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Discurso del profesor José Luis Pinillos Díaz "La Psicología Científica y el fin de la Modernidad"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Psicología por la UNED

 

Excelentísimo y Magnífico Sr. Rector, profesores y alumnos, señoras y señores:

Una de las experiencias más gratas de la vida académica es ver cómo personas que uno tuvo de alumnos son las que ahora llevan honrosamente las riendas de la Universidad, y las que consiguen cosas que no se podían ni soñar en mi tiempo: sin ir más lejos, una Facultad de Psicología como la de esta Universidad. A todos sus miembros, pero muy especialmente a su Decana, y al Rector y al Claustro de la Universidad, les doy las gracias más sinceras. Por mi parte, trataré de corresponder lo mejor que sepa a la confianza que han depositado en mi persona.

Y ahora, para cumplir con mi primera obligación como Doctor de esta casa, leeré un discurso que, si no bueno, será por lo menos breve. Es, como da a entender su título, una reflexión sobre los problemas que le plantea a la psicología científica el final de la modernidad en que se gestó su paradigma.


La psicología, vosotros lo sabeis mejor que nadie, se constituyó como ciencia, tardiamente y no sin problemas, en el último tercio del siglo pasado. Lo hizo bastante después de que Augusto Comte, allá por los años treinta del siglo XIX, fundara la ciencia social a imagen y semejazna de la física de Newton, esto es, prescindiendo de la introspección y la conciencia, que es lo que a la postre hicieron todas las ciencias humanas, incluida la psicología, o sea, el saber presuntamente encargado de ocuparse de la subjetividad. Guillermo Wundt, el fundador de la psicología científica, trató de mantener en ella los conceptos mentales y la introspección, pero hubo de apoyarse en la fisiología experimental para reforzar el status cientifico de la nueva disciplina. Uno de sus problemas consistió, como es sabido, en que una porción importante de la actividad psíquica, el pensamiento, no se prestaba a la experimentación, tal como lo exigía el método de la ciencia natural. Y no se prestaba porque su condición inespacial lo hacía inobservable por principio, esto es, de jure. Por ello es por lo que, junto a sus célebres "Elementos de psicología fisiológica", Wundt previó desde el primer momento la elaboración de una Psicología de los pueblos, de orientación claramente cultural, que tendría por misión abstraer las leyes del pensamiento a partir de sus productos, esto es, sin necesidad de observar y manipular los pensamientos mismos.


El otro escollo que el viejo maestro de Leipzig hubo de sortear fue el de las diferencias individuales. La psicología experimental de  Wundt, como hija que era de la ciencia de la Ilustración, se interesaba por unas leyes generales, de alcance universal, donde las diferencias individuales estaban de más, eran en realidad un estorbo. Su estudio se lo propuso a Wundt un psicólogo norteamericano, ayudante suyo, llamado James McKeen Cattell. Cuando Cattel propuso a Herr Professor el estudio de las diferencias individuales en los tiempos de reacción, la propuesta le pareció a Wundt ganz amerikanisch. Lo era, por supuesto. La Ilustración americana había sido distinta de la Europea, entre otras cosas porque en el "lejano Oeste" la iniciativa individual había desempeñado una función más vital que en la civilizada ilustración europea. En definitiva, por éstas y otras razones que ahora no hay tiempo de exponer, el ingreso de la psicología en la ciencia natural fin de siecle se hizo sacrificando dos aspectos esenciales del psiquismo humano: el pensamiento y las diferencias individuales.

Ahora bien, el que la psicología entrara tarde y bajo condiciones duras en el club de las ciencias experimentales no fue un hecho anecdótico y sin consecuencias. No fue casual, sino resultado inevitable te la estructura de la ciencia moderna. Y no fue tampoco irrelevante porque marcó de forma decisiva el destino mecanicista de la psicologlía durante más de un siglo. El que ambas mutilaciones, la del pensamiento y la de las diferencias individuales, se produjeran precisamente en el momento de la fundación de la nueva disciplina, confirió quizás al hecho un carácter traumático que luego ha pesado sobre el desarrollo de la disciplina. Es más, a juzgar por lo que todavía ocurre, yo me pregunto si las secuelas de ese trauma originario no persisten todavía. Me inclina a suponerlo la resistencia, en sentido psicoanalítico, que la psicología ha manifestado frente a los cambios epistemológicos y culturales acontecidos en Occidente en los últimos decenios.


