Logo de la UNED


Discurso de profesor Manuel Alvar López "Literatura Colonial"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filología por la UNED

En su tratado De senectute, Cicerón decía poco más o menos que la vejez tiene un aire terminal, como la madurez de los frutos, pero, en su carácter inevitable, debemos soportarla con serenidad, sin rebelarnos contra la fatalidad de la naturaleza. Yo añadiría que es hermoso llegar a una edad de renuncias y saberse rodeado del cariño de quienes son tuyos. Porque aquí me encuentro defendido por un cerco de afectos: profesores que de un modo u otro fueron mis alumnos y que ahora —llenas de generosidad las cuencas de sus manos— vienen a decirme su fidelidad y su renovado afecto. Tan grande ha sido el entusiasmo de estos amigos míos que han ganado la voluntad de quienes no me conocían. A todos mi gratitud más honda. Porque también he de hablar de quienes crecieron al mismo tiempo que yo y los años no han ido amenguando el trato, sino que lo han enriquecido. Hoy, viendo esto, pienso que el hombre no es enemigo del hombre, sino su más fiel guardián. Al menos mi fortuna es tanta que sólo siento afectos. Abrumado por la generosidad, contemplo la pequenez de mis méritos. ¿Por qué me llamáis a vuestro claustro? Permitidme pensar en voz alta: ¿el saber?, ¿la investigación? ¿Necesito deciros cuan relativo es todo ello? Acaso, deseo creer, que en mí habéis querido encontrar esa misma fidelidad que ahora me ofrecéis. Nunca he sido otra cosa que profesor universitario: cuarenta y tres años hasta que me llegó el relevo y tuve que convertirme en un exiliado intelectual para continuar siendo profesor universitario. En esta larga andadura académica mi vida han sido mis alumnos.


Dad fe de mis palabras muchos de los que aquí estáis. Era la única forma de sentir la Universidad. He vivido años apacibles, y malos, muy malos años de convivencia, y mi corazón se atribulaba. Pude haberme quedado en Erlangen, en Heidelberg, en Brasil, en El Colegio de México, en California, o en Nueva York, pero nunca caí en la tentación. Un día don Ramón Menéndez Pidal, era el otoño de 1961, me escribió a Estados Unidos: «lSÍo se deje ganar por ese gran país. Aquí nos hace falta». Y volví. ¿Qué dejé? Recuerdo a Lope: «En la senda del vivir,/ no ir adelante es ir atrás». Volví y seguí con la mano en la esteva. Cuando en 1950 escribí un libro sobre el atlas de Rumania dije: «Allí, tan lejos, en Erlangen, el trabajo de cada día me llevaba hacia mis alumnos españoles. Para ellos estas páginas». Siempre mis alumnos españoles para que mi vida tuviera sentido. Y hoy vosotros me decís que acerté y me pagáis con infinita generosidad lo que fue la razón de mi vida.

Siento la Universidad. Somos profesores y alumnos, sin mesturas antinaturales y sin claudicaciones demagógicas. Sólo yo sé cómo se desgarró mi corazón el día que murieron juntos tres alumnos míos. Pero la Universidad no es un patio de Monipodio, ni un chalaneo de compadres, es algo mucho más digno, aunque a veces no lo parezca. Pero como tengo fe ciega en la institución de profesores y alumnos, sé que cualquier torpeza es ocasional y pasajera. No olvidéis que la Universidad de París nació de unas riñas de estudiantes pendencieros y que los graves sucesos de Oxford, en el siglo XIV, se tramaron en unos tugurios cuyos nombres conocemos. Oigo una canción goliardesca y mi corazón se emociona: Gaudeamus igitur / iuuenes dum sumus! Mientras seamos jóvenes, y en la senectud también: La Universidad ha llenado de espíritu inmarcesible a lo que fue canto de unos clérigos andariegos. Me emociona siempre escuchar la canción. La he oído en Burdeos, en Pisa, en Granada,, en Zaragoza, en Salamanca, en Valladolid, en La Laguna, en... Pero permitidme que, desde esta solemnidad y con la emoción que los años no atempera, recuerde el 29 de junio de Í951. La Universidad de Bonn había sido reconstruida. El rector Friesenhan pedía que nunca más volviera a arder aquel sagrado recinto; entonces se apoyó en los nombres de los profesores extranjeros que trabajaban por la paz en el ámbito de la Friedrich-Wiihems Universitat. En impresionante memento fue enumerando, uno a uno, el nombre de quienes eran su confianza. Un profesor español de 26 años escuchó su nombre y se juró íntimamente no ser otra cosa que profesor universitario. Y aquí lo tenéis fiel a su voluntad y fiel a esa palabra no pronunciada, pero que os deja a vosotros para que no olvidéis que el honor que le concedéis no lo merece, pero, que si tanta es vuestra generosidad, os entrega para siempre lo que ha sido el testimonio de su vida. Y que sigamos escuchando el viejo canto que nos rejuvenece:

Vivat Academia,
vivant Professores.
 

Vaya mi agradecimiento a los Departamentos de Lengua Española y Literatura Española y Teoría de la Literatura, a la Facultad de Filología —cuyo Decano, el profesor José Romera Castillo, hoy me apadrina— y, en suma, a la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en cuyo claustro, gozoso y honrado, me integro.


INTRODUCCIÓN: LA GRANDE Y LA PEQUEÑA HISTORIA


Siempre tras la faz de una moneda está el sello que, inseparablemente, la contempla. También la grandeza va acompañada de menudos quehaceres, pero sin ellos no entenderíamos lo que aquella es. Dando vueltas a estas ideas, nuestros investigadores hablaron de intrahistoria, los hechos pequeños que sirven de sustento y justificación a los grandes: egregio testimonio la generación del 98. También en las Indias contemplamos, y acaso más que en ninguna otra parte, este contrapunto que en un momento puede alzarse sobre los hombres insignes. Motivo de enorme trascendencia sociológica y literaria, porque si en la Península la vida de aquel mozuelo de pocos años creó —ni más ni menos— la novela moderna, por aquellas mismas calendas, hombres sin relieve alzaron su voz contra el servilismo de los aduladores. Bernal Díaz del Castillo justifica su Verdadera Historia como el deseo de puntualizar las cosas: Gomara escribió de y para Cortés; el soldado, para aquellos compañeros suyos que dieron vida a las gestas que crearon la grandeza mítica del héroe:


Entre todos nosotros había caballeros y soldados tan excelentes varones y tan esforzados y de buen consejo que Cortés ninguna cosa decía ni hacía sin primero tomar sobre ello muy maduro consejo y acuerdo con nosotros [...] Parece ser que a los soldados nos daba Dios gracia y buen consejo para aconsejar que Cortés hiciese todas las cosas muy bien hechas (cap. LXVI).


