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Discurso de profesor Manuel Alvar López "Literatura Colonial"Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filología por la UNED | ||
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Dad fe de mis palabras muchos de los que aquí estáis. Era la única forma de sentir la Universidad. He vivido años apacibles, y malos, muy malos años de convivencia, y mi corazón se atribulaba. Pude haberme quedado en Erlangen, en Heidelberg, en Brasil, en El Colegio de México, en California, o en Nueva York, pero nunca caí en la tentación. Un día don Ramón Menéndez Pidal, era el otoño de 1961, me escribió a Estados Unidos: «lSÍo se deje ganar por ese gran país. Aquí nos hace falta». Y volví. ¿Qué dejé? Recuerdo a Lope: «En la senda del vivir,/ no ir adelante es ir atrás». Volví y seguí con la mano en la esteva. Cuando en 1950 escribí un libro sobre el atlas de Rumania dije: «Allí, tan lejos, en Erlangen, el trabajo de cada día me llevaba hacia mis alumnos españoles. Para ellos estas páginas». Siempre mis alumnos españoles para que mi vida tuviera sentido. Y hoy vosotros me decís que acerté y me pagáis con infinita generosidad lo que fue la razón de mi vida. Siento la Universidad. Somos profesores y alumnos, sin mesturas antinaturales y sin claudicaciones demagógicas. Sólo yo sé cómo se desgarró mi corazón el día que murieron juntos tres alumnos míos. Pero la Universidad no es un patio de Monipodio, ni un chalaneo de compadres, es algo mucho más digno, aunque a veces no lo parezca. Pero como tengo fe ciega en la institución de profesores y alumnos, sé que cualquier torpeza es ocasional y pasajera. No olvidéis que la Universidad de París nació de unas riñas de estudiantes pendencieros y que los graves sucesos de Oxford, en el siglo XIV, se tramaron en unos tugurios cuyos nombres conocemos. Oigo una canción goliardesca y mi corazón se emociona: Gaudeamus igitur / iuuenes dum sumus! Mientras seamos jóvenes, y en la senectud también: La Universidad ha llenado de espíritu inmarcesible a lo que fue canto de unos clérigos andariegos. Me emociona siempre escuchar la canción. La he oído en Burdeos, en Pisa, en Granada,, en Zaragoza, en Salamanca, en Valladolid, en La Laguna, en... Pero permitidme que, desde esta solemnidad y con la emoción que los años no atempera, recuerde el 29 de junio de Í951. La Universidad de Bonn había sido reconstruida. El rector Friesenhan pedía que nunca más volviera a arder aquel sagrado recinto; entonces se apoyó en los nombres de los profesores extranjeros que trabajaban por la paz en el ámbito de la Friedrich-Wiihems Universitat. En impresionante memento fue enumerando, uno a uno, el nombre de quienes eran su confianza. Un profesor español de 26 años escuchó su nombre y se juró íntimamente no ser otra cosa que profesor universitario. Y aquí lo tenéis fiel a su voluntad y fiel a esa palabra no pronunciada, pero que os deja a vosotros para que no olvidéis que el honor que le concedéis no lo merece, pero, que si tanta es vuestra generosidad, os entrega para siempre lo que ha sido el testimonio de su vida. Y que sigamos escuchando el viejo canto que nos rejuvenece: Vivat Academia, | ||
INTRODUCCIÓN: LA GRANDE Y LA PEQUEÑA HISTORIA
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LAS NOTICIAS Y EL FUNCIONAMIENTO DEL CORREO
E1 recuerdo atenaza: la hija perdida, pues «Dios nos trajo tan lejos», sin saber si el destinatario está vivo o si está muerto, las noticias de la patria «que meten grima». Pensamos en el desasosiego de este hombre que va envejeciendo y cuya soledad aumenta con la falta de noticias, pero se consuela en esos seis hijos que le han nacido de Mencía Álvarez —tres varones y tres hijas—, en la tierra que ha comprado, en el ganado que le renta dos mil pesos cada año, sí, todo está bien, pero Andrés Martín hace tres años que fue con mercancías al Perú y nada se sabe de él, nada tampoco de los muchos deudos que están en España y la hija, «si por ventura fuere casada, que se venga a estas partes».
