Discurso del profesor José Luis Pinillos Díaz "La Psicología Científica y el fin de la Modernidad"Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Psicología por la UNED | ||
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La psicología, vosotros lo sabeis mejor que nadie, se constituyó como ciencia, tardiamente y no sin problemas, en el último tercio del siglo pasado. Lo hizo bastante después de que Augusto Comte, allá por los años treinta del siglo XIX, fundara la ciencia social a imagen y semejazna de la física de Newton, esto es, prescindiendo de la introspección y la conciencia, que es lo que a la postre hicieron todas las ciencias humanas, incluida la psicología, o sea, el saber presuntamente encargado de ocuparse de la subjetividad. Guillermo Wundt, el fundador de la psicología científica, trató de mantener en ella los conceptos mentales y la introspección, pero hubo de apoyarse en la fisiología experimental para reforzar el status cientifico de la nueva disciplina. Uno de sus problemas consistió, como es sabido, en que una porción importante de la actividad psíquica, el pensamiento, no se prestaba a la experimentación, tal como lo exigía el método de la ciencia natural. Y no se prestaba porque su condición inespacial lo hacía inobservable por principio, esto es, de jure. Por ello es por lo que, junto a sus célebres "Elementos de psicología fisiológica", Wundt previó desde el primer momento la elaboración de una Psicología de los pueblos, de orientación claramente cultural, que tendría por misión abstraer las leyes del pensamiento a partir de sus productos, esto es, sin necesidad de observar y manipular los pensamientos mismos.
Ahora bien, el que la psicología entrara tarde y bajo condiciones duras en el club de las ciencias experimentales no fue un hecho anecdótico y sin consecuencias. No fue casual, sino resultado inevitable te la estructura de la ciencia moderna. Y no fue tampoco irrelevante porque marcó de forma decisiva el destino mecanicista de la psicologlía durante más de un siglo. El que ambas mutilaciones, la del pensamiento y la de las diferencias individuales, se produjeran precisamente en el momento de la fundación de la nueva disciplina, confirió quizás al hecho un carácter traumático que luego ha pesado sobre el desarrollo de la disciplina. Es más, a juzgar por lo que todavía ocurre, yo me pregunto si las secuelas de ese trauma originario no persisten todavía. Me inclina a suponerlo la resistencia, en sentido psicoanalítico, que la psicología ha manifestado frente a los cambios epistemológicos y culturales acontecidos en Occidente en los últimos decenios.
Nature and nature's laws lay hid in night; La nueva psicología participó de ese culto. También ella había sido deslumbrada por la mecánica infalible que gobernaba el universo. Pedir a los psicólogos que recién entrados en el templo de la Ciencia lo abandonaran era, me imagino, pedir demasiado. El episodio tiene todas las trazas de haber sido una especie de birth-trauma, de trauma del nacimiento que la psicología científica aún no ha superado. En fin, esto es lo que sospecho y lo que intentaré mostrar en mi intervención. Para ello, comenzaré por hacer algunas puntualizaciones de carácter histórico que sirvan de apoyo y de marco de referencia al resto de la exposición. Por supuesto, la periodización de la historia es un ardúo problema que nunca se resuelve a gusto de todos. Las fronteras de las épocas son siempre escurridizas. No faltan quienes pongan en tela de juicio su realidad, ni escasean tampoco los convencidos de que una época como la modernidad está destinada a durar indefinidamente, igual que el progreso que representa. Por mi parte, yo soy de los que creen sencillamente que las épocas poseen una cierta unidad de estilo y una duración limitada. Es más, la magnitud de los cambios que vienen sucediendo en este siglo me inclina a pensar que la modernidad ha dado paso ya a otra cosa, cuyo nombre quizá no importa ahora mucho. Dicho esto, y antes de seguir adelante, creo que debo aclarar un par de cosas de carácter léxico. Por descontado, en su sentido literal, el término moderno (del latín modo, 'reciente', 'de hace poco') se refiere siempre al tiempo del que habla. Desde una perspectiva puramente temporal, todo es moderno cuando acaba de ocurrir: haya sido importante o no, haya ocurrido en nuestro 'ahora' o en el 'ahora' de hace mil años. En este sentido, tan moderna fue la conquista de Italia por los ostrogodos a finales del siglo V, como la toma de Bizancio por los turcos en 1453, o la de Berlín por los rusos en 1945. Sólo que el vocablo 'moderno' se utiliza también como apelativo para designar un período histórico concreto, o sea, una época que es moderna por antonomasia: la Edad Moderna, esto es, la que se inició alrededor del año 1500 y supuestamente ha concluido en torno a 1900. Moderno es, pues, lo reciente, pero también es el apelativo de una Edad en la que la renovación de las formas de vida y del conocimiento ha sido constante y ha estado dirigida por una racionalidad universal, vuelta de espaldas a la tradición. | ||