El cambio de perspectiva ha sido total, la biografía renacentista heredaba la tradición clásica y la hagiografía medieval, pero lo que Bernal hace es colocar en un primer plano la historia de aquellos soldados «idiotas sin letras» que habían compartido penurias y sacrificios con el caudillo. Estamos en un obligado esperadero: además de una literatura de sesgo tradicional, había aparecido otra que modificaba la perspectiva y que era nueva. Pero entre ambas, la visión de los hombres que vivieron la andadura de América desde su oscura condición. Ni escribieron las crónicas, ni crearon una admirable literatura artística; se acercaron —en su visión— a la que tuvieron los hombres que no llegaron a los grandes banquetes. Fueron unas gentes que escribían, o hacían escribir, unas cartas familiares, con pocos arrequives literarios y sin más pretensión que decir aquello que afectaba a su gris existencia. Pero, en la monotonía y uniformidad de sus sentimientos, latían unas verdades que no llegaban a la literatura grande y mil motivos que se pierden antes de arribar a los libros. Tenemos retazos de vida, intensa o sin relieve; el espejo que refleja unos rostros apacibles o iracundos; la infinita soledad o la nostalgia que corroe. Sencillamente, cartas personales enviadas desde todos los rincones del Nuevo Mundo. Cartas que pretenden decir la verdad pequeñita y limitada que cada uno posee.


En las páginas que voy a comentar hay mil noticias que, a veces, cobran aire de pudorosa confesión, como si para ellas valiera la bien sabida sentencia de Cicerón en Ad familiam (5,12): Epístola non erubescit. La carta no sonroja. Por eso no pocas miserias de las que se cuentan y por eso nosotros sentimos la hermosa sensación de poder tener una vieja carta en la que un hombre desnudó su alma, se consoló contando sus propias desazones y sintió cómo renglón tras renglón su alma se tranquilizaba si no llegaba a purificarse. También, el reconocimiento de los errores cometidos o la contumacia para perseverar en ellos. Suelen ser cartas cortas o, al menos, relativamente cortas, y, rara vez, largas. Sobre todo en aquellas en las que se cuenta la historia de una vida. Para ellas valdría algo que Pascal dejó escrito en una de sus Provinciales: «He escrito esta carta un poco larga, porque no he tenido tiempo de hacerla corta». Como las peripecias —inacabables— de unos hombres que no permitían ser breves y, alguna vez, incluso, en la post data acababan poniendo lo más importante del contenido, hacién¬dole tener apariencia de ocurrencia accidental.


Nos encontramos muy lejos de aquellas gentes que escribieron sobre América con el pretexto de informar o de hacer literatura. Ahora, no. Acucia la necesidad de cada cual y lo que nos transmite —sustancialmente— es la realidad en la que vive y en la que se debate con mayor o menor fortuna. Es otra faz de algo que ya sabemos y que va signado por nombres más o menos ilustres (Colón, Hanibal Ianuarius, Diego Álvarez Chanca, Giovanni De Bardi, Américo Vespucio, Pedro Vaz de Caminha, etc.): esta otra literatura se nos va configurando al margen de muchas cosas, pero, en lo que no es, se perfila su carácter bien diferenciado.


Enrique Otte publicó un libro lleno de emoción, se titula Cartas privadas de emigrantes a Indias. Lástima que la transcripción no tenga ningún valor filológico y nos quedamos sin saber algo fundamental y que trasciende hasta hoy mismo: cómo era la lengua de aquellas gentes y cómo se iba ordenando en la nueva realidad que nacía. Sin embargo, las cartas nos van a valer para otras muchas cosas.

LAS NOTICIAS Y EL FUNCIONAMIENTO DEL CORREO


El «español en Indias peregrino» se asienta, pero la tranquilidad, rio siempre duradera, se desasosiega por la falta de noticias. Está lejos de lo que ha sido su costumbre y empieza a saber lo que es la soledad. América será un gran continente para las soledades: la del hombre ante la naturaleza, la de la mujer por la ausencia del varón, la del niño por el vacío de los padres. Así es hoy y en los primeros tiempos se iba ya conformando. El hombre está en una tierra inmensa, pero inmisericorde. Diego Martín de Trujillo se encuentra solo, no podemos decir que sea un dechado de diligencia, pero los años pesan y la lejanía abruma. Entonces, un primero de abril de 1562 escribe a Alonso de Aguilar a Garcicós, aldea de Trujillo:


Muy maravillado estoy a cabo de once años que ha que vine a estas partes no haberme escrito una tan sola letra, con haberle escrito a v.m. tres cartas por veces, no sé qué es la causa, si v.m. las ha recibido, porque el camino es tan largo que no dejo de creer no haber llegado a ojos de v.m., ni tampoco he visto letra de mis hermanos, en que tengo gran pena por no saber de su salud y de mi hija Ana de Aguilar, y su madre más, que es mucho el deseo que tiene de ella, porque será ya mujer para tomar estado [...] y si supiera que mi hija Ana de Aguilar juere viva y se quisiere venir a tener mi compañía y la de su madre le enviara con qué viniera muy a su honra.

E1 recuerdo atenaza: la hija perdida, pues «Dios nos trajo tan lejos», sin saber si el destinatario está vivo o si está muerto, las noticias de la patria «que meten grima». Pensamos en el desasosiego de este hombre que va envejeciendo y cuya soledad aumenta con la falta de noticias, pero se consuela en esos seis hijos que le han nacido de Mencía Álvarez —tres varones y tres hijas—, en la tierra que ha comprado, en el ganado que le renta dos mil pesos cada año, sí, todo está bien, pero Andrés Martín hace tres años que fue con mercancías al Perú y nada se sabe de él, nada tampoco de los muchos deudos que están en España y la hija, «si por ventura fuere casada, que se venga a estas partes».


