mano, para ello, de la razón. Varia, pues, históricamente su actitud ante ella, desde la filosofía como ciencia radical, rigurosa o superciencia hasta el romanticismo filosófico; desde la confianza moderna en la omnipotencia de la Razón hasta la pretensión irracionalista o pos moderna de descalificaria. Pero, en definitiva, filosóficamente, sólo la razón --ciertamente, también ella histórica- puede fundar su extensión o sus límites, su poder o su impotencia. No nos proponemos ahora seguir las vicisitudes del quehacer filosófico que, objetivado en los más diversos productos, constituye la historia de la filosofía. Tampoco queremos descender, en este momento, al subsuelo histórico, social, en el que se gestan los distintos modos de hacer y usar la filosofía. Ni siquiera se nos ocurre acercamos a la conciencia -más o menos transparente- que los filósofos han tenido históricamente de SI! propia actividad. Nos limitaremos a subrayar que filosofar es una actividad humana, y, como tal, individual y transindividual (es decir, intersubjetiva, social y cultural) a la vez. Como actividad vivida y ejercida por un hombre concreto -este o aquel filósofo-, toma cuerpo en determinados textos que, en su trama abstracta, conceptual, objetiva, parecen borrar las huellas del hombre que los produjo. Y, sin embargo, que esas huellas no puedan borrarse incluso en la filosofía «como ciencia rigurosa», no es lo mismo preguntar por el filosofar de un filósofo que por su filosofía. De ahí la pertenencia de la distinción kantiana a que hacíamos referencia al comienzo, distinción con la que el acento se pone, sobre todo, no en la filosofía, sino en el filosofar. Lo cual entraña, a su vez, poner el acento en la aspiración, finalidad o intención con que el sujeto -el filósofo- produce cierto objeto, o ejerce su actividad.

Pero, si se trata de preguntar por el quehacer propio de este hombre de «carne y hueso» o Fulano de Tal, como diría Unamuno, parece que lo más adecuado sería preguntar a quien o quienes vi ven esa experiencia, si es que ya no se han preguntado y respondido -como lo hizo Gaos casi obsesivamente- a sí mismos. Y si ello es así, ¿por qué no me pregunto yo a mí mismo por esa actividad, en la medida en que durante largos años -para bien o para mal- no he dejado de filosofar? Y la ocasión, que el proverbio la pinta calva, puede ser para mí el presente Acto de Investidura. Ciertamente, si el doctorado honoris causa que generosamente me otora la Universidad Nacional de Educación  Distancia significa el reconocimiento de la dedicación de un filósofo a su actividad propia, ¿por qué no preguntar por ella a él, o hacer que él se pregunte a sí mismo? Con esta precisión: la pregunta no sería por el filosofar en general que se encarna, con sus diversos productos, en la historia de la filosofía, sino por su filosofar y por el lugar que tiene para él en su propia vida.

Cierto es que la pregunta así dirigida, o autodirigida, no permitirá generalizar su respuesta, aunque sí ilustrar con ella cierto tipo de filosofar compartido con otros filósofos.

Pues bien, al volver la mirada sobre el camino recorrido por este filosofar, y sobre las piedras y los frutos a lo largo de ese camino, lo primero que quiero subrayar es la finalidad práctica, vital, a la que ha pretendido servir: transformar un mundo humano que, por injusto, no podemos ni debemos hacer nuestro. Sin desconocer la pesada carga de sospechas, desencantos y deformaciones que hoy tiene el calificativo «marxista» de mi filosofar, lo sigo asumiendo para reafirmar mi adhesión al proyecto de emancipación que constituye la razón de ser del marxismo originario. Al renovar esta adhesión en tiempos oscuros no sólo para ese proyecto, sino -al parecer- para toda empresa de emancipación -política, social e incluso moral-, no lo hago con la soberbia y jactancia de los que hicieron del marxismo, en décadas pasadas, una fe con todo y Biblia, ni tampoco con la humildad o tibieza impuestas, supuestamente, por los fracasos históricos, los himnos triunfales del neo liberalismo o las apostasías de los marxistas jactanciosos de ayer. Lo hago para reafirmar lo que hay de vivo en principios y valores, lo que, lejos de excluir, presupone la duda, la revisión y la crítica al ser contrastados con la práctica y la vida real.

Detenerse en las visicitudes y modalidades de nuestro filosofar, así como en las obras en que se plasma, no es tarea que acometeré ahora, ya que sería tanto como mostrar el despliegue del entramado de filosofía y vida a lo largo de varias décadas. Sólo mostraré algunos trazos de un vasto cuadro cuyas primeras pinceladas se dan en la España de la preguerra y la guerra civil, y que se esboza y toma forma fuera de ella, en las condiciones generosas y favorables abiertas porel exilio en México. En el marco de este vasto cuadro, recordaré que en mi juventud española -década de los treinta- se conjugaban una intensa vocación poética con una impaciente actividad política. Esta práctica política, que imponía una alta cuota de sacrificios a sus militantes comunistas, estaba bastante ayuna de teoría -como era tradicional en el movimiento obrero y revolucionario español- y cuando pretendía alimentarse de ella tomaba como brújula el marxismo, pero el dogmático y cerrado que dominaba en la III Internacional. Al reanudar mis estudios en el exilio mexicano, y ejercer por primera vez la docencia, se me fue revelando cada vez más, ya en la década de los cincuenta, el carácter asfixiante que, para la teoría y la práctica, tenía ese marxismo acartonado.