Como saben, en su Estudio de la historia Arnold Toynbee llegó a la conclusión de que la modernidad se había extinguido hacia 1875, o sea, más o menos al tiempo en que Wundt estaba fundando la psicología científica en Leipzig. Fue a fines del siglo XIX cuando imperios, naciones, culturas que durante siglos habían llevado la iniciativa en el mundo empezaron a verse envueltas en una dinámica global, que hizo que dejaran de ser el centro de la historia. La física de Newton, que había sido la ciencia princeps de la Ilustración, el "nuevo Génesis" del conocimiento en que se habían inspirado las ciencias humanas, ya no era el sol en torno al cual habían girado hasta entonces todos los saberes. Unos versos de Alexander Pope expresan mejor que nada la inmensa admiración de que había estado rodeada antes la figura del gran físico inglés:

Nature and nature's laws lay hid in night;
God said, "Let Newton be", and all was light.

La nueva psicología participó de ese culto. También ella había sido deslumbrada por la mecánica infalible que gobernaba el universo. Pedir a los psicólogos que recién entrados en el templo de la Ciencia lo abandonaran era, me imagino, pedir demasiado. El episodio tiene todas las trazas de haber sido una especie de birth-trauma, de trauma del nacimiento que la psicología científica aún no ha superado. En fin, esto es lo que sospecho y lo que intentaré mostrar en mi intervención. Para ello, comenzaré por hacer algunas puntualizaciones de carácter histórico que sirvan de apoyo y de marco de referencia al resto de la exposición.

Por supuesto, la periodización de la historia es un ardúo problema que nunca se resuelve a gusto de todos. Las fronteras de las épocas son siempre escurridizas. No faltan quienes pongan en tela de juicio su realidad, ni escasean tampoco los convencidos de que una época como la modernidad está destinada a durar indefinidamente, igual que el progreso que representa. Por mi parte, yo soy de los que creen sencillamente que las épocas poseen una cierta unidad de estilo y una duración limitada. Es más, la magnitud de los cambios que vienen sucediendo en este siglo me inclina a pensar que la modernidad ha dado paso ya a otra cosa, cuyo nombre quizá no importa ahora mucho.

Dicho esto, y antes de seguir adelante, creo que debo aclarar un par de cosas de carácter léxico. Por descontado, en su sentido literal, el término moderno (del latín modo, 'reciente', 'de hace poco') se refiere siempre al tiempo del que habla. Desde una perspectiva puramente temporal, todo es moderno cuando acaba de ocurrir: haya sido importante o no, haya ocurrido en nuestro 'ahora' o en el 'ahora' de hace mil años. En este sentido, tan moderna fue la conquista de Italia por los ostrogodos a finales del siglo V, como la toma de Bizancio por los turcos en 1453, o la de Berlín por los rusos en 1945. Sólo que el vocablo 'moderno' se utiliza también como apelativo para designar un período histórico concreto, o sea, una época que es moderna por antonomasia: la Edad Moderna, esto es, la que se inició alrededor del año 1500 y supuestamente ha concluido en torno a 1900. Moderno es, pues, lo reciente, pero también es el apelativo de una Edad en la que la renovación de las formas de vida y del conocimiento ha sido constante y ha estado dirigida por una racionalidad universal, vuelta de espaldas a la tradición.