Iremos repitiendo una salmodia: «no debe ya de haber hombre que se acuerde de mí», «de veinte y tantos años que ha que. estoy en estas tierras no he visto carta ninguna de v.m.», «muchas tengo escritas a v.m. y de ninguna tengo respuesta [... o por] que no recibe v.m. las mías [... o por] que debe v.m. faltar del mundo», «entendido he que estáis casada con un hombre de bien, cierto no por vuestras cartas, ni por las de vuestro marido, quienquiera que es», «mi señora, tanto descuido habéis tenido en avisarme de vuestra salud, ya va para seis años, que si no fuera por la fe que tengo de vuestro amor y voluntad para conmigo, creyera que en los nidos de antaño no había pájaros este año, y que con la ausencia habías perdido la memoria de mí», «procura de avisarme si sois vivos o muertos». No exijamos más y pidamos también coherencia. Ahí quedan los testimonios de unos hombres que no pueden seguir arraigados, porque la adversidad, echaba unos dados que rodaban mal. Antonio Mateos escribe desde Méjico a su mujer: diríamos que casi se había apresurado, pues contesta un 1° de marzo de 1566 a otra carta recibida el 28 de noviembre del año anterior, pero que había sido enviada en 1564; como la que llega al canónigo Rodríguez Pardo en 1581, escrita más de un año atrás y que él responde el 16 de octubre del 82; o la que recibe Rodrigo Álvarez, de Guamanga, casi cinco años después de escrita en Badajoz. Los temores amagaban por doquier: ¿se perdían? ¿eran respondidas? Algún precavido como Francisco López de Salazar se decidió a enviarlas por duplicado; otros, las hacían interminables para que, si llegaban, no escasearan las noticias, como aquel Celedón Favalis que se disculpaba por ser «tan breve» y había escrito un memorial que impreso ocupa más de cinco páginas en largos renglones y letra menudita.


Lo que sorprende es que no se perdieran otras muchas cartas, dirigidas más o menos como la botella que el náufrago lanza a las olas turbuletas: «A mi hijo Juan de Sande Téllez, que Dios guarde, en Sevilla o en Madrid», «A mi hija Catalina de Moya, en lá ciudad de Córdoba», «A mi muy deseada señora mujer Catalina de Palma, en la ciudad de Sevilla», «A mi señor hermano Juan Hidalgo, en Medina del Campo o donde estuviere». Sin embargo, hubo quien afinaba no poco: «A la muy magnífica señora Magdalena de Zúñiga, a la puerta de Santo Domingo Real, frontero de un barbero, en casa de la lavandería de la reina pasada, en corte», «Al muy magnífico señor Juan de Camargo Sanabria, escribano de su majestad y de secuestros de inquisición, en Llerena, en el Maestrazgo de Santiago de la provincia de León. Vive junto a la fuente pellejera». Están también los muchos avisados que en el sobrescrito ponen lo que se debe pagar por el porte, supongo que generosamente para que la carta no se detenga por el camino.


Los correos pugnaban con un tiempo hostil, pero no lograban vencerlo, porque tardar un año en llegar no era demasiado demorarse una carta, ni acaso dos, según las impaciencias. Los corresponsales tampoco eran muy activos: Marcos de Irunaga tarda tres años en responder a su hermano; Francisco de Leiva, cuatro; Juan Delgado, cinco a su padre y sabemos de otras cartas de seis años atrás, o de trece o quince sin noticias. Impresionan los espacios que van quedando vacíos; la cronología se mide por muertos. Continuamente las palabras de conformidad o de dolor por los huecos que van sintiéndose por doquier. En los días del barroco se dijo en un verso que estremece: «y contaré a los vivos por los muertos». Este tiempo que huye implacable va dejando una estela de difuntos amados y, lo que acaso es peor, la inquietud temblorosa por no acertar con lo que se siente por seguro («Al señor Bernal de Venegas escribo, aunque me dicen que no es del mundo, no le escribiré sino dos renglones», «Si fuere muerta» o «si es vivo»). Entonces se habla a los muertos como si su presencia pudiera estar detenida: «mi mujer lo tiene por cierto que v.m. es muerta», «Por amor de Dios, [...] v.m. sea servida de escribirnos». La muerte se espera en cada pliego y las noticias vagas que van llegando son un coro de negros presagios. No hay literatura comparable a la de la incertidumbre medida por latidos. Muchas veces el decoro ante lo ineluctable, o tras el acompasado murmullo que no acaba de convertirse en definitivo silencio. María Bazán de Espeleta escribe a su hijo que está en Jerez de la Frontera: ha quedado viuda y se acurruca bajo una sombra de negros presagios.
 
Sus palabras tienen ecos del Muerte que a todos convidas y suenan como una endecha tradicional:

No escribo por lo que dicho tengo [la muerte de su esposo], que traer a la memoria y tratar una tan grande desdicha como la mía no me basta paciencia [...] Mire qué tal estoy que el primer pliego de la carta va escrito al revés [...] Si es vida, hijo de mi alma, que estoy tal que he tenido miedo de perder el juicio. Porque estaba una de las más amadas y envidiadas y prósperas mujeres de las Indias, y si no considerase que es hecho de la mano de Dios y me abrazase en su pasión y me consolase con su buena muerte, no sé qué habría sido de mí. Ruego a Dios me tenga de su mano, amén. [...] Mi vida, si Dios no lo remedia, creo que será poca. No querría dejarlos en esta tierra. No le pido, amado hijo mío, que venga [...], sino que como a mí me aconteció esta desdicha de no morir en mi casa, no quería que a la lumbre de mis ojos que se le aconteciese algo.

Como muestra del ritmo lento con que la vida fluía, me permito transcribir unas líneas que Luis Martín escribe a su hijo Juan Fernández:


Aquí me escriben de razón una mujer de un Andrés Martín, que le avise si es muerto o vivo. Cuando vine a estas partes oí decir a mi tío Francisco Ovejero que este Andrés Martín residía en un pueblo que se llama Guadeca, cincuenta leguas de esta ciudad [Méjico], y que tiene una recua, y oí decir que la vendió y que mercó una estancia de ovejas, y habrá de esto diez y siete años. No he sabido más de él, yo sabré si es muerto o si es vivo y avisaré en las primeras cartas que enviare.

