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Discurso del Profesor Juan Velarde Fuentes

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Ciencias Económicas por la UNED

Tres son los motivos de mi enorme agradecimiento a esta Universidad Nacional de Educación a Distancia. En primer lugar, por lo que supone este honor en sí mismo, para afianzar una vocación de investigación y docencia que se remonta nada menos que al año 1947. Desoí otros consejos, y fui persistente en mi intento de ser únicamente funcionario público y profesor universitario. Todo se me aclaró gracias a Milton Friedman, cuando éste cita, para explicar una posible vocación, estas preciosas estrofas de Robert Frost:


Dos caminos se separaban en un bosque amarillo. Y no pudiendo seguir los dos tomé aquel menos frecuentado, y eso lo cambió todo.

El que tal cambio sea ratificado por el severo tribunal de los doctores y colegas de esta Universidad, llamándome a su seno, me llena de satisfacción. Esto, he de decirlo con humildad, se liga al segundo motivo de gratitud. Samuelson nos señaló, en su discurso presidencial ante la American Economic Association, en 1961: "Los académicos buscan la fama"; no el dinero ni el poder. Lo primero queda para los empresarios; lo segundo, para los políticos. En el mundo científico sobre todo se busca 'la fama ante los colegas". La ilusión de que eso es lo que, benévolamente, se me otorga por este ámbito universitario de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, es el segundo motivo de mi gratitud.

Pero, sobre todo, existe una tercera causa. Stigler -y creo recordar que también Hayek- nos ha señalado que la creatividad científica debe ser reconocida en un momento concreto, para trascender de lo individual a lo social. Y he aquí que se me concede este galardón con dos colegas, el profesor Fuentes Quintana y el profesor Varela Parache, porque se considera que los tres, con nuestros trabajos, con nuestro papel académico, universitario y como funcionarios públicos, fuimos piezas de aquella transformación tan esencial de la vida española que provocó el Plan de Estabilización de 1959. Por supuesto que no lo hicimos solos. Por cierto, que encontramos apoyos como voy a señalar, en múltiples lados. Pero nos atrevimos los tres, y estuvimos, en ese momento crucial de nuestra historia, impulsando la economía española, cada uno en la medida de sus posibilidades, hacia el rumbo adecuado. El compartir esa gloria que tienen, indudablemente, por su enlace con el profesor Ullastres, mis colegas, Fuentes Quintana y Varela Parache, jamás lo agradeceré bastante a este claustro universitario. Los tres fuimos "testigos del gran cambio", y ambos, Fuentes y Várela, actores fundamentales.

¿Y por qué fue importante lo sucedido en 1959?

Existen dos momentos para nuestra economía española. El primero transcurre de 1820 a 1959. En ese periodo, según Angus Maddison, el PIB por habitante en paridad de poder adquisitivo se multiplicó por 3'03, en 139 años. El segundo, va de 1959 a ahora mismo. Tenemos datos aceptables -gracias a Angus Maddison y al Banco de España, que muestran que en esos 46 años -exactamente la tercera parte que en el tiempo anterior, el PIB por habitante, también paridad de poder adquisitivo, se multiplicó por 6'08. Ese cambio, tan radical en nuestra economía, es lo que conduce por ejemplo, a que en 1820, nuestro PIB por habitante en paridad de compra fuese el 59% del correspondiente al Reino Unido, y en 2005, el 85%, aparte de otra multitud de informaciones que podrían añadirse. En estos momentos, la economía española constituye parte del grupo de los quince países industriales más opulentos. Ha periclitado, precisamente desde entonces, aquella situación de pobreza que vemos reflejada en el famoso libro Los Males de la Patria y la Revolución Española de Lucas Mallada, donde se podía leer, desde 1890, aquello, que por otro lado era verídico y que explicaba una fuerte emigración, de que "por todas partes, sea labriego o artesano, el bracero español se halla peor vestido, peor alimentado y peor albergado que cualquier otro europeo de igual condición social"; o aquel agobio que destila de los editoriales sobre el hambre en España, de marzo de 1905 de El Imparcial, que acompañaron al envío de Azorín a las localidades que constituyen esa colección portentosa que es el conjunto de artículos de prensa titulados La Andalucía trágica, publicados ahora hace ya un siglo; o ese análisis científico, y tremendo, a mediados del siglo XX, de los motivos de la mala situación fisiológica de nuestros compatriotas que aparece en La Ciencia de la Alimentación de Grande Covián, publicada en Madrid (Pegaso, 1947). Hoy todo eso resulta extraño. El hambre en nuestra nación se ha esfumado como problema social y, naturalmente, la emigración se ha convertido en inmigración.