Por supuesto, otros períodos históricos, europeos o no, se han distinguido también por su renovación de las costumbres y por el desarrollo del saber; o sea, en este sentido también han sido modernos. Tal fue el caso del renacer carolingio en el siglo VIII, o del Proto-Renacimiento del siglo XII. En mayor o menor medida, es claro que muchas sociedades han tenido sus momentos modernos. Excepto que hay un período histórico, el que va del Descubrimiento del Nuevo Mundo al siglo XX, al que por su incesante actividad renovadora se le considera la modernidad por excelencia: la Edad Moderna. Con la salvedad, claro es, de que aun cuando se acepte esa periodización histórica en sus líneas generales, dentro de ella existen divisiones o subperíodos a tener en cuenta cuando se habla de la modernidad. Por ejemplo, hay historiadores y críticos de la cultura para quienes lo realmente 'moderno' es lo que ha ocurrido en Occidente a partir de 1848 o, si se me apura, tan sólo desde 1900. Bien entendido, sin embargo, que sobre el tiempo posterior a la Belle Époque hay muchas dudas de que pertenezca ya a la modernidad. Como veremos, algunos lo llaman postmodernidad, mientras otros prefieren hablar de neomodernidad. Pero con independencia del vocablo que se use, el siglo XX tiene todas las trazas de no ser ya moderno.

Huelga decir, por supuesto, que el final de una época no significa que tenga que hacer mutis por el foro, no quiere decir que haya de salir del escenario. En la historia hay discontinuidad, pero también continuidad. Una época termina cuando sus convicciones dejan de llevar la voz cantante, no marcan ya el paso de la sociedad. Las épocas duran lo que aguantan sus creencias, y es obvio que los ideales que entusiasmaron a los progresistas del siglo pasado o de principios del nuestro no conmueven ya a las generaciones de hoy: ni en política, ni en arte, ni en religión, ni tampoco en la ciencia.

De hecho, la Edad Moderna nació a la vida histórica aquejada de un mal incurable que, a la postre, es quizá lo que ha acabado con ella. Como es sabido, la Edad Moderna surgió de la confluencia del Renacimiento y otros hechos históricos, tales como el Descubrimiento del Nuevo Mundo, la Reforma y la Revolución científica. Todos ellos contribuyeron en mayor o menor medida a que Europa "renaciera de sus cenizas" y, por tanto, participaron en la génesis de la modernidad. Sólo que alguno de esos acontecimientos, por ejemplo la Revolución científica, fue contrario al espíritu humanista del Renacimiento. Es decir, la modernidad del humanismo y la modernidad de la nueva ciencia miraron desde el principio en direcciones opuestas. El hecho es realmente importante, de suma gravedad, porque como ha hecho notar Stephen Toulmin, en un caso se valoraba el particularismo y en el otro, el universalismo. Montaigne, por ejemplo, se oponía a que los asuntos humanos se resolvieran deductivamente, mediante la aplicación de una ley natural que obligara por igual a todos los individuos en cualquier tiempo y lugar. El procedimiento le parecía a Montaigne opresivo, contrario a la iniciativa y al despliegue de las diferencias individuales. Por su parte, en cambio, la nueva ciencia trataba justamente de formular en términos matemático-experimentales unas leyes necesarias para el universo de entes o procesos comprendidos en ellas. En otras palabras, para la nueva física las realidades concretas no eran sino casos particulares de leyes con valor universal. Como escribiera Voltaire en su "Filosofía de la Historia", y el ejemplo es válido para toda la ciencia de la época, la naturaleza del hombre es la misma en todo tiempo y lugar, de tal forma que a la larga los seres humanos no tendrán más remedio que adoptar las mismas verdades y los mismos errores en cuanto a las cosas que más excitan la imaginación.

En suma, lo que queríamos subrayar es que, ya en sus orígenes, la modernidad albergó en su seno una contradicción interna, que en seguida agravó el dualismo cartesiano. Efectivamente, de un tajo metafísico Descartes dividió al hombre en dos substancias malamente comunicadas entre sí. A un lado quedó el cuerpo, la extensión, sometida a la necesidad de las leyes causales y susceptible de observación. En la otra orilla, quedó el pensamiento, un cogito substancial inextenso, inobservable y ajeno al curso de las causas.

Desde entonces, el dualismo cartesiano ha acompañado a la modernidad, sobre todo a la psicología moderna, como la sombra al cuerpo. A perpetuar esta situación contribuyó también la resistencia de Kant a conferir la condición de ciencia a la psicología empírica, basándose en que el fenómeno mental, si me permiten decirlo así, era una cualidad dada en el tiempo, pero no en el espacio y, por tanto, no mensurable, no observable y ajena al curso de las causas.