La lejanía, el correo incierto, la desidia en el escribir, y en el contestar, la zozobra ante la vida y la muerte, todo hizo que el tiempo se descompasara en América. Las pesas del reloj caían con incierta cadencia. En la sabana de Bogotá hablan de poesía Jiménez de Quesada y Lorenzo Martín, que defienden los metros tradicionales; Juan de Castellanos muestra sus preferencias por los endecasílabos italianos. Pero hay más: Castellanos nos ha transmitido «seis coplas» que le dieron copiadas. Eran unas octavillas octosilábicas (abbaacca), según dice eran las «que entonces se usaban por acá». Por 1545, había conocido a Lorenzo Martín, pero en la Cuarta Parte de las Elegías, terminada en 1601, vuelve al recuerdo de las viejas porfías y defiende la licitud del endecasílabo, a pesar de su carácter innovador, pero «son también de nuestra lengua». ¿Qué había llegado a las Indias, si 1601 veía como innovación los versos italianizantes? Las cartas de los inmigrantes son de 1540 a 1616: toda la vida poética de Juan de Castellanos. No deja de ser una nqtable coincidencia de eso que llamamos arcaísmo. No salgamos de la mitad del siglo xvi: por 1548, se compone en coplas de arte mayor un poema anónimo, dedicado a la conquista del Perú, otras trazas de Juan de Mena se encuentran en poemas de Indias. Y no hemos hablado de otros empeños. Pedro de Valdivia escribe al Emperador: ante mil dificultades que van surgiendo, decide enviar al capitán Alonso de Monroy a las tierras altas del Cuzco; el lugarteniente consiguió hacer leva y regresó, pero «tardó dos años justos en su viaje».

MARIDO Y MUJER


De acuerdo con las prescripciones reales, los casados debían pasar a Indias con su mujer. A Juan Díaz lo prendieron por estar sin ella, lo encarcelaron, lo vejaron y otros le robaron la hacienda; no son tan explícitos otros, pero todos tienen el mismo temor: «Para poder pasar los hombres casados a las Indias han de traer licencia de su majestad, y ésta no se da sin la de sus mujeres». Los que están en América sueñan con la llegada de la esposa. Son cartas llenas de emoción y de ternura, valederas tanto como las protestas que manifiestan. Voy a transcribir muy pocas líneas y a ellas refiriré todas las demás, que son infinitas:


Tengo muy gran pena de la soledad y trabajos que ha pasado con mi ausencia, y así deseo mucho que ambos hagamos la voluntad de Dios'[...] y que acabemos esta mísera vida en su santo servicio, y así, señora de mi corazón, vista la presente se venga en el primer navio que salga.


Gran consuelo he recibido con sus cartas, no solamente en ver que haya sido mujer para poder llevar la carga a solas, como por ver que dende allá me dé consuelo y me anime a mí acá, para poder llevar mi soledad, de verme sin ella, [...] por tanto, señora mía, os pido [...] que no me hagáis mentiroso, porque tengo dicho a todos mis vecinos qué habéis de venir en estajlota.


La esposa como espejo de bondades y manadero infinito de nostalgias. No sé si las fórmulas de espera pueden llamarse retóricas cuando aquellos hombres, desde su soledad y en la amargura de los días pasados en pobreza, escriben sin saber que nuestra sorpresa los descubrirá después de varios siglos: «envío por mi mujer, para que venga acá, porque sin ella estoy el más triste hombre del mundo», «os aguardo con entrañas de amor y con corazón sacrificado», «en esta vida no tengo más bien ni más gloria que saber nuevas de vos, mi regalo. Y doy mil gracias a Dios que por mi buena suerte os me dio por mi esposa y compañera, aunque la suerte me ha sido enemiga en castigarme con solo estar ausente de vuestro regalo, etc.».

Posiblemente ninguno de ellos sabría de un poeta llamado Garcilaso, pero las protestas de amor y fidelidad que desgranan recuerdan el Escrito está en mi alma vuestro gesto. Nos hacemos cargo, también, de desahogos menos emocionados, como los de esos otros hombres que se sienten carne pecadora y temen en sus soledades. Pedro Martín no se anda con remilgos:


Con el contento [de vuestra venida] me hallaréis más mozo que cuando de vos me partí, y en lo que os han dicho que yo estaba amancebado, yo os juro a Dios y a esta cruz que os mintieron, porque á más de un año que no sé tal aventura, etc.

Bien es verdad que no falta algún machista como Alonso Herojo, desde Tunja, o picajoso, como no debió faltar alguna que —desde la visión del marido— estaba mejor suelta que sujeta al yugo.


También ahora, lo de siempre. Aunque sin saber nada más que estas cartas y la nada, o casi nada, de sus autores y de sus corresponsales, nos llegan unas vaharadas de emoción, como al leer al pobre de don Antonio Mateos que llamó a María Pérez, su mujer, y pensando que se vendría a Puebla, marchó al valle de Atlixco («adonde se coje trigo dos veces en el año»), compró cuatro pares de bueyes «y todo lo necesario para nuestra vivienda», pero María le dijo que ni iba, ni pensaba ir; Antonio se desprendió de sus adquisiciones y compró una recua de caballos «para sacar el trigo que había cogido allí», vendió la harina, liquidó la recua, volvió a los ganados, esperando siempre la llegada de la esposa; después de la recua, compro mil quinientos carneros... Y así debe andar desalado después de tantas cuitas como le produjo la renuncia de su mujer por las Navidades de 1558. Otros no se empeñaron por enmarañarse la vida, y se decidieron por la poesía. Probablemente Dios no llamaba por ese camino a Sebastián Pliego, de Mecina de Buen Barón, por tierras de Granada. Pero el hombre estaba enamorado y le pide a su mujer que le traiga «un taleguillo de romero y espliego»; con esta suave carga y una criatura de pecho, las provisiones que se deben hacer no son pocas y enumerarlas es largo. Lo malo es que, de pronto, Sebastián se pone de mal humor porque le asalta la duda de que Mari Díaz no se decida al viaje; entonces jura no volverle a mandar dinero, pero se arrepiente, la esposa le hace encargos y se arranca en algo que quiere ser verso. Se lo reconstruyo tanto como permiten sus líneas irregulares:


En el nombre de Dios, mi vida,

Uno y Trino omnipotente

os quiero trovar ahora,

porque os holguéis al presente. Vos os llamáis Mari Díaz.