La modernización de España, su plena inclusión en la Revolución Industrial, con todos los precedentes que se quieran, tiene una fecha inicial: la referida a 1959, y una causa evidente, el Plan de Estabilización que a partir de junio de ese año se puso en marcha. Algunos fuimos testigos de todo lo que aquello significó. Por eso merece la pena mostrar sus raíces, en primer lugar; después, indicar quiénes fueron los artífices del cambio; finalmente, será preciso hacer una nueva referencia a qué factores hicieron posible que una alteración tan radical de nuestra vida económica diese continuos pasos hacia adelante y que no haya existido ninguna tentación significativa para volver a la vieja etapa que concluyó con el Plan de Estabilización. Por lo menos, en esa última parte será preciso incluir algunos nombres propios de políticos que hicieron posible que esa marcha fuese irreversible.

El viejo modelo de desarrollo que explica nuestra incorporación inicial a la Revolución Industrial tuvo lugar en el momento que parecía que Fernando VII abandonaba el Antiguo Régimen, mientras se independizaban los Virreinatos americanos y tras el Congreso de Viena, España pasaba a ser una potencia militar, política y diplomática, media.

Toda una serie de motivos, que ahora sería demasiado prolijo enumerar, condujeron desde entonces a una búsqueda de la industrialización apoyándonos en los siguientes ocho fulcros: En primer lugar en una política proteccionista, visible ya en el grupo de los constitucionalistas de Cádiz; que pronto se convertirá en bandera del partido moderado, con los impulsos muy notables provocados por Alejandro Mon; que la presión librecambista de Laureano Figuerola, en la etapa del Sexenio Revolucionario no hizo más que arañar levísimamente, que la Restauración de Alfonso XII afianzó en tres momentos clave como fueron el Arancel de Guerra de 1891, de Cánovas del Castillo, el Arancel Salvador, de 1906, con clarísimos designios industrializadores y las medidas de Maura, con el Gobierno Largo 1907-1909, en las que se observa una ampliación hacia el proteccionismo administrativo; que en el reinado de Alfonso XIII se mudó en nacionalismo económico, amparado además con el Arancel de 1922, a causa de la influencia de Cambó, pues basta recordar su discurso en Gijón, el 8 de septiembre de 1918, evocador en lo económico, en su duodécimo centenario, de la batalla de Covadonga; que, con las medidas de la Dictadura, y el bilateralismo proteccionista que marcó la política económica de la II República, se pasó a buscar de modo incansable la autarquía, como probó en su artículo publicado en WeltwirtschaftlichesArchiv Perpiñá Grau, en enero de 1935; y, finalmente, que la política proteccionista acentuada como consecuencia de la economía de guerra que existió, por diversos motivos, de 1936 a 1947, y que intentó convertirse en base de nuestro desarrollo económico industrializador, con la política de sustitución de importaciones que, desde 1947 a 1959, era visible en el conjunto de nuestra política económica.

En segundo lugar, todo ese mecanismo se hubiera venido al suelo si España no hubiese dispuesto de algún producto de exportación ávidamente demandado por el mercado mundial, que hacía posible adquisiciones de materias primas, de productos energéticos, de maquinaria y otro equipo capital fundamental, como el relacionado con los transportes -desde locomotoras y carriles a automóviles y asfalto para las carreteras, y de algunos alimentos, sin todo lo cual, la economía española hubiera entrado en una profunda crisis. Esas exportaciones, que hicieron posible que nuestra vida económica no se deteriorase de modo colosal, fueron, sucesivamente, la lana; el azúcar y el tabaco, sobre todo de Cuba; el vino; los minerales metálicos; los productos hortofrutícolas, y, muy especialmente, los agrios; finalmente, el turismo.