Pues bien, conforme a esta clase de planteamientos, que por supuesto tanto en Descartes como en Kant son bastante más complejos de lo que hemos dicho, la ciencia moderna necesitaba objetos susceptibles de ser observados y manipulados, condición que evidentemente no cumplía la conciencia. La solución más coherente con estas exigencias era la que el propio Descartes había apuntado ya en su conato de reflexología, que La Mettrie popularizó en L'Homme machi ne, y fisiólogos como von Haller, Unzer y Prochaska orientaron ya hacia la reflexología stricto sensu de Sechenov, Pavlov o Bechterev. Durante algún tiempo, es cierto, el asociacionismo inglés y el sensualismo francés cultivaron una psicología asociacionista capaz de mediar entre el mentalismo y el materialismo. La solución consistía en aplicar el método de la física al psiquismo humano, de forma que las ideas se relacionaran entre sí según unas leyes de asociación (contigüidad, semejanza, contraste), que ordenaban el microcosmos de un modo parecido a como las leyes de la gravitación universal ordenaban el cosmos. Finalmente, por razones que ahora no hacen al caso, la mental philosophy no prosperó y el problema del dualismo se recrudeció, en el sentido de que la asociación de ideas dió paso a la asociación de estímulos y respuestas, bien en la versión reflexológica que ya estaba en marcha, bien en las aproximaciones al conductismo que surgieron algo más tarde. Finalmente, en la segunda mitad del siglo XIX también un sector de la psicología académica empezó a excluir de su paradigma las cualidades llamadas secundarias, aquellas que sólo tienen una existencia subjetiva en la mente de quienes las piensan, o las admitió tan sólo a título de epifenómenos, esto es, de cualidades que sólo tienen una existencia mental ajena al curso de las causas(1).

En los años 60 del siglo XIX se inició efectivamente la serie de las "psicologías sin alma" (Lange, Sechenov, Rush), como formas alternativas de psicología científica que pretendían ajustarse cada vez más al modelo determinista de la mecánica newtoniana, abandonando definitivamente el camino del espiritualismo. El desarrollo de esta tendencia alarmó al pensamiento más conservador y dió origen, como es sabido, a la famosa Methodenstreit de fin de siglo, es decir, a la polémica en que Dilthey, Ebbinghaus y otros notables de la época, por ejemplo, Windelband, se enfrentaron a propósito del objeto y método de la psicología. Wundt, con su actitud conciliadora, había intentado resolver el conflicto postulando dos clases de psicología, como ciencia natural una, y cultural la otra, pero el intento conducía a un paralelismo psicofísico que no prosperó. Dilthey, con su psicología
analítica y descriptiva, trató asimismo de ofrecer una alternativa centrada en la comprensión de la vida individual. Brentano hizo también lo que pudo para detener lo que se veía venir, pero finalmente en 1904 William James negó de plano la existencia de la conciencia en cuanto entidad substantiva, y pocos años después el manifiesto conductista de Watson acabó con lo que quedaba de la conciencia y su introspección. Al final, la conciencia fue condenada al exilio, de forma que cuando las guerras y los desórdenes políticos desmantelaron la psicología europea, se impuso el conductismo prácticamente en todo el mundo. En apariencia, el paradigma de la psicología científica moderna había triunfado por fin en toda la línea. Pero ¿fue así?
Antes de pronunciarnos sobre este asunto, conviene tener presente que justamente cuando la polémica del método la acababan de ganar los partidarios de que la psicología siguiera el camino de la ciencia natural, o sea, hacia 1900, fue cuando precisamente se produjo la crisis del modelo mecanicista al que la psicología lo había sacrificado todo, y cuando la modernidad entraba en la agonía. Cabría aducir que todo esto pilló a la psicología de sorpresa y no la dió tiempo a reaccionar. Cabría hacerlo, desde luego; excepto que esa hipótesis no es fácil de admitir. Es cierto que la crisis de la física moderna estalló en 1900 y se consumó en unos pocos años. Pero no es menos cierto que esa crisis venía anunciándose de tiempo atrás en las ciencias de la naturaleza, y no sólo en ellas.


