| ||||||||||||||||||
Discurso del profesor José Ferrater Mora "Valor de la distancia"Doctor Honoris Causa en Filosofía por la UNED | ||
|
|
Se ha debatido a veces qué pueden significar los honores para personas vocadas a una actividad intelectual. Sobre esto, como sobre casi todo, las opiniones difieren. Unos juzgan que cuantos más honores, premios, galardones, distinciones y recompensas, tanto mejor, pues producen su efecto máximo un poco al modo como lo producían los bombardeos en la época pre-nuclear: por saturación. Otros se muestran al respecto indiferentes, o displicentes, o inclusive desdeñosos, sea por extrema humildad - lo cual es muy raro, tanto que yo lo tengo por no existente-, o bien -corno sucede a veces- por excesivo orgullo, así como por estar convencidos de que, siendo quienes son, y valiendo lo que valen, los honores y las recompensas no agregan nada a su ser y a su valor, antes bien pueden distraer de ellos. No es menester ser un blando y vago ecléctico para concluir que ni tanto ni tan poco. Los honores, premios y recompensas a la actividad intelectual son valiosos y deseables dependiendo de cuáles sean, y de quiénes los otorguen, y de si se han venido otorgando, o piensan seguirse otorgando, con plena justicia, amén de cierta parsimonia. Por lo que a mí toca, estimo que una de las distinciones más preciadas es un doctorado honorario otorgado en virtud de méritos profesionales y académicos. Para empezar, ello representa la opinión de los “pares” y en el asunto que me ocupa no hay tribunal de más merecido prestigio que el formado por los "pares», es decir, por quienes desarrollan el mismo género de actividad que el recipiente -que en el caso presente es, además, recipiendario-. Los “pares” son, al fin y a la postre, los miembros de la propia comunidad científica, y aunque no comparto la idea extrema de que las tituladas “verdades” en una ciencia son tales sólo porque han sido admitidas por la comunidad de quienes la cultivan, reconozco que de no haber semejante comunidad no habría tales verdades y que éstas están garantizadas por la labor seria, persistente y desinteresada de sus miembros. Así, pues, la opinión de los pares importa sobremanera; por lo general, suelen acertar, y si por acaso algunos emiten opiniones erróneas o poco justificadas pronto se encargarán otros de contrarrestarlas. Pero, además, conferir un doctorado honorario es como un generoso abrir las puertas de una institución a alguien, declarándolo persona grata y anunciando esta decisión en forma de no menos grata ceremonia pública con el fin de que quienes quieran enterarse se enteren. La persona a la cual se da tan generosa entrada puede ser alguien que profese en la institución y sea miembro de una de sus facultades, pero ello no es ni mucho menos indispensable, ni siquiera usual. Lo corriente es que la Universidad lleve su hospitalidad al máximo y, como en la ocasión presente, declare doctor “por causa, o razón, de honor” de la misma institución a alguien de puertas afuera, a quien se supone -y en el caso presente con muy fundadas razones- «simpático» en un sentido parecido al que esta palabra tiene en música - «cuerda que resuena cuando resuena otra+-, pero que, de todos modos, no es «de la casa» y, con todo, se le admite en ella, y «con todos los honores». Si esto no es motivo suficiente para sentirse a la vez agradecido y honrado, me pregunto qué otra cosa podría ser, pero sé de antemano la respuesta: ninguna. Este doctorado honorario ha sido conferido por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Dos de las palabras que figuran en este nombre han sido objeto de muchos, y muy variados, comentarios y estudios: la palabra «Universidad» y la palabra «educación». Yo mismo, que me he ocupado ínfimamente de asuntos pedagógicos, he osado emitir de vez en vez opiniones sobre la Universidad y sobre la educación universitaria. Sospecho que hay todavía mucho que decir en estos respectos y que siempre quedará algo por