Para mí no hay otra tal,

daros tengo una sortija

de oro, que es buen metal. Señora tan deseada,

mujer de mi corazón,

como uséis tal traición,

dejaros desamparada

en tierra sin promisión.

Noches y días me ocupo sólo en

pensamiento. Bien entiendo que por

mí vendrás donde Dios me trajo,

porque yo lo ruego así.


En esta tierra dó estoy, no falta

sustentamiento. En esto, mujer, no

 miento, porque doquiera que voy,

 luego a allí a comer me asiento.

Qué le vamos a hacer. El numen no daba para más y Sebastián dijo en renglones cortos lo que, más o menos, había dicho en otros más largos. Me he limitado a ponerlos de forma que la rima quede al final de la línea por si Mari Díaz me agradece la buena voluntad, y para dejar en buen lugar a Lope «[...] hacer versos y amar/naturalmente ha de ser».


Con versos y sin ellos los emigrantes querían tener cerca a sus mujeres, y entonces las halagaban con la tierra prometida, pues «acá las mujeres no hilan ni labran ni entienden en guisar de comer ni en otras haciendas ningunas, sino sentadas en los estrados, sino holgándose con visitas de amigas que tienen concertado de ir i las chácaras y otras holguras». Claro es que así estaban las mujeres acomodadas y con marido, pues las que no tienen amparo «no valen nada, ni pueden ganar de comer, porque acá no hay servicio».


Esta forma de ver las cosas sería paralela a la pretendida honra de los hombres, pero América vino a configurar tales problemas de una manera distinta a como estaba en España, y a ello tendremos que hacer no pocos comentarios. De momento abramos un paréntesis a la honra para fijarnos en el honor. Las cartas se detienen en una teoría que afecta a la mujer. Según la común doctrina, que la infidelidad del marido para nada lastima a la familia, pero sí la de la mujer. Sobre estos principios de manifiesta injusticia, el teatro áureo montó un edificio con mil obras, espléndidas algunas. Por eso los esposos extremaban su celo para que la mujer no cayera en tentaciones y la buena fama de la familia no llegara a lastimarse. De ahí las precauciones que nuestros maridos extreman: Rodrigo del Prado parece un casado teatral. Escribe a su hermano Pedro, que está en Sevilla, y le recomienda el viaje a las Indias trayendo a una hermana común; los avisos que formula podrían recitarse en cualquier escena:


Mira que os digo que abréis el ojo en mirar por nuestra hermana, y se os ponga por delante que es mujer y que su honra es la mía y vuestra y la de todos. No os descuidéis punto en mirar por ella, porque el viaje es largo y suele haber mil trabajos en él, dígolo porque lo sé muy bien, como hombre que lo he visto con mis ojos.
Pedro del Prado no estuvo solo: Alonso de Belorado escribe a su cuñada pidiéndole autorización para que el marido pueda trasladarse a Méjico, aunque el inconveniente «es el quedar v.m. ahí sola, y ser v.m. en quien todos tenemos puesta y depositada nuestra honra. Pero [...] estoy muy cierto y seguro que todo el tiempo que mi hermano estuviere ausente vivirá v.m. con el encerramiento, recogimiento y clausura que a todos importa». Entonces, lo más seguro es encerrar a la esposa en un convento.


En más de una de estas cuestiones de principio hemos visto la conducta taimada de alguna gente. No deja de sorprender que Alonso Hernández espete a su hermano Sebastián una serie de consideraciones que haría falta saber cómo fueron recibidas. Sebastián enviudó y volvió a casarse; debió decir que su segunda esposa era rica y que querían mudarse a las Indias. El precavido Alonso no tiene pelos en la lengua:


No sé yo para que v.m. quiere venir a Indias, que basta la honra para tener de comer [...] tengo miedo, si alguna cosa enviase a v.m., que no vendría acá ni saldría de ese pueblo, porque hombre que tanta honra tiene, qué quiere buscar más (Historias de vida).

Cuanto hemos venido contando eran retazos de muchas vidas. A veces —demasiadas— nos daban aspectos de una psicología muy simple y de unas pretensiones de carácter harto elemental. Así y todo, reuniendo esas disiecta membra podemos conocer un tipo de hombre que pasó a Indias, sólo un tipo, y no diría que el mejor, aunque sí el más abundante. Nos faltan los hombres de la evangelización, de la generosidad, de las organizaciones ejemplares. Nos quedamos a solas con los pobretones que vinieron a hacer sus Indias y que nos fueron mostrando unos estereotipos bastante reiterados, aunque no podamos decir que no hubiera matices entre ellos.
 

Lope pintó un indiano que también ha cruzado reiteradamente por estas cartas: el emigrante que pasa a las Indias, que casa con mujer rica, enviuda y se encuentra dueño de cuantiosa fortuna. Tenemos más o menos lo que los sociólogos llaman «historia de la vida». También nosotros abandonamos la creación literaria para saber qué fueron algunas de aquellas vidas en el Nuevo Mundo; como si hiciéramos una encuesta antropológica, tenemos ante nosotros el relato de una presencia sobre la tierra, quitemos la sobrestimación personal, la exageración de lo que se cuenta, quitemos todo cuanto queramos, pero tendremos la relación verosímil de algo que existió o que pudo haber existido. Oigamos alguno de estos relatos.


El capitán Alonso Rodríguez de Villaenizar es protagonista de una triste comedia: Juan Rodríguez lo engañó a porfía, le mintió en sus informes, le impidió prosperidades; le resultó tahúr, descastado, ladrón y, por si fuera poco, se casó con la hija del capitán «que podía ser mujer de otro más hombre de bien». Alonso Rodríguez tenía minas, milpas, esclavos y todo se le perdía hasta que decidió revocarle el poder que había concedido. Para compensar tanta desdicha, envía dineros a sus parientes de España y hace generosas caridades, aunque anduviera en habladurías de comadres. Alonso Rodríguez no era perdonador y deseaba la muerte de su yerno; poco remedió con ello. Ya se sabe: «Yerno, sol de invierno, sálese tarde y pónese luego».