Hacia 1850, la nueva sociedad industrial alcanza ya tal grado de complejidad que el universalismo ilustrado es incapaz de habérselas con la situación. No sólo el arte y la literatura, la política, la ciencia misma empiezan a acusar síntomas de pluralismo. De mil maneras que no es posible puntuar en unos minutos, a mediados del siglo pasado la modernización, esto es, la civilización industrial ha triunfado en toda la línea, pero a la vez ha complicado tanto la vida que, sin pretenderlo, ha multiplicado los puntos de vista sobre las cosas. A la vez que avanza, la modernización se enfrenta con unas minorías intelectuales cada vez más refractarias a admitir que, por el hecho de que la razón sea universal, todo el mundo acabará representándose el mundo de la misma forma. Dicho de otra forma, a medida que el capitalismo industrial alteraba la faz de las ciudades, complicaba la vida urbana y promovía la división del trabajo, el neoclasicismo fue revelándose incapaz de captar los rasgos del nuevo clima urbano, hasta que finalmente se produjo una crisis de la representación del mundo, a la que ni el arte ni la literatura, ni la filosofía, ni la política, ni tampoco la ciencia pudieron dar la espalda.
 
En 1811, por ejemplo, Fourier formula una teoría de la conducción del calor que más tarde servirá para resquebrajar la base del determinismo inherente a la física clásica. No mucho después, entre 1826 y 1829, el ruso Lobachevski expone unos principios de geometría no euclidiaria, en los que coincide con algunas conclusiones que el físico y matemático alemán Gauss no se había atrevido a publicar, porque chocaban con el carácter apriorístico que Kant y los idealistas atribuían a la geometría. Inmediatamente después, el húngaro Bolyai desarrolla una geometría similar a la de Lobachevski, lo cual en el fondo representaba un claro mentís a la teoría ilustrada de que los problemas humanos no deberían tener más solución que la determinada por la razón universal.


Mas tarde, investigaciones como la de Maxwell sobre las campos electromagnéticos, el experimento de Michelson-Morley, el descubrimiento de la radioactividad por Becquerel, las críticas de Mach a los conceptos newtonianos de espacio y tiempo, o trabajos como el de Henri Poincaré demostrando que el problema de los tres cuerpos no podía resolverse en términos de las ecuaciones lineales newtonianas, eran ya indicios de que la firmeza del edificio newtoniamo comenzaba a resquebrajarse. Por supuesto, en las últimas décadas del siglo pasado, la confianza en el Progreso era todavía grande y la física de Newton continuaba siendo aún la clave de la visión moderna del mundo. La Torre Eiffel, el automóvil, los aeroplanos, el cine, la luz eléctrica, la radio y quién sabe qué más eran cosas que entusiasmaban a las gentes de la Bel/e Époque. La ciencia era, sin duda, el patrón oro del conocimiento y la esperanza de la humanidad. El último año del siglo, al tiempo que se abría la Exposición Universal de París, el evolucionista Ernesto Haeckel dió a conocer Los enigmas del Universo, un libro que al momento alcanzó un éxito clamoroso. Los enigmas eran siete, como los días de la Creación, y todos habían sido resueltos ya por la ciencia, excepto uno: el de la libertad humana. Una cuestión que, dicho sea de paso, carecía de importancia, pues en el fondo no era sino una quimera teológica de tantas. No obstante, al tiempo que Haeckel lanzaba al aire las campanas anunciando el triunfo de la ciencia, Freud daba a conocer La interpretación de los sueños, y su psicoanálisis muy pronto esparciría por Europa, en seguida, por América, el germen de la grave desconfianza en la racionalidad humana que de alguna manera venía gestándose en Europa, donde la poesía, la novela, la filosofía hablaban ya de una sociedad decadente, atormentada por nefastos presagios. Pero ahora es la propia ciencia, nada menos que la física de Newton la que va a perder pie.En 1900, Max Planck entrabre la puerta de un mundo físico inquietante, inseguro, de infinita complejidad. Pronto, Einstein, Bohr, Heisenberg realizan descubrimientos que limitan el alcance de la mecánica de Newton, o lo que es igual, ponen en tela de juicio su pretendido universalismo. Y por si todo esto fuera poco, una guerra atroz se ocupó de bajar a la razón del pedestal en que la había situado la Ilustración, mientras sembraba el horror, la miseria y la muerte por los campos de Europa. Definitivamente, a partir de entonces el hombre moderno iba a dudar cada vez más de muchas de sus certezas radicales: entre otras, de la confianza ilimitada que había puesto en la ciencia.