decir aun si sólo fuera porque el mundo sigue su marcha y lo que se haya podido enunciar en un tiempo sobre la Universidad O sobre la educación puede no encajar en otro. En cambio, poco se ha dicho, en comparación, sobre la palabra «distancia» -o, para ser más preciso, sobre el concepto que la palabra designa- y es posible que en lo que concierne a la relación entre la noción de universidad y la de distancia no se haya dicho prácticamente nada. Aunque sólo fuera con el fin de llenar un poco este hueco -pero es obviamente por motivos de mayor enjundia-, me permitiré ocupar el tiempo que como recipiente de este doctorado honorario se me consienta para disertar brevemente sobre esta noción. Empecemos con el significado común de «distancia», codificado en casi todos los diccionarios de la lengua: «espacio entre dos cosas, intervalo entre dos momentos o sucesos». Como sucede con tantos vocablos, «distancia» puede emplearse asimismo en sentido figurado. Y como también tantas veces ocurre, el sentido figurado más habitual conlleva un cierto desprecio. «Distancia» equivale a «diferencia» y «desemejanza notable» (que son voces valorativamente neutrales), pero también a «desvío» y «desapego» (que no son nada neutrales y son claramente peyorativas). ¿Por qué el predominio del cariz peyorativo en los sentidos figurados de «distancia»? Algunos motivos proceden del sentido común; otros, de la reflexión filosófica. Habitualmente se supone, o imagina, que lo que está distante no se ve bien o, en todo caso, no se ve tan bien como lo que está cerca. Esta suposición está fundada, a su vez, en una idea del mundo como conjunto de objetos macroscópicos -a diferencia de los mundos «microscópico» y -rnegascópico-, demasiado pequeños y grandes respectivamente para ser fácilmente perceptibles. «Visión», «percepción», y «mundo macroscópico- designan nociones estrecha- mente relacionadas; en todo caso, cada una se funda en las otras dos, y todas se hallan insertadas en un modo de habérselas con el mundo que debe mucho al titulado «sentido común» -el cual, para no complicar las cosas más de lo que ya son, consideraré prácticamente invariable y no sujeto a los vaivenes de la evolución cultural y biológica-. | ||
Consecuencia de este modo de habérselas con el mundo -que puede dar lugar o no a una explícita «concepción del mundo»- es la idea (o, para usar la palabra grata a Ortega, y en todo caso aquí más adecuada, la creencia) de que lo mejor para ver una cosa y, por extensión, para conocerla bien es que la cosa no esté demasiado lejos ni demasiado cerca, esto es, que se halle a una distancia «apropiada». Ahora bien, dentro de esta supuestamente deseable «distancia apropiada», se juzga preferible que la cosa esté más bien cerca que lejos. En consecuencia, la distancia, especialmente en el campo visual -del que subrepticiamente se han derivado muchas nociones no visuales-, es considerada como un obstáculo, o una especie de pantalla, que impide ver, y conocer, bien las cosas. Algo similar cabría decir respecto a la noción común de distancia cuando no se trata tanto de ver, o conocer, cosas como de emitir juicios sobre personas. También en este terreno se presupone que debe de haber una «distancia apropiada» equidistante del estar excesivamente «lejos» y el estar tan «cerca» que el juicio pueda llegar a enturbiarse. «La reflexión filosófica» es una expresión poco recomendable, porque son muchos los modos y maneras de llevarla a cabo. Algunos filósofos se muestran muy favorablemente dispuestos a abrazar creencias fundadas en el sentido común mientras otros se resisten a darles carta de naturaleza o tratan inclusive de desafiarlas, sea para sustituirlas por otras de muy distinto carácter, o bien, como sugería Hegel, con el fin de -ponerlas boca abajo». Por lo tanto, confino aquí el significado de «la reflexión filosófica» a la que practican los primeros. Estos dicen, o presuponen -aunque, siguiendo sus habituales propensiones, en formas singularmente