No escribo por lo que dicho tengo [la muerte de su esposo], que traer a la memoria y tratar una tan grande desdicha como la mía no me basta paciencia [...] Mire qué tal estoy que el primer pliego de la carta va escrito al revés [...] Si es vida, hijo de mi alma, que estoy tal que he tenido miedo de perder el juicio. Porque estaba una de las más amadas y envidiadas y prósperas mujeres de las Indias, y si no considerase que es hecho de la mano de Dios y me abrazase en su pasión y me consolase con su buena muerte, no sé qué habría sido de mí. Ruego a Dios me tenga de su mano, amén. [...] Mi vida, si Dios no lo remedia, creo que será poca. No querría dejarlos en esta tierra. No le pido, amado hijo mío, que venga [...], sino que como a mí me aconteció esta desdicha de no morir en mi casa, no quería que a la lumbre de mis ojos que se le aconteciese algo. Como muestra del ritmo lento con que la vida fluía, me permito transcribir unas líneas que Luis Martín escribe a su hijo Juan Fernández:
La lejanía, el correo incierto, la desidia en el escribir, y en el contestar, la zozobra ante la vida y la muerte, todo hizo que el tiempo se descompasara en América. Las pesas del reloj caían con incierta cadencia. En la sabana de Bogotá hablan de poesía Jiménez de Quesada y Lorenzo Martín, que defienden los metros tradicionales; Juan de Castellanos muestra sus preferencias por los endecasílabos italianos. Pero hay más: Castellanos nos ha transmitido «seis coplas» que le dieron copiadas. Eran unas octavillas octosilábicas (abbaacca), según dice eran las «que entonces se usaban por acá». Por 1545, había conocido a Lorenzo Martín, pero en la Cuarta Parte de las Elegías, terminada en 1601, vuelve al recuerdo de las viejas porfías y defiende la licitud del endecasílabo, a pesar de su carácter innovador, pero «son también de nuestra lengua». ¿Qué había llegado a las Indias, si 1601 veía como innovación los versos italianizantes? Las cartas de los inmigrantes son de 1540 a 1616: toda la vida poética de Juan de Castellanos. No deja de ser una nqtable coincidencia de eso que llamamos arcaísmo. No salgamos de la mitad del siglo xvi: por 1548, se compone en coplas de arte mayor un poema anónimo, dedicado a la conquista del Perú, otras trazas de Juan de Mena se encuentran en poemas de Indias. Y no hemos hablado de otros empeños. Pedro de Valdivia escribe al Emperador: ante mil dificultades que van surgiendo, decide enviar al capitán Alonso de Monroy a las tierras altas del Cuzco; el lugarteniente consiguió hacer leva y regresó, pero «tardó dos años justos en su viaje». | ||
MARIDO Y MUJER
Posiblemente ninguno de ellos sabría de un poeta llamado Garcilaso, pero las protestas de amor y fidelidad que desgranan recuerdan el Escrito está en mi alma vuestro gesto. Nos hacemos cargo, también, de desahogos menos emocionados, como los de esos otros hombres que se sienten carne pecadora y temen en sus soledades. Pedro Martín no se anda con remilgos:
Bien es verdad que no falta algún machista como Alonso Herojo, desde Tunja, o picajoso, como no debió faltar alguna que —desde la visión del marido— estaba mejor suelta que sujeta al yugo.
Uno y Trino omnipotente os quiero trovar ahora, porque os holguéis al presente. Vos os llamáis Mari Díaz. Para mí no hay otra tal, daros tengo una sortija de oro, que es buen metal. Señora tan deseada, mujer de mi corazón, como uséis tal traición, dejaros desamparada en tierra sin promisión. Noches y días me ocupo sólo en pensamiento. Bien entiendo que por mí vendrás donde Dios me trajo, porque yo lo ruego así.
sustentamiento. En esto, mujer, no miento, porque doquiera que voy, luego a allí a comer me asiento. | ||
Qué le vamos a hacer. El numen no daba para más y Sebastián dijo en renglones cortos lo que, más o menos, había dicho en otros más largos. Me he limitado a ponerlos de forma que la rima quede al final de la línea por si Mari Díaz me agradece la buena voluntad, y para dejar en buen lugar a Lope «[...] hacer versos y amar/naturalmente ha de ser».
Cuanto hemos venido contando eran retazos de muchas vidas. A veces —demasiadas— nos daban aspectos de una psicología muy simple y de unas pretensiones de carácter harto elemental. Así y todo, reuniendo esas disiecta membra podemos conocer un tipo de hombre que pasó a Indias, sólo un tipo, y no diría que el mejor, aunque sí el más abundante. Nos faltan los hombres de la evangelización, de la generosidad, de las organizaciones ejemplares. Nos quedamos a solas con los pobretones que vinieron a hacer sus Indias y que nos fueron mostrando unos estereotipos bastante reiterados, aunque no podamos decir que no hubiera matices entre ellos.