El tercer punto de apoyo fue el intervencionismo del Estado. Se inició con la Ley Osma de Azúcares y Alcoholes de 1907, y aunque, a partir de 1820 se buscó la libertad económica, en un proceso que concluyó en el reinado de Isabel II, con Maura, en esa fecha de 1907 y, más que con la anuencia, con el apoyo de los regeneracionistas, derivó en un conglomerado intervencionista-corporativo, que desde entonces no cesó de aumentar.

El cuarto punto de apoyo tiene algo que ver con esto. Se trata del impulso que recibe la cartelización. A partir de 1896, al aparecer la Unión Española de Explosivos, esta figura, muy importante en la vida económica germana se traslada a España. Pronto afectará al cemento, al acero, al papel, al alcohol, y se entrelazarán sus planteamientos con los del corporativismo que, a su vez, se relaciona con mucha intensidad con el intervencionismo del sector público. Como se ve, el mercado libre, abierto, se pasó a esfumar a pasos agigantados.

El quinto, corona todo este proceso. Después de las vacilaciones que dieron lugar, con la Ley de la Flota de Maura, a la creación de la Sociedad Española de Construcción Naval, y, algo más adelante, con el Monopolio de Petróleos por parte del Ministerio de Hacienda, la base de la CAMPSA, a partir del final de la Guerra Civil se generó, a través, inicialmente, de la RENFE, la Telefónica y el Instituto Nacional de Industria (INI), una creciente presencia de la empresa pública en nuestro país. En el caso concreto del INI, se intentó que éste fuese, primero, un instrumento al servicio de la defensa nacional, y, muy pronto, de la política de sustitución de importaciones. El profesor Torres señaló, en este sentido, que este proceso industrializador tenía lugar dentro de un planteamiento autofágico. Una expansión de este tipo requería importaciones importantes de equipo capital, de materias primas, de energía, y, al propio tiempo, al eliminar la posibilidad de exportar materias primas españolas -por ejemplo, minerales- porque este proceso las requiere para sí, amén de que al crecer la renta, ciertos productos alimenticios ricos pasan a consumirse en España, y no a venderse en el exterior. Todo se agravaba porque lo que se producía no era competitivo, con lo que, al sumar todos estos efectos, nos encontrábamos con que la política de sustitución de importaciones industriales creaba, paradójicamente, un déficit importante y creciente en la balanza por cuenta corriente.

El sexto punto de apoyo se encontraba en el manteni-miento de bajos tipos de interés a través de una origina estructura financiera. En primer lugar, la peseta, que había nacido con voluntad de formar parte del patrón bimetálico oro plata, muy pronto se desligó de esta exigencia y acabó por transformar el suyo en un patrón fiduciario plata, mientras que en el mundo avanzaba el patrón oro. Ajena a éste, la economía española, tuvo, en general, un tipo de cambio que depreciaba continuamente a la peseta, al par que, a partir de la I Guerra Mundial, se produjo el fenómeno, derivado del déficit del sector público, de la monetización de la deuda. La Banca privada actuaba, desde 1900, como Banca mixta, esto es, invertía a largo plazo con dinero que se le prestaba a corto, pero que no causaba preocupación porque el Banco de España, por un lado, y el fenómeno de la monetización de la Deuda, hacían posible que la liquidez del sistema bancario no disminuyese. Por otro lado, el proteccionismo garantizaba que las empresas que recibían los préstamos, no iban a tener que acomodar sus costes a los de la competencia internacional. Todo ello, como señaló Olariaga, a costa de que los españoles no supiesen a ciencia cierta el valor del dinero que llevaban en el bolsillo. Esta peseta ajena a cualquier disciplina derivada de su pertenencia a un patrón era una característica típica de nuestra economíal.

El séptimo de estos puntos de apoyo era un sistema fiscal de base real. Como habían señalado Carli, Verri y otros hacendistas, ya en sus trabajos relacionados con el fomento de la activcidad, tras la Guerra de Sucesión, en el Ducado de Milán, los negocios recibían un impulso que no se percibía en el sistema personal de tributación. El lado negativo era el fenómeno de la petrificación de esta imposición real. No. seguía la recaudación, más que con mucha dificultad, el crecimiento de la producción. Por otro lado, por la Ley de Wagner, para estar al día en la cobertura de las necesidades inherentes al desarrollo económico y social, era preciso incrementar el gasto público. Esto engendraba, de inmediato, un déficit, que al cubrirse con deuda, y ésta monetizarse al llevarla a pignorar al Banco de España, creaba por fuerza tensiones inflacionistas. Pero, para evitar una carga excesiva de la Deuda, se puso en marcha una imposición indirecta, que, al gravar el consumo de las gentes más necesitadas, actuaba como un factor típico de regresividad impositiva. Con todo eso, la distribución de la renta en España se hacía a costa de las gentes de menores ingresos y a favor de las clases más opulentas.