Pero fue la vida real, desde la militancia misma, por un lado, y desde los acontecimientos reales que desmentían ese marxismo, los que me llevaron a tratar de rescatar con un espíritu cada vez más abierto y crítico el proyecto originario de emancipación de Marx.

Desde entonces -década de los sesenta- y contando con las posibilidades que me ofrecía la Universidad Nacional Autónoma de México, mi empeño fue abriéndose paso en diversos campos temáticos: la estética, la filosofía, la ética, la teoría política y, en particular, la teoría del socialismo. Mi primera confrontación con el marxismo institucionalizado la libré con mi obra, de 1965, Las ideas estéticas de Marx, cuyo antecedente era un ensayo, publicado cuatro años antes, sobre las ideas estéticas marxianas en los Manuscritos de 1844. A partir del concepto de trabajo del joven Marx, desarrollaba yo la tesis del arte como forma específica de praxis, o trabajo creador, opuesta a la estrecha y unilateral del arte como reflejo, que inspiraba la estética soviética, sedicentemente marxista, del «realismo socialista».

Esta ruptura en el plano de la Estética, se extendió poco después a un plano filosófico general al enfrentarse al marxismo ontológico, o metafísica materialista del DiaMat soviético. Siguiendo una línea que podía advertirse en Marx y que, en nuestra época, continuaban el joven Lukács, Korsch y Gramsci, elaboré mi Filosofía de la praxis (l ." edición de 1967), en la que ponía en primer plano no el problema metafísico de la relación entre el Espíritu y la Materia, sino el de la relación práctica, transformadora, del hombre -como ser de la praxis- con el mundo. Aunque ya en esta obra era evidente la ruptura con el DiaMat, en la filosofía política seguía yo rindiendo tributo a las categorías políticas de Lenin, aunque depuradas de las aberraciones estalinistas. Pero, ya en la edición posterior, esas categorías políticas, especialmente las de partido único y modelo leninista de partido, conciencia de clase importada desde el exterior, dictadura del proletariado, y otras, son sometidas a una crítica ya iniciada en trabajos anteriores, como Del socialismo científico al socialismo utópico, y Ciencia y revolución.

En cuanto a la filosofía moral, mi Ética, de 1969, trataba de responder a las inquietudes de la juventud que, en 1968, en distintos países europeos y también en México, practicaba con su rebeldía una moral incompatible con la que predicaban los manuales al uso. Si en la Estética el marxismo dogmático sólo cultivaba un realismo de vía estrecha, en la Ética, al absorber la moral por la historia y la política, ofrecía un verdadero erial. Tratar de colmar ese vacío, aunque fuera en un modesto grado, fue lo que me impulsó, atendiendo a un llamado de la juventud, a incursionar en ese terreno. Pero volvamos a la filosofía política. Sus temas fundamentales: el poder, la democracia, la libertad, el Estado y la sociedad civil, las relaciones mutuas de economía y política, no han dejado de preocuparme en todos estos años en relación con una experiencia histórica concreta: la que se ha dado en nuestro tiempo en nombre del socialismo, inspirada por el marxismo. O, más exactamente, por la interpretación suya que se autodenominaba «marxismo-leninismo».

En el plano teórico-político, la realidad me imponía la necesidad de abordar la cuestión crucial de la verdadera naturaleza de las sociedades llamas socialistas, que se ocultaba tras un espeso velo ideológico. A esa necesidad respondían mis textos de la década de los setenta y primera mitad de los ochenta, en los que pretendía esclarecer la idea del socialismo, contrastándola con lo realmente existente. La conclusión a que llegué en ellos -conclusión que instituía un verdadero escándalo teórico y práctico para la izquierda en América Latina- era que se trataba de sociedades postcapitalistas, no socialistas, en las que la nueva clase que controlaba el Estado y el Partido, la economía, la política y la cultura, bloqueaba el tránsido al socialismo, sin que -por su inmovilismo- permitiera alternativa alguna de cambio. Tal era el punto de vista que mantenía hasta que, en 1985, se produce el intento de reforma que se conoce como «perestroika».

Hoy sabemos muy bien que esta reforma, lejos de enderezar hacia el socialismo lo que estaba bloqueado, ha conducido al derrumbe del «socialismo real», arrastrando con él la credibilidad del proyecto socialista, así como la del marxismo con que se arropaba la justificación ideológica de lo que se presentaba como la realización de ese proyecto.