No argumento para una comedia, sino para una larga novela, darían las andanzas y desventuras del madrileño Celedón Favalis. Pasó a Cartagena de Indias, de allí a Nombre de Dios, luego se avió para Panamá y entonces empezaron sus amarguras: subió por el río Chagre, donde casi se ahogó, perdió sus vestidos, le mordió una sabandija que estuvo a punto de hacerle perder la mano y el brazo izquierdos. No podía curarse porque su compañía eran micos, monos y caimanes, y, menos mal, que se acordó de unos ensalmos que le hicieron cuando le mordió un lobo y, mal que bien, salió adelante. Volvió a su hambruna y el camino de doce días lo hizo en veinticinco. Por fin llegó a Panamá, supo que un tío suyo estaba en Lima y nuestro hombre allá se fue: de nuevo, mil necesidades; a tres días de la salida, se iban anegando y en la isla de Taboga (a sólo cuatro leguas del Callao) tuvieron que alijar la nave; reemprendieron la singladura, pero la embarcación siguió dañada. Nuevos padecimientos, pues el maíz y los aguaceros le hicieron enfermar «de manera que todo mi cuerpo era una llaga». Al fin llegó a Puerto Viejo, «que es el primer puerto de la costa del Perú» y, de nuevo, a la mar, hasta Paita, donde arribó tras sesenta y seis días de incomodidades, y, por tierra, se enderezó a Lima: no tenía los hados propicios, y vio cómo un terremoto asolaba la ciudad y, en el Callao, se «salió la mar de madre», destruyendo el poblado y las mercancías. El tío buscado no aparecía, pues se había ido a Méjico o a China, pero le dejó un billete anunciándole el regreso en ocho meses; los plazos cumplidos, el pariente no apareció. Nuestro hombre buscó quien pudiera ayudarle y Simón de Roa se apiadó de él y le dio cobijo. Empezó negocios en los que no salió lucido y, como no trajo dineros, no pudo invertir en las minas del Cuzco o de Potosí. Sin embargo, se creyó capaz de aconsejar inversiones para las Indias. La novela ahora se dispersa con la historia de las desgracias de Vicente Rodríguez, pero pronto vuelve a sus consideraciones morales y acaba de pedigüeño. Otra historia, la del hombre «flaquito, mozo», que vendía cosas «de naipes y brujerías» en la calle de Santiago en Madrid. Al fin, casi inevitable: Celedón pide a su padre que le envíe sus armas bien pintadas para que las cartas que le escriba vayan selladas y se identifiquen fácilmente. Acaba con notificas familiares, deseos para su larga parentela. Estamos en Lima el 20 de marzo de 1587 y la correspondencia no sigue. Ojalá el bueno de Celedón Favalis pudiera reunirse con su mujer y llegara a viejo para contar a sus nietos la desastrada historia de tantas andanzas y de tanta calaña de gentes como le tocó sufrir.


Gonzalo Ribas Valdés, no fue hombre apacible, sino más bien violento. Pasó trabajos, no quiso saber nada de su padre, ha tratado de vivir donde todos lo ignoraran, pero se arrepintió y pidió perdón. Nuestro hombre ordena en capítulos su relato, recaló como soldado en el Perú, tras conocer «la mayor parte de estas provincias, de las cuales habrá pocas partes de que yo no de buena relación, y estas partes que digo las pasé con harto trabajo mío». Se hizo rico y añora regresar a España. Pide armas a su padre y algún pariente para que le ayude en sus necesidades: cree que, cuando vino a Indias, tenía «un hermano chiquito» que bien valdría para la ocasión. Han pasado muchos años y Gonzalo no sabe si tiene padres o parientes a quienes escribir, pero confía que su carta llegue y aconseja los trámites que se deben cumplir emigrar. También él, tras el arrepentimiento, quiere el escudo de su linaje pintado en pergamino. Al final, nuevas súplicas de perdón.


Hemos visto el desarrollo de tres vidas en unos años que no fueron pocos. Leemos estas páginas y nos anonadan los trabajos, las almas torturadas, las continuas zozobras. En el trasfondo no hay cosa que hombres que sufren y que nos dejan con la incertidumbre de lo que pudieron ser los desenlaces cumplidos. El lector de hoy ha seguido aquellas andanzas y queda sobrecogido. Hay gentes no tan buenas, pero las hay que sufren abnegadamente, o que odian. Es, mil veces repetida, la condición humana. Y las Indias generosas de sus bienes, pero avaras —muy avaras— de sus hombres. He leído estas páginas y he hablado de comedia, una triste comedia, en verdad, y he hablado de novela. Tres vidas. Y, de pronto, mi recuerdo va a otras tres vidas que posaron sus plantas en tierras de América y a las que hizo llegar a nuestro conocimiento la pluma de un novelista de hoy. Antonio Prieto escribió su hermosa narración Tres pisadas de hombre. La leí hace casi cuarenta años y, entonces, me impresionaron unas líneas:
 
Por el camino de Tachepure, cerca de una inmensa roca llamada «silueta trágica», me encontré a tres tipos curiosos. Con ellos llegué a Caramago y allí, en la plaza de Atenas, estuvimos jugando a las cartas. Sus nombres eran Gad, Juan y Luigi. Los recordaría entre un millón de hombres y dentro de un millón de años.


La lectura me hizo pensar en el teatro barroco o en el cine de Akira Kurosawa. Acabo de contar otras tres historias de América y me queda la honda impresión de esos tipos a los que he tenido bajo mis ojos. Alonso, Celedón y Gonzalo jamás podrán ser olvidados por muchos que sean los días que pasen y por muchas las gentes a las que conozca. Sus vidas han tenido el desarrollo lineal de la novela clásica y, a veces, el desvío hacia otras vidas que confluyeron en las que se narran. Pero en un punto, los relatos se han interrumpido: como en esas novelas contemporáneas faltas de desenlace para que el lector le dé el que crea que debe ser. No el que fue. O ambas cosas a la vez: el que fue y el que —desde nuestra perspectiva— queremos que hubiera sido. Nada es verdad ni mentira... Tenemos informes verídicos o posibles, tanto da, pero en un momento lo que se ha narrado ya no cuenta, son nuestros cristales los que deben colorear el desenlace de aquellas vidas. Porque las Indias descarriaban a los hombres y los devoraban. ¿Qué sabemos nosotros?