enrevesadas-, lo que está implícito en dicho sentido común, y especialmente en el lenguaje corriente en el que se expresa. En consecuencia, mantienen que, por lo general, y dentro de una más o menos vagamente circunscrita «distancia apropiada» (que puede excluir lo que aparezca tan «remoto» que no haya más remedio que declararlo incognoscible), la cercanía es preferible a la distancia, especialmente en lo que concierne a la posibilidad de conocimiento (de cosas o de personas). Sabiéndolo o no, estos filósofos mantienen una opinión harto peyorativa de la idea de distancia. Piensan que para conocer bien una cosa -o un estado de cosas, o un hecho, o un fenómeno, o una situación, o lo que fuere- lo mejor es colocarse (episternológicamente) lo más cerca posible de ella. Siendo filósofos, no van a caer en la trampa de entender «cerca» en un sentido exclusivamente espacial o en uno estrictamente visual; quede eso para el «ser humano ordinario», que sigue también al sentido común, pero sin saber lo que hace. Lo malo es que tan pronto como es menester precisar la noción de cercanía desde el punto de vista epistemológico, el asunto se embrolla. Ninguna noción disponible resulta medianamente satisfactoria. La única que parece haber sobrevivido los embates de las críticas es la noción de experiencia, y ello acaso sólo porque es como un saco conceptual dentro del que cabe mucho -demasiado- de modo que cada cual encuentra en él lo que buscaba. Sin embargo, tan pronto como se empieza a caracterizarla, se deshace en una miríada de facetas. Se ha concebido la noción de experiencia de muy diversas maneras. No sólo como experiencia sensible, sino también como experiencia «intelectual», inclusive como experiencia -emotíva-, o como intuición (de lo que fuere. de las existencias, de las esencias, de la duración, etc.). En estas materias no parece haber otros límites que la posibilidad de agregar más y más adjetivos a un sustantivo. Lo único en que se ha coincidido es en que «la experiencia» permite «acercarse» a la realidad estudiada y, por tanto, permite entenderla mejor que cuando se halla «lejos» -lo cual quiere decir en muchos casos cuando no está inmediatamente presente, sino mediatamente aprehendida por operaciones «distanciadoras»-. No es muy claro lo que se quiere decir con éstas. Lo único claro es que en la ya clásica distinción entre conocer una cosa y saber algo acerca de ella, la cercanía (relativa) se equipara a la primera operación y la lejanía (asimismo relativa) a la segunda. Obviamente, dependerá del filósofo, o de la clase de filosofía que, para hablar como Fichte, el filósofo haya elegido, el que entienda de un modo o de otro que género de realidades son cercanas y cuál es la forma más apropiada de conocerlas. En todo caso, los filósofos a que aludo tienden a pensar que saber algo acerca de una cosa es, en último término, un modo defectuoso de conocerla, porque requiere una distancia (epistemológica) que sería conveniente reducir a un mínimo como primer paso para eliminarla definitivamente -a menos que sea lo opuesto: por requerir tal «distancia», el modo de conocer resultante es espurio. Por supuesto, exagero. Ningún filósofo -y menos todavía ningún ser humano de esos que ciertos miembros de mi gremio llaman todavía «seres humanos corrientes» y, por si fuera poco, «hombres de la calle»- se opone a la distancia, o a la noción de distancia, en la medida en que admite que es necesario, y hasta inevitable, conocer muchas cosas por así decirlo, «indirectamente», esto es, conocerlas a base de saber dónde están, cómo se comportan, qué propiedades tienen, en qué relaciones se hallan con otras cosas, etc., etc. Sólo ocurre que algunos filósofos tienden a pensar, como lo hacen asimismo ciertos antropólogos culturales, que si más no en lo que concierne a ciertas realidades (las personas o las colectividades humanas), las distancias son otros tantos obstáculos para «llegar al fondo» o «ver desde dentro» o «conocer por