No argumento para una comedia, sino para una larga novela, darían las andanzas y desventuras del madrileño Celedón Favalis. Pasó a Cartagena de Indias, de allí a Nombre de Dios, luego se avió para Panamá y entonces empezaron sus amarguras: subió por el río Chagre, donde casi se ahogó, perdió sus vestidos, le mordió una sabandija que estuvo a punto de hacerle perder la mano y el brazo izquierdos. No podía curarse porque su compañía eran micos, monos y caimanes, y, menos mal, que se acordó de unos ensalmos que le hicieron cuando le mordió un lobo y, mal que bien, salió adelante. Volvió a su hambruna y el camino de doce días lo hizo en veinticinco. Por fin llegó a Panamá, supo que un tío suyo estaba en Lima y nuestro hombre allá se fue: de nuevo, mil necesidades; a tres días de la salida, se iban anegando y en la isla de Taboga (a sólo cuatro leguas del Callao) tuvieron que alijar la nave; reemprendieron la singladura, pero la embarcación siguió dañada. Nuevos padecimientos, pues el maíz y los aguaceros le hicieron enfermar «de manera que todo mi cuerpo era una llaga». Al fin llegó a Puerto Viejo, «que es el primer puerto de la costa del Perú» y, de nuevo, a la mar, hasta Paita, donde arribó tras sesenta y seis días de incomodidades, y, por tierra, se enderezó a Lima: no tenía los hados propicios, y vio cómo un terremoto asolaba la ciudad y, en el Callao, se «salió la mar de madre», destruyendo el poblado y las mercancías. El tío buscado no aparecía, pues se había ido a Méjico o a China, pero le dejó un billete anunciándole el regreso en ocho meses; los plazos cumplidos, el pariente no apareció. Nuestro hombre buscó quien pudiera ayudarle y Simón de Roa se apiadó de él y le dio cobijo. Empezó negocios en los que no salió lucido y, como no trajo dineros, no pudo invertir en las minas del Cuzco o de Potosí. Sin embargo, se creyó capaz de aconsejar inversiones para las Indias. La novela ahora se dispersa con la historia de las desgracias de Vicente Rodríguez, pero pronto vuelve a sus consideraciones morales y acaba de pedigüeño. Otra historia, la del hombre «flaquito, mozo», que vendía cosas «de naipes y brujerías» en la calle de Santiago en Madrid. Al fin, casi inevitable: Celedón pide a su padre que le envíe sus armas bien pintadas para que las cartas que le escriba vayan selladas y se identifiquen fácilmente. Acaba con notificas familiares, deseos para su larga parentela. Estamos en Lima el 20 de marzo de 1587 y la correspondencia no sigue. Ojalá el bueno de Celedón Favalis pudiera reunirse con su mujer y llegara a viejo para contar a sus nietos la desastrada historia de tantas andanzas y de tanta calaña de gentes como le tocó sufrir.
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CONCLUSIONES
Con las limitaciones que he señalado una y otra vez, esta colección de cartas es de inmensa importancia. Historiadores, economistas, sociólogos, antropólogos y muchos más investigadores hallarán en ellas mil posibilidades para sus estudios. Después de un largo caminar, me encuentro con una variedad de motivos que me han ido ofreciendo por doquier. Algo hemos aprendido de la condición de aquellas gentes y de sus comportamientos. Ese algo no está sólo en lo que he explicado sino, también, en lo que no he podido comentar. He querido que hubiera un contrapunto a todos estos hechos con lo que sabemos por los cronistas de primera hora o por los escritores que podían dar una imagen depurada de estos materiales ofrecidos sin pulir. Hemos encontrado unas gentes que han sufrido, y que, sin embargo, no se dieron cuenta de lo que hacían sufrir; que mezclaban a Dios en cada acto de su vida y que lo olvidaban miserablemente cuando de los demás se trataba, que amaban y odiaban queriendo o sin darse cuenta. Sé que así es la condición humana, pero no ésta la mejor, ni la que yo quisiera amar, pero no puedo desentenderme de cientos y cientos de hombres con los que he convivido y en los que veo reflejada una historia que yo sigo padeciendo. Ese yo es un profesor de historia de la lengua española, que es fiel —¿hace falta decirlo?— al áspero solar en que nació, pero que ama —lo asegura— tantas y tantas tierras de América en las que ha ido dejándose el alma a túrdigas en una efusión cordial. Por eso escribiendo este trabajo ha sufrido y ha amado; nunca ha sido parcial, sino que querría haber actuado con objetividad. Y si hubiera pecado de afección, la hubiere querido tener con los que padecen injusticias, las hayan hecho quien haya sido. Y, sabidos los dolores de los españoles, está con los indios y con los negros. No hace la fácil dicotomía de aquí el bien y allá el mal. Bien y mal anduvieron entremezclados; mucho mal del que hoy vemos, no lo era en el siglo XVI, pero no por ello dejó de existir. ¿Qué es lo que estas cartas han venido a mostrar? Bien creo que v.m. sabrá la muerte de Juan del Castillo, que haya en santa gloria, y la muerte de los sobrinos de v.m., y asimismo la muerte de su hermano, que haya en gloria, que fue tomado por los indios a manos y le comieron. Esto sólo lo lea v.m. para sí, y no dé parte v.m. a mi señora ni a la señora mi hermana Beatriz de Parada. Pero esta gente que se afincó en las Indias, traía una visión del mundo, aunque pronto la trocara. Ya he aducido el caso de Celedón Favalis, que se curó con unos ensalmos, como hoy lo curarían los rezados de cualquier pueblo de Canarias. Pero traían costumbres, como la de los toros ensogados que Juan de Mercado hizo correr en Cartagena de Indias cuando supo que le había nacido un hijo en España. Las Indias, de Indias, sólo tienen el, nombre, pues «al fin es un traslado, como si se sacaran todo de España». Todo se ha trasplantado, la visión de las cosas y de los hombres también: las gentes de Triana «no tienen cimiento en la cabeza, ni tienen el decoro que se debe guardar», las de Sevilla es mala gente «mucha de ella, y viven de rapiña» y los vizcaínos «cortos, así en razones como en obras». Todo seguía siendo igual,
Madrid, enero 1993 | ||