Desde Cánovas del Castillo se comprendió -y más adelante lo formuló gracias a un pequeño modelo econométrico por Flores de Lemus- que en toda esta maraña inflacionista y regresiva se almacenaba una violencia social muy fuerte. Desde mediados del siglo XDC, el papel de dirigentes obreros españoles en la Internacional, fue muy destacado. Salvo minorías no muy significativas, el sesgo, más que a planteamientos por la vía del partido obrero -que era lo que propugnaba Marx-, fue hacia reacciones por la vía del sindicato obrero, como defendía Bakunin frente a las tesis marxistas. Este anarcosindicalismo, en muchos casos, era simplemente, como atinó a denominarlo Constancio Bernaldo de Quirós, un espartaquismo que estaba presidido por la obsesión del "reparto". La violencia de este movimiento era, pues, notable, y ello frenaba la inversión. Por eso, el octavo punto de apoyo se buscó en una política social aparentemente muy generosa. Pero, también, a partir de Cánovas del Castillo, se señaló que sería complementada por una adecuada política arancelaria y apoyos de otro tipo, con refuerzo de los indicados hasta aquí. El aumento de los costes derivado de esta política social que, como se mostró tras la fundación de la Organización Internacional de Trabajo, a causa de las ratificaciones de sus recomendaciones, daba la impresión de ser muy avanzada y, en algunos aspectos, de las más progresivas del mundo, lo complicaba todo de inmediato. Esta realidad inflacionista con impuestos regresivos, con precios muchos más altos que los extranjeros, mientras que por la amplia oferta de mano de obra nacional, los salarios marchaban por debajo de los de la mayor parte de los países adelantados, echaba al suelo todo este planteamiento. La tensión social, por eso, no disminuía, y la política social española, desde Cánovas del Castillo a Girón, no lograba crear algo esencial para el desarrollo económico: la paz social.

Este entramado, basado en estos ochos puntos esenciales de la política económica, se fue creando a partir del reinado de Fernando VII y, sobre todo, del de Isabel II y, tras perdurar y ampliarse a lo largo de un siglo, era lo que existía a mediados del siglo XX. Parecía esencial para explicar el funcionamiento de la economía española. De ahí que se le haya bautizado como economía castiza española.

La destrucción de la economía castiza

Desde comienzos del siglo XX, apareció un conjunto de buenos economistas españoles preparados más allá de nuestras fronteras. La relación es conocida. Flores de Lemus, esencialmente en Tubinga con Bortkiewicz, un marshalliano, y en Berlín, en la Escuela de ese nombre, que encabezaba Schmoller, y tenía el complemento estadístico de Lexis, aparte de lo que aprendió trabajando con el gran hacendista Wagner; Bernis, tras acudir a la Escuela de Berlín, al trabajar con Edgeworth, el gran neoclásico, en Oxford, y con el inicial grupo institucionalista norteamericano en Nueva York; Zumalacárregui, convirtiéndose en el portavoz para España de la escuela de Lausana, con una firme posición adicional a favor de la Escuela de Viena; Olariaga, primero en el Londres de las grandes aportaciones a la teoría monetaria, cuando comenzaba a dar sus primeros pasos la London School of Economics en medio de la polémica entre gremialistas y fabianos, y después en Berlín, sobre todo como discípulo de Oppenheimer; Carande, formado profundamente en la Escuela histórica alemana, con una pequeña excursión hacia la exploración de Tugan-Baranowski; Valentín Andrés Álvarez, quien en París descubriría a Pareto y, desde ahí, saltaría a la investigación de la literatura marginalista; Manuel de Torres, quien se orientó hacia Italia, con sus trabajos desde Bolonia con personalidades tan importantes como el estadístico Gini y el hacendista Einaudi; Perpiñá Grau, con sus trabajos en Alemania, bajo la dirección de Lieffman, el autor de Schutzzoll und Kartelle, por un lado, y más adelante, en Kiel, con Harms y, desde luego, con el grande la teoría de la localización, Andreas Predohl; Olegario Fernández Baños, quien se proyectó hacia la estadística y la econometría después de sus trabajos en Bolonia con Enriques; finalmente, Castañeda, quien al estudiar la demanda de tabaco en España, en una tesis leída en 1936, demostró que estaba al día de las investigaciones de Schultz, iniciadas por el famoso trabajo sobre la demanda de azúcar publicado en 1925 en The Journal of Political Economy.