propia experiencia» o cualquiera otra de las varias maneras como se expresa la aprehensión directa e inmediata de ciertas realidades. ¿Por qué este desvío hacia la noción de distancia? Creo que es sencillamente porque no se tiene suficientemente en cuenta que la distancia proporciona, o puede proporcionar, perspectivas muy iluminadoras. Para empezar, la noción de distancia no es necesariamente incompatible con la de experiencia. El antropólogo Clifford Geertz ha propuesto una distinción entre conceptos de experiencia cercana y conceptos de experiencia distante, y ha aportado muy buenas razones, y especialmente prácticas, en su propio campo, para mostrar que los últimos conceptos son tan útiles y fecundos, si no más, como los primeros. Pero esté o no ligada a la experiencia, la idea de distancia cumple una función básica en las ciencias en la medida por lo menos en que el científico es, o aspira a ser, objetivo, esto es, a mantenerse (epistemológicamente hablando) a distancia del objeto considerado (el propio observador de procesos cuánticos no está ni mucho menos «dentro», o «cerca» de tales procesos, y menos que nada «simpatiza» con ellos). Cumple asimismo una función básica en el juicio acerca de personas o de los actos ejecutados por ellas: interponer una cierta distancia permite introducir la reflexión y evitar juicios precipitados. Es evidente que estoy considerando la noción de distancia como una capaz de juntar en un haz diversas ideas y actitudes -la prudencia en el juicio, la madurez en la apreciación, la objetividad en el conocimiento- y que la veo, por tanto no como una noción que excluya la proximidad o el interés, sino como una que puede situar a las últimas en la posición que les corresponde y no en ninguna privilegiada. En verdad, la distancia misma no es privilegiada, pero sólo una actitud «distante» puede reconocer sus propias limitaciones. He de confesar que, habiendo pasado tanto tiempo en desbrozar el camino para aclarar lo que la noción de distancia es, o la función que puede desempeñar, me queda ahora poquísimo para entrar en este prometedor territorio. Por fortuna, tengo un ejemplo a mano que puede decirnos más que muchos volúmenes sobre el valor de la distancia. La Universidad Nacional de Educación a Distancia es llamada así porque el contacto directo, o personal, entre el cuerpo docente y los estudiantes, es mínimo, o nulo. No hay duda de que ello tiene inconvenientes; ciertas enseñanzas son más efectivas, y en todo caso, más rápidas, si se imparten directa y oralmente. Pero, a la vez, tiene ventajas indudables además de la que indujo a fundaría. la de alcanzar a muchas personas que de otra suerte tendrían que permanecer fuera del mundo universitario. Entre tales ventajas hay la de permitir intervalos, de espacio y de tiempo, que dan oportunidad para llevar a cabo un modo de aprender, y de trabajar, que se ajusta al ritmo vital de cada persona, de suerte que el estudiante pueda elegir el espacio y el tiempo que mejor le convenga -y que en muchos casos es el que puede proporcionar resultados más efectivos-. La distancia no significa aquí, por tanto, indiferencia ni desdén ni falta de cordialidad ni ausencia de interés ni ninguna de las muchas cosas con que se amenaza a quienes, como yo en estos momentos, tratan de defender sus fueros: es simplemente una manera, entre otras posibles, de proceder sin precipitación y, con ello, de incrementar la dosis, siempre insuficiente en la vida universitaria (y en la no universitaria) de objetividad.
Pero, fiel a lo que he sugerido antes, he decidido adoptar una actitud menos impaciente y más reposada -si se quiere-, he puesto una distancia, que espero sea sólo temporal, entre el libro indicado y mis reflexiones. Llegará el momento de hacer lo que los filósofos hacen, o deberían hacer; confrontar sus pensamientos propios con los ajenos y hacerla objetivamente, es decir, respetuosamente, es decir a distancia. Valor de la distancia. Madrid, enero 1986 | ||