CONCLUSIONES


Leer estas 650 cartas no deja de ser una apasionante experiencia. Nos descubre el comportamiento de ciertos españoles en las Indias del siglo XVI. Pero como la comunicación se hace del único modo posible, la letra configura el pensamiento de estas gentes. Decían, sí, lo que querían. ¿Pero estamos seguros de que así querían decirlo? Había muchas veces amanuenses interpuestos y en alguna consta el dolor de no encontrar el escribano que actúe de eslabón en la cadena. Por otra parte, una carta es siempre un modo de hacer literatura: no todo es espontáneo cuando se tiene un pliego bajo los ojos, y si no que lo digan esas mil fórmulas retóricas que se emplean, aunque sea para hablar con la propia mujer. Y, también ahora, había conciencia de cómo la lengua iba cambiando. Tenemos esa otra literatura que dice, aunque no lo diga con las exigencias de la creación estética. Y esto nos colocaría en otro marco de validez de la literatura que comento, pues un autor que se decía «idiota, sin letras» tenía un buen programa de escritor, justamente el de muchos de los que pres-tigiarían el español del siglo XVI Permítaseme copiar unas palabras de Bernal Díaz del Castillo de cuya validez no podemos dudar, pues ahí está la espléndida realización de su Verdadera Historia:


[él escribe] según nuestro hablar de Castilla la Vieja, y que en estos tiempos se tiene por más agradable, porque no van razones hermoseadas ni policía dorada, que suelen poner los que han escrito, sino todo a las buenas llanas, y que debajo de esta verdad se encierra todo bien hablar (CCXII, p. 303).


El texto justifica no sólo a quien lo escribió, sino a todas estas gentes que hablan y copian, o les copian, lo que dicen: todo a las buenas llanas. Digamos español de las tierras —heterogéneas— de aquellos hombres que transmiten sus preocupaciones, sus cuitas, sus amores, y sus odios. Si acaso falta algo para hacer literatura es la ficción, pero la ficción no es imprescindible, ¿inventaban mucho Cortés o Bernal o Cieza de León?, y si de ficción queremos saber, baste con leer ese capítulo que he dedicado a las Historias de vida, increíble en muchos de sus motivos, pero que sabemos ciertos. Como tantas veces, la realidad convertida en literatura por más que ahora se muestre bajo unas pretensiones que nada quieren tener de relatos fantásticos. Por eso estas cartas son la otra literatura que no debemos olvidar, con su propia «gramática» y sus recursos expresivos bien caracterizados. Así, pues, nos enfrentamos con un procedimiento intermedio entre la pura oralidad y la elaboración artística, inclinándose a los recursos coloquiales o a los estereotipos acuñados por un uso culto, aunque no bien asimilado. A veces, apuntando el origen regional de los que redactan (safrán por azafrán, quedar por dejar, olear por «dar los santos óleos», mollinita por llovizna, leísmo), y otras descubriendo algún rasgo fonético (¿seseo?, ¿ceceo?) en unas transcripciones que no valen para caracterizar ningún tipo de fonética. Así pues, ni más ni menos que los recursos que podemos aplicar a cualquier estudio de un texto, aunque ahora el texto aparezca fragmentado y escrito por multitud de autores diferentes. Sería un nuevo modo de poderse acercar a esta otra literatura. Esto es lo que puede servir de una manera singular: la conversión en un corpus unitario de lo que se presenta como teselas de un mosaico. Entonces hemos podido reconstruir un relato coordinado y homogéneo que sería la vida de unas gentes, algo que no difiere mucho de esas novelas-río en las que sobre una acción (uno de los procesos posibles de colonización) van reflejándose los protagonistas que la hicieron, con sus calañas, con sus sentimientos, con sus ambiciones. Todo condicionado por la psicología de cada uno, aunque con la repetición de tantas afinidades se haya podido escribir el relato de una sociedad, con independencia de los hombres que nos han dado el desarrollo sincopado de sus propias existencias.

Con las limitaciones que he señalado una y otra vez, esta colección de cartas es de inmensa importancia. Historiadores, economistas, sociólogos, antropólogos y muchos más investigadores hallarán en ellas mil posibilidades para sus estudios. Después de un largo caminar, me encuentro con una variedad de motivos que me han ido ofreciendo por doquier. Algo hemos aprendido de la condición de aquellas gentes y de sus comportamientos. Ese algo no está sólo en lo que he explicado sino, también, en lo que no he podido comentar. He querido que hubiera un contrapunto a todos estos hechos con lo que sabemos por los cronistas de primera hora o por los escritores que podían dar una imagen depurada de estos materiales ofrecidos sin pulir. Hemos encontrado unas gentes que han sufrido, y que, sin embargo, no se dieron cuenta de lo que hacían sufrir; que mezclaban a Dios en cada acto de su vida y que lo olvidaban miserablemente cuando de los demás se trataba, que amaban y odiaban queriendo o sin darse cuenta. Sé que así es la condición humana, pero no ésta la mejor, ni la que yo quisiera amar, pero no puedo desentenderme de cientos y cientos de hombres con los que he convivido y en los que veo reflejada una historia que yo sigo padeciendo. Ese yo es un profesor de historia de la lengua española, que es fiel —¿hace falta decirlo?— al áspero solar en que nació, pero que ama —lo asegura— tantas y tantas tierras de América en las que ha ido dejándose el alma a túrdigas en una efusión cordial. Por eso escribiendo este trabajo ha sufrido y ha amado; nunca ha sido parcial, sino que querría haber actuado con objetividad. Y si hubiera pecado de afección, la hubiere querido tener con los que padecen injusticias, las hayan hecho quien haya sido. Y, sabidos los dolores de los españoles, está con los indios y con los negros. No hace la fácil dicotomía de aquí el bien y allá el mal. Bien y mal anduvieron entremezclados; mucho mal del que hoy vemos, no lo era en el siglo XVI, pero no por ello dejó de existir. ¿Qué es lo que estas cartas han venido a mostrar?
 