Por lo demás, cometeríamos un grave error si diéramos la impresión de que estos cambios se produjeron sólo en la ciencia. Como ya hemos dejado entrever, la forma clásica de escribir y de mirar también se desintegró después de la revolución del 48. La visión unitaria del mundo heredada de la Ilustración dió paso al pluralismo. Artistas y literatos de la época intuyen que no es posible emplear un solo lenguaje para describir un mundo tan complejo y cambiante como el moderno.


Con la inauguración del "Salón de rechazados", en 1863, comienza el ataque de la pintura contra el gusto dulzón del academicismo al uso. Poco después, Gustave Courbet y Eduard Manet, en otra exposición famosa rompen con el academicismo, en nombre de una visión del mundo que, por lo demás, David y sobre todo Goya habían ya expresado antes. Las pinceladas de Manet aceleran la descomposición del espacio pictórico tradicional que se va a producir en el impresionismo. Pero la Olympía de Manet, "inspirada" en la Venus de Urbino, se diferencia ya de la del Tiziano en la clara intención desmitificadora de la composición. Manet pone un toque tropical en la diosa griega y la deja situada, como un centauro pictórico, entre la serenidad del Olimpo y el bullir del ágora. Un siglo después, Rauschenberg hará un collage postmoderno, colocando la Venus del Espejo, de Rubens, en pleno caos de la vida moderna.

El mundo de las letras experimenta una conmoción parecida al de la pintura. La estética es ya una alternativa a la mecánica. Escritores como Stendhal, Gautier o Gustav Flaubert se distancian también del naturalismo convencional y convierten la obra literaria en una realidad autónoma, centrada sobre sí misma. Después de escribir Madame Bovary, Flaubert llega a confesar que su aspiración máxima como literato sería lograr escribir una novela sobre nada.


Pero Baudelaire repesenta como nadie la aparición de una modernidad estética desgarrada entre la fugacidad del instante que pasa y las sugerencias de eternidad que contiene, de una modernidad situada en los antípodas de la modernidad racionalista. La aportación de Baudelaire fue decisiva, pues por la pequeña grieta que él había abierto entre lo eterno y lo fugaz irrumpió el desorden que alteraría la compostura intelectual de la Ilustración:


Tout le chaos roula dans cette intelligence, temple autrefois vivant, plein d'orde et d'opolences(2). 


Es cierto. No pasa mucho tiempo sin que Federico Nietzsche baje efectivamente el puente levadizo por el que han de acudir en tropel los instintos que tomen por asalto a la razón. Ahora, exclama el autor de Mas allá del bien y del mal, ahora

nuestros instintos vuelven galopando en todas direcciones:
nosotros mismos somos una especie de caos (3).


Nietzsche es la figura intelectual que abandona el camino de la ciencia moderna para ceder el paso a la sensibilidad, pero también a la voluntad de poder que, desde hacía ya tiempo, estaba agazapada tras la razón. Nietzsche, en suma, impulsa un concepto de modernidad que surge como alternativa al clasicismo naturalista; es un viraje en redondo de la conciencia estética, que se produce a la par de los acontecidos en el mundo de la ciencia. Por eso llama más la atención que la psicología científica no reaccionara ante los cambios.