Todos estos profesores consideraban que el modelo castizo era, literalmente, abominable, y causa de multitud de nuestros males. Evidentemente, en sus estudios, sus memorias, sus dictámenes, sus informes, sus artículos, sus libros, lo manifestaban de modo continuo.

Fue Fernando María Castiella el que consiguió agravillar a todos los que estaban vivos en 1943, para que impartiesen la docencia en la recién nacida Facultad de Ciencias Políticas y Económicas. Solo, de este grupo, se le resistió Carande, porque se encontraba dedicado a su obra magna Carlos V y sus banqueros. Flores de Lemus y Bernis habían muerto. Allí explicaron, y, automáticamente, sobre una masa crítica que pasaba a ser mucho más grande que el pequeño ámbito donde hasta entonces habían trabajado quienes desde 1943 impartían en este centro sus enseñanzas, estos puntos de vista arraigaron. Fue esa Facultad, por diversísimos medios, la primera que clamó, sobre todo desde 1947, contra la política económica que, desde el siglo XIX, se seguía en España.

Esos licenciados en Economía pasaban a escribir en revistas científicas y, también, en periódicos; a dar conferencias; entraban en polémica abierta contra los defensores del modelo anterior; habían, algunos, hecho oposiciones a Cuerpos importantes de la Administración, y sus informes a las diversas autoridades comenzaban a ser leídos. Ignorar estos papeles de maestros y discípulos nos conduciría a no entender nada de lo sucedido. La sección de Economía del periódico oficioso Arriba, pasó a ser controlada por ellos. Incluso uno de éstos, Fuentes Quintana, llegó a criticar explícitamente las tesis inflacionistas defendidas en unos artículos firmadas por Hispanicus, un seudónimo de Franco, que tras la crítica, cortó la serie. El delenda est de la estructura recibida estaba claro para estos economistas.

Pero existió un factor exterior muy importante. España había vivido al margen de los conflictos continentales, desde que Prim se resistió a las presiones de Bismarck. Toda la política económica castiza pasó a tener una explicación en términos de nuestras relaciones exteriores. Había que procurar, como había predicado Ángel Ganivet, "no tener que depender del granero ajeno". Desde el proteccionismo a todos los demás puntos de apoyo del modelo castizo, existió un enlace entre la economía, la acción diplomática española y, por supuesto, los planteamientos militares. Véanse, en este sentido los Memoriales de Artillería, de Ingenieros, y, no digamos, las polémicas en la Armada. Se explicaba, pues, al modelo económico en función de mantener una economía ajena a cualquier posible abandono de la neutralidad.

Esta realidad permanece hasta 1953. La Guerra Fría había estallado en 1947, y al Gobierno español no le pareció mal participar en este nuevo y original conflicto que se desarrollaba en el Este de Europa. El gran protagonista de la contienda, por el lado de Occidente, eran los Estados Unidos. Tenía Norteamérica muy clara una convicción que enlazaba con los estudios que formulaban excelentes economistas sobre las restricciones al comercio internacional y sobre los errores que originaba el alejamiento de la economía de mercado. El Gobierno de Washington era consciente de que sin una economía muy sana, el ámbito europeo podría ser presa del comunismo.

Poco a poco, nuestros planteamientos bélicos y diplomáticos, nos llevaron, en 1953, a los Acuerdos con los Estados Unidos, lo que significaba una alianza militar con uno de los contendientes. Pero éste no ocultaba su preocupación por la situación económica española. De ahí que, en los propios Acuerdos de 1953, se señalase con toda claridad, que nuestra política económica debería efectuar modificaciones importantes para poder ser un eficaz miembro de la alianza anticomunista. Claro que una realidad económica, cuajada durante un siglo, ofrecía resistencias a cualquier cambio. Los intereses creados son siempre factores de freno a toda transformación. El profesor Muns nos ha relatado lo decisiva que fue una visita del entonces Secretario de Estado norteamericano, Foster Dulles, a Franco, para pedirle que abriese la economía hacia la ortodoxia, confirmándole que, si lo hacía, cualquier incidencia que pudiese molestar al equilibrio, no ya, económico, sino político español, tendría un respaldo firmísimo por parte de Norteamérica.