Ante ese derrumbe y el desmoronamiento de ideas, principios y valores socialistas, los marxistas que no renuncian a ellos ni rehúyen la crítica y la autocrítica, están obligados a tratar de responder a una serie de cuestiones teóricas que se han vuelto vitales. Y, entre ellas, estas dos: ¿cómo pudo construirse, en nombre de un proyecto de emancipación, un nuevo sistema explotador y opresor?, ¿cuál es la relación entre el marxismo -como proyecto y teoría- y la práctica histórica del «socialismo real»? A la primera cuestión, que ya me inquietaba desde antes de la «perestroika», traté de hallar una respuesta, antes y en el curso de la reforma gorbachoviana, en varios escritos: «Ideal socialista y socialismo real», «Marx y el socialismo real», «Reexamen de la idea de socialismo», «Marxismo y socialismo, hoy» y, más recientemente, en el titulado «Después del derrumbe».

No volveré ahora sobre mi respuesta a la cuestión planteada en esos textos, aunque sí deseo subrayar la importancia no sólo teórica, sino vital, que para mí tenía -y tiene- abordar esa cuestión. Se trataba -y se trata- nada menos que de rescatar la necesidad y deseabilidad de una alternativa social al sistema de dominación y explotación en que vivimos, aunque los tiempos que corren son bastante sombríos para ella. Después del derrumbe del «socialismo real», y a la vista de los viejos y nuevos horrores del racismo, la xenofobia, el integrismo religioso, el nacionalismo exacerbado y el neocolonialismo, un mundo más libre, más justo, más humano, sigue siendo más necesario y deseable que nunca. No ha perdido, pues, vigencia, la famosa tesis de Marx: «[...] de lo que se trata es de transformar el mundo». Vigencia, pues, de su necesidad y deseabilidad, sin que nada garantice que esa transformación radical se cumpla inevitablemente. Por ello, ante las recientes lecciones de la historia y las inciertas perspectivas que alimentan, cabe preguntar también: ¿por qué em peñarse en esa transformación y no dejar las cosas como están? La pregunta provoca esta respuesta que rebasa la dimensión política, a saber: porque este mundo es injusto, y la injusticia no debe aceptarse. Se trata de transformar lo que es, no sólo porque todavía no es, sino porque debe ser. La política tiene que impregnarse de un contenido moral que impide reducirla a una acción instrumental. Aquí, como en otros campos, cuenta la eficiencia, pero no por sí misma, sino por los valores y fines que la inspiran. Y cuenta para que éstos no sean sólo el reino de lo imposible o lo irrealizable. De ahí la necesidad de recurrir a todo lo que -sin contradecir esos fines y valores- pueda contribuir a su realización.

Con la segunda cuestión, tienen que ver los intentos actuales de deducir el fin del marxismo de una práctica histórica: la que se ha derrumbado. Para ello, no se duda en recurrir a la tesis marxista de la unidad de la teoría y la práctica. Pero, al hacerlo, se pasa por alto: 1) que no se puede deducir la realidad de la idea sin caer en el más craso idealismo; y 2) que el fracaso histórico en la realización del proyecto socialista no lo anula como tal, aunque sí descalifica el empeño de realizarlo, contra la historia misma, cuando por faltar las condiciones necesarias para ello se recurre a medios no sólo inadecuados sino opuestos a los fines y valores socialistas. El reconocimiento de que la experiencia histórica del «socialismo real» arruina la ideología «marxista-leninista», que la inspiró y justificó, no echa por tierra el marxismo vivo, crítico, que sigue respondiendo a la necesidad de realizar un proyecto de emancipación social, humana, sobre la base del conocimiento y crítica de lo existente, de la atención vigilante a las condiciones históricas necesarias, y de la utilización de los medios adecuados a sus fines y valores.

Volviendo a nuestra pregunta inicial: ¿qué significa filosofar?, respondamos que, en nuestro caso, significa cierta relación con un mundo que no nos satisface y, con ella, la aspiración, el ideal o la utopía de su transformación. Por su naturaleza teórica, esa relación no cambia efectivamente nada, aunque cumple la función práctica de contribuir a elevar la conciencia de la necesidad de esa transformación y éste, y no otro, es el sentido de la Tesis Xl (de Marx) sobre Feuerbach, en la que su aforismo -«de lo que se trata es de transformar el mundo»- adquiere una dimensión moral. Por otro lado, no hay que entender esa Tesis como si la teoría y la práctica pudieran separarse, atribuyendo a Marx la peregrina idea de que, ante la impotencia de la teoría, habría que darlo todo a la acción. Por supuesto, no se trata de decir adiós a la teoría, ni tampoco de negar a las filosofías no marxistas su intervención en la transformación del mundo, en una dirección u otra. En verdad, toda filosofía tiene efectos prácticos, aunque su finalidad -al producirla- haya sido puramente teórica. Pero lo distintivo en Marx es poner en primer plano esa finalidad práctica, vital, que, como hemos subrayado, conlleva el imperativo moral de transformar el mundo que, para el filósofo, se convierte en el propio de poner su filosofar en consonancia con esa finalidad.

Y éste es el imperativo que he asumido con mi filosofar. El alto y honroso grado de Doctor honoris causa que me otorga la Universidad Nacional de Educación a Distancia no sólo significa para mí el reconocimiento generoso de una obra, sino también un vigoroso estímulo para seguir ateniéndome, al filosofar, a ese imperativo.

Muchas gracias.


Madrid, enero 1993