Pero no lo hizo. Aferrada a su modelo originario, la psicología académica siguió el camino emprendido, intentando suplir con variables intermedias la ausencia de un sujeto advertido de sí. Poco a poco, animada por la mayor apertura de la física postclásica a los problemas de la subjetividad y de las causas finales, la conciencia volvió a dar señales de vida, aunque no muchas. Probablemente, en el retorno del exilio influyeron también la cibernética y la teoría de sistemas. Pero tengo la impresión de que la estructura básica del paradigma siguió siendo aún la que solía. Y no tanto porque las posibilidades de acogerse a otros modelos de física se hubieran aprovechado poco, porque eso suele llevar su tiempo, sino porque las críticas que se han hecho en este siglo al modelo de ciencia y de razón heredados de la Ilustración, sobre todo las hechas desde el postestructuralismo, el deconstruccionismo y la postmodernidad, han sido acogidas a la defensiva, sin ánimo aparente de enterarse de lo que pudieran tener de válido. La crítica de la representación, la deconstrucción del concepto de objetividad, las objeciones a la idea de Todo, a la noción cartesiana de sujeto y a muchas cosas más o han sido ignoradas, o rechazadas por sistema, esto es, sin entrar a considerar de buena fe la parte de razón que pudieran albergar. Y esto no es exactamente lo que ha ocurrido en otras ciencias humanas.


Yo acepto que, de todas ellas, nuestra disciplina puede que sea la que se halle más próxima a la ciencia natural. Pero no lo está tanto como para considerarse a sí misma una ciencia natural sin más. La conducta humana no es sólo biología. El hombre es un ser de cultura, que difieren en aspectos esenciales del resto de las especies. Ese 1 % de que hablan algunos biólogos para minimizar la diferencia entre el hombre y el animal es pequeño, sí, pero es decisivo para ser o no ser. No querer tener en cuenta la conciencia y la finalidad, situar esta clase de conceptos extramuros de la ciencia, pudo tener un sentido en el siglo XVIII y hasta a principios del siglo XX. Hoyes ya un anacronismo. Cierto que su inclusión en la psicología lo complica todo. Naturalmente que lo complica. Sólo que pretender cultivar, cara ya al año 2000, una ciencia al margen de la complejidad resulta, para decirlo muy suavemente, un poco pintoresco. Cuando hablo de estas cosas, algunos psicólogos me dicen: sí, sí, todo eso está muy bien, pero ¿cómo se hace?


Ese es su problema, no el mío. De todos modos, supongo que por donde habría que empezar es por abrirse algo más a los grandes cambios que han tenido lugar a lo largo de este siglo en otros sectores de la cultura, en las demás ciencias humanas y, tal vez sobre todo, en la propia epistemología de la ciencia natural. Ciertamente, el libro colectivo sobre el postmodernismo y la psicología, que coordinó hace unos años Steiner Kvale , es una aproximación prudente, aunque nada entusiasta, a esa cuestión(4). Pero lo que prevalece en el gremio, y discúlpenme si me equivoco, es más la desconfianza y la refutación formal. Se pone más empeño, valga el ejemplo, en demostrar que el concpeto de postmoderno es una contradicción in terminis que en averiguar qué es lo que en realidad persiguen los postmodernistas.


En fin, ya es hora de terminar. Pero antes permítanme aducir algún ejemplo que ilustre lo que acabo de decir. La antropología, vaya por caso, tampoco es que haya acogido precisamente con entusiasmo las críticas que se han hecho a su metodología tradicional; pero hay que admitir que las ha tenido en cuenta y que, en algunos aspectos, han influido en su práctica científica. Tal es el caso de la "heteroglosia", es decir, de la substitución del informe "objetivo" a cargo del observador participante, por una multiplicidad de relatos, donde los que informan no son observadores, sino "nativos" que hablan de sus vidas en sus propias lenguas. Muchos de los trabajos recientes de la antroplogía se han realizado bajo los auspicios o la inspiración del deconstruccionismo o del postmodernismo, cosa que al parecer no ha ocurrido en la psicología. Que yo sepa los psicólogos no tenemos hasta ahora ningún James Clifford. Ni siquiera Gergen, creo yo, ha llegado tan lejos como Clifford. Con tanta prudencia no se va muy lejos: oportet haereses esse.