En primer lugar, unos emigrantes que pasaron a Indias. ¿Codicia insaciable, ilustres hazañas? Todo anduvo junto, aunque los dados ahora han caído sobre el tapete de la codicia, pero tampoco podremos decir que las cosas sólo tengan un corte. Los que vinieron también eran hombres de carne y hueso (y de alma), padecían por culpas propias y por debilidades ajenas, ¿o es que nada significan las líneas que voy a transcribir? Juan de Aguilar escribe a Lope de Parada, en Huete, y le dice algo que nos produce escalofríos:

Bien creo que v.m. sabrá la muerte de Juan del Castillo, que haya en santa gloria, y la muerte de los sobrinos de v.m., y asimismo la muerte de su hermano, que haya en gloria, que fue tomado por los indios a manos y le comieron. Esto sólo lo lea v.m. para sí, y no dé parte v.m. a mi señora ni a la señora mi hermana Beatriz de Parada.

Pero esta gente que se afincó en las Indias, traía una visión del mundo, aunque pronto la trocara. Ya he aducido el caso de Celedón Favalis, que se curó con unos ensalmos, como hoy lo curarían los rezados de cualquier pueblo de Canarias. Pero traían costumbres, como la de los toros ensogados que Juan de Mercado hizo correr en Cartagena de Indias cuando supo que le había nacido un hijo en España. Las Indias, de Indias, sólo tienen el, nombre, pues «al fin es un traslado, como si se sacaran todo de España». Todo se ha trasplantado, la visión de las cosas y de los hombres también: las gentes de Triana «no tienen cimiento en la cabeza, ni tienen el decoro que se debe guardar», las de Sevilla es mala gente «mucha de ella, y viven de rapiña» y los vizcaínos «cortos, así en razones como en obras». Todo seguía siendo igual,
salvo los hombres, que empeoraban. La vida se les hacía inestable porque  las personas nunca estaban en un cabo,  «sino siempre andando de aquí para allí», y «los amigos en esta parte no son fijos», -con lo que la gente se hace huidiza y poco fiel; puede haber algún criollo de la tierra que sea muy virtuoso, pero lo normal es que haya «mucha gente perdida, más que en España»: todo porque la conciencia se ha relajado por las ganas de no trabajar y de enriquecerse pronto. Entonces no podemos esperar otra cosa que una lasitud de costumbres y un afán de aparentar lo que en España nunca hubieran podido exhibir. La sociedad se iba cambiando y se creaban unas nuevas clases que ya poco tenían que ver con la sangre, por muchos escudos que quisieran ostentar los emigrantes. Había aparecido el hombre enriquecido por Dios sabe qué caminos, o que, por demasiado sabidos, más valía olvidar, es el perulero, que en 1590 ya ha llegado a Cartagena de Indias y que se convertiría en tópico literario.


La gente seguía con sus apariencias y sus pretensiones. Basta pasar los ojos sobre las provisiones que quieren llevar en la larga travesía, muchas necesarias; otras de aparente presencia; algunas, de admirable inutilidad, como aquel ruego que el calcetero Roberto de Burt hace a su mujer Ana Franca. Desde Lima explica el marido cuántas cosas necesita: camisas, buenas tocas, «un manto de lustre porque no se usa otra cosa en esa ciudad, por pobre que sea la persona», servillas, chapines, «muy buenos aderezos de cabeza, porque acá se usa mucho»; de otras cosas, ya le informarán, pero «no olvidéis de comprar un sombrero de dama con lindas plumas, que es para presentar a una señora que me lo ha encomendado». Es admirable esta meticulosidad. Años y años después, Concolorcorvo iría a Lima y nos dejaría una aguda descripción: tanto se ataviaban las mujeres que más bien parecían los ángeles que se pintan en los retablos.
 
El mundo que se estaba formando era un mundo incierto y bullicioso. En él se vivía con la zozobra de las noticias perdidas o no llegadas. Como desesperados SOS de náufrago, los emigrantes envían sus mensajes y no sabemos si arribarán a las suaves arenas de la otra orilla. Va ganando a estas gentes su soledad o su angustia. Sólo ademanes de muerte en cada pliego y el signo de interrogación como única respuesta. No vienen los esperados y el tanto trabajar produce abatimiento: ¿para qué? Las uñas de los alcabaleros se tienden inmisericordes y el hombre empieza a pensar: ¿qué sentido tiene trabajar y qué sentido volver, si espera el garlito del recaudador? Entonces bien están las cosas como están: América para evitar nostalgias y el nacimiento de la utopía. Así se justifica su quehacer y moralmente así se justifican vivir el mejor de los mundos es desdeñar el pasado. Poco importan las causas, los resultados, sí. Tierra de promisión en la que hacer perpetua morada, frente a la miseria que queda tras la popa de la embarcación. No todos piensan igual y surge el contrapunto llamado nostalgias, en ocasiones con muy pocos remilgos: «esta tierra no hay que fiar de ella que por momentos los hombres tienen dolencias y se mueren como chinches». Amén. Ya hay nuevas singladuras hacia la aventura, pero ahora se llama China y, a pesar de todo, amagos de pobreza y trabajo fácil o difícil, que para todo hay. Las gentes son las que hacen el mundo a su imagen y semejanza. Libro cerrado no saca letrado. Aprender para medrar, pues necio es quien piensa que otro no piensa. El trabajo hace cambiar la sociedad y sus cambios repercuten en la lengua: los hombres se dan cuenta y se acomodan a las circunstancias, porque España es tierra mísera y el rey, señor de dedos largos. El relato se va escribiendo: ahora son los parientes los que traen desazones y no se vive para cuitas. La sociedad se va trasplantando apresuradamente. Y ya se sabe, parientes y trastos viejos, pocos y lejos. O el fraile predicaba que no se debía hurtar, y él tenía en el capillo el ánsar. Lo malo es que la conducta la vino a pagar el más débil.


Nos quedan unas historias de vida apasionante y, acaso, muy tristes. Es lo que se esperaba de tan inciertos pasos. El relato se termina: con las teselas sueltas hemos compuesto el mosaico que ahora queda ante nuestros ojos. No hay piezas perdidas ni tacos insuficientes. Todo justo y todo previsible. El todo es el desarrollo del argumento. Lo imprevisible, el color con que cada andanza pintaba las piedrecillas para que, además, el conjunto pudiera llamarse vida. Se ha cerrado el caminar y se han cerrado esas vidas que han asomado para representar su papel en aquel gran teatro del mundo.


Nos quedamos con esta otra literatura. Deslumbradora también, apasionante, humanísima. Es la vida y son las vidas. El río sigue fluyendo inacabable.


Madrid, enero 1993