La acción diplomática española tendía a normalizar nuestra situación internacional. El ingreso en una serie de organizaciones, incluidas las propias Naciones Unidas, pasaba a considerarse como algo fundamental. Una de éstas, la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) se había convertido en la antesala para poder optar a uno de los dos grandes proyectos de vinculación económica continental: el del Tratado de Roma, que inició en 1957 una realidad novísima al surgir las Comunidades Europeas, tras la inicial del Carbón y del Acero (CECA), o el del Convenio de Estocolmo, o Asociación Europea de Comercio Libre (EFTA), que capitaneaba el Reino Unido. Pero he ahí que la OECE planteaba, ante el ingreso de España, exigencias notables de cambio de la política económica. Dígase lo mismo de los planteamientos del Fondo Monetario Internacional y de los del Banco Mundial, las dos criaturas nacidas con los acuerdos de Bretón Woods, y a los que España, desde el punto de vista diplomático, no quería renunciar. Los dictámenes y consejos de ambas instituciones eran clarísimas. Naturalmente, recibimos críticas análogas al aproximarnos al GATT, el Acuerdo General de Tarifas y Comercio, la reacción norteamericana contra la creación por la Carta de La Habana de la denominada Organización Internacional de Comercio, por poder actuar en ella la Unión Soviética.

En 1957 había cambiado el Gobierno. El Ministro de Comercio, Alberto Ullastres, era un convencido de que no existía otra vía que la de un cambio radical de la política económica. En una ocasión le pregunté cómo se había atrevido, en 1959, con una crisis enorme de balanza comercial, a abrir la economía, y me contestó: "Porque había estudiado a fondo el De Economía Hispana de Perpiñá Grau, y comprendido que si España quería prosperar, no tenía otro remedio que cambiar el cierre tradicional por la apertura. De ahí, de aperturas, no de cierres, es de lo que ha dependido nuestro progreso siempre. De cierres, de frenos, derivan sistemáticamente nuestros males". Otro Ministro, el de Hacienda, Navarro Rubio, tenía muy claro que sin equilibrio presupuestario era inimaginable el progreso de nuestra economía. Estas dos palancas en el seno del Gobierno, más el complemento de algunas otras, como el Ministro de Asuntos Exteriores, Castiella, presionaban en la dirección adecuada.

De pronto, el modelo que criticaban los economistas, las instituciones internacionales, ciertos miembros del Gobierno, se desmoronó. A partir de entonces, la política económica española contemplada a largo plazo se dedica, en lo esencial, a ampliar esa destrucción, esto es, a liquidar los focos que quedan del viejo modelo castizo. Focos, por supuesto, peligrosos, porque son capaces de generar, a poco que se les deje, intervencionismos, proteccionismos, corporativismos, retrocesos en el sistema tributario, tentaciones contra el mantenimiento de una moneda que dependa de autoridades supranacionales. Lo vemos todos los días. Y nuestro orgullo, el de los economistas de la generación de 1948 o 1950, como se la quiera denominar, es contemplar que ya no estamos solos en la denuncia. Es una cifra ingente la de los economistas mucho más jóvenes que nosotros, con una preparación técnica impresionante, quienes ahora se ocupan de ampliar la tarea que, en nuestros años mozos, muchísimo más solos, emprendimos para, se ha comprobado, el bien de España.

Ortega y Gasset, el 23 de noviembre de 1913 en el homenaje tributado a Azorín en Aranjuez, nos señaló como cuando, por ejemplo, cede la persistencia en el esfuerzo, porque triunfan la envidia, la ligereza, el desden o la desatención, "pierde la vida pública toda perspectiva y jerarquía, triunfa la ineptitud y se pone a gobernar la astucia". Precisamente, con actos como éste, se consigue que quienes estuvimos en la hazaña de 1959, y aún existimos, nos sintamos rejuvenecidos y dispuestos, sencillamente, a no cejar.

Madrid, enero 2007