Tampoco en el ámbito de las ciencias sociales puede decirse que la crítica haya sido recibida con alborozo. La respuesta al deconstruccionismo y a la crítica postmoderna ha sido fuerte; pero acompañada, eso sí, de seminarios, simposios, recensiones, análisis y publicaciones bastante imparciales. La diferencia de actitud con la psicología es, a mi modo de ver, notable. Un detalle que puede confirmar esta impresión es el discurso de apertura que el profesor Immanuel Wallerstein, presidente de la Asociación Internacional de Sociología, pronunció el año pasado en la asamblea de la Sociedad Italiana de Sociología. Wallerstein rogó a sus colegas que se abrieran a la crítica. Es cierto, dijo, que muchas de las objeciones que se ponen a la ciencia social son desmesuradas y van a desembocar en una especie de solipsismo nihilista que no conduce a ninguna parte. Pero otras, otras críticas, son sumamente serias, ponen al descubierto la irracionalidad de aspectos importantes de la ciencia:


Debemos admitir que "nuestras verdades" no son universales y que, en el caso de que estas verdades universales existan, son siempre complejas, contradictorias y plurales(5).


Hemos de reconocer, concluyó Wallerstein, que la ciencia no es la búsqueda de lo simple, sino la búsqueda de la interpretación más plausible de la complejidad. Y ante las críticas que nos recuerdan esta incómoda realidad, no valen los trucos: no sirve de nada que nos ensañemos con sus debilidades para ocultar así sus acusaciones. Durante 200 años, hemos vagado cuesta abajo por falsos caminos; hemos confundido a los demás, pero sobre todo nos hemos confundido a nosotros mismos. Ya es hora de que la ciencia social se recree a sí misma. Y para ello, no hay más remedio que bajar los decibeles de la arrogancia. O del temor a lo verdaderamente nuevo, añadiría yo. En cualquier caso, concluye Wallerstein, ese es el camino. De no seguirlo nos estrellaremos todos.


Estas palabras del presidente de la Asociación Internacional de Sociología, son duras, pero en ellas hay lugar para la esperanza. En realidad son muy distintas de las que se escuchaban hace unos años. Entre las palabras clave, es decir, entre las keywords que figuran al pie de la intervención de Wallerstein no figura ya la palabra 'progreso'. En su lugar, junto a los términos 'racionalidad' y 'ciencia social' aparecen los nombres de Freud, de Gramsci y de Max Weber.

En definitva, la época que comenzó viéndose a sí misma como disipadora de las tinieblas del pasado, la modernidad, ha descubierto de pronto que la ciencia en que tanto confiaba no ha servido para hacer mejores a los hombres. Ortega, que en sus últimos años discutió tanto con Toynbee, reconoció al final que el plazo de la modernidad había concluido:


La modernidad ha acabado para los pueblos de Occidente y estamos ya en otra edad, a la cual hoy no voy ni siquiera a bautizer(6).


Todo cambia: aetas succedit aetati. A una edad sucede otra. Hubo otras modernidades antes de la nuestra, y ójala siga habiéndolas después. Unos llaman postmodernidad a lo que hay ahora; otros prefieren hablar de neomodernidad. Tanto da. Lo importante que cuenta es que la modernidad ya quedó atrás, y que la psicología científica tendrá que decidirse a explorar sin reticencias otras maneras de hacer ciencia distintas de las que aprendió durante la modernidad. Quizá sea una tarea para la próxima generación, no lo sé. Pero acabará por hacerse. Yo ya no estaré aquí, pero vosotros sí. Y como dicen en mi tierra, iadelante siempre! Muchas gracias. 

Madrid, junio 1996

1.   El pasaje en que Kant habla de este asunto pertenece al Prefacio de los Principios metafísicos de la ciencia natural, y dice exactamente que "la intuición interna pura, en la cual los fenómenos del alma deben constituirse, es el tiempo, que no tiene más que una dimensión".

2. Charles Baudelaire: Les fleurs du mal. "Spleen el ideal", XVI.

3. Federico Nielzsche: Más allá del bien y del mal.

4. Steinar Kvale (ed.) Psychology and Postmodernism. SAGE Publications, Londres, 1992

5. Immanuel Wallerstein: 'Social Science and Contemporary Society. The vanishing guarantees 01 rationality'. International Sociology.Vol. 11 (1), pp. 7-25. Marzo, 1996.

6.  José Ortega y Gasset: Una interpretación de la historia. En torno a Toynbee. C. O. Tomo IX, p 138.