Por supuesto, otros períodos históricos, europeos o no, se han distinguido también por su renovación de las costumbres y por el desarrollo del saber; o sea, en este sentido también han sido modernos. Tal fue el caso del renacer carolingio en el siglo VIII, o del Proto-Renacimiento del siglo XII. En mayor o menor medida, es claro que muchas sociedades han tenido sus momentos modernos. Excepto que hay un período histórico, el que va del Descubrimiento del Nuevo Mundo al siglo XX, al que por su incesante actividad renovadora se le considera la modernidad por excelencia: la Edad Moderna. Con la salvedad, claro es, de que aun cuando se acepte esa periodización histórica en sus líneas generales, dentro de ella existen divisiones o subperíodos a tener en cuenta cuando se habla de la modernidad. Por ejemplo, hay historiadores y críticos de la cultura para quienes lo realmente 'moderno' es lo que ha ocurrido en Occidente a partir de 1848 o, si se me apura, tan sólo desde 1900. Bien entendido, sin embargo, que sobre el tiempo posterior a la Belle Époque hay muchas dudas de que pertenezca ya a la modernidad. Como veremos, algunos lo llaman postmodernidad, mientras otros prefieren hablar de neomodernidad. Pero con independencia del vocablo que se use, el siglo XX tiene todas las trazas de no ser ya moderno. Huelga decir, por supuesto, que el final de una época no significa que tenga que hacer mutis por el foro, no quiere decir que haya de salir del escenario. En la historia hay discontinuidad, pero también continuidad. Una época termina cuando sus convicciones dejan de llevar la voz cantante, no marcan ya el paso de la sociedad. Las épocas duran lo que aguantan sus creencias, y es obvio que los ideales que entusiasmaron a los progresistas del siglo pasado o de principios del nuestro no conmueven ya a las generaciones de hoy: ni en política, ni en arte, ni en religión, ni tampoco en la ciencia. De hecho, la Edad Moderna nació a la vida histórica aquejada de un mal incurable que, a la postre, es quizá lo que ha acabado con ella. Como es sabido, la Edad Moderna surgió de la confluencia del Renacimiento y otros hechos históricos, tales como el Descubrimiento del Nuevo Mundo, la Reforma y la Revolución científica. Todos ellos contribuyeron en mayor o menor medida a que Europa "renaciera de sus cenizas" y, por tanto, participaron en la génesis de la modernidad. Sólo que alguno de esos acontecimientos, por ejemplo la Revolución científica, fue contrario al espíritu humanista del Renacimiento. Es decir, la modernidad del humanismo y la modernidad de la nueva ciencia miraron desde el principio en direcciones opuestas. El hecho es realmente importante, de suma gravedad, porque como ha hecho notar Stephen Toulmin, en un caso se valoraba el particularismo y en el otro, el universalismo. Montaigne, por ejemplo, se oponía a que los asuntos humanos se resolvieran deductivamente, mediante la aplicación de una ley natural que obligara por igual a todos los individuos en cualquier tiempo y lugar. El procedimiento le parecía a Montaigne opresivo, contrario a la iniciativa y al despliegue de las diferencias individuales. Por su parte, en cambio, la nueva ciencia trataba justamente de formular en términos matemático-experimentales unas leyes necesarias para el universo de entes o procesos comprendidos en ellas. En otras palabras, para la nueva física las realidades concretas no eran sino casos particulares de leyes con valor universal. Como escribiera Voltaire en su "Filosofía de la Historia", y el ejemplo es válido para toda la ciencia de la época, la naturaleza del hombre es la misma en todo tiempo y lugar, de tal forma que a la larga los seres humanos no tendrán más remedio que adoptar las mismas verdades y los mismos errores en cuanto a las cosas que más excitan la imaginación. En suma, lo que queríamos subrayar es que, ya en sus orígenes, la modernidad albergó en su seno una contradicción interna, que en seguida agravó el dualismo cartesiano. Efectivamente, de un tajo metafísico Descartes dividió al hombre en dos substancias malamente comunicadas entre sí. A un lado quedó el cuerpo, la extensión, sometida a la necesidad de las leyes causales y susceptible de observación. En la otra orilla, quedó el pensamiento, un cogito substancial inextenso, inobservable y ajeno al curso de las causas. Desde entonces, el dualismo cartesiano ha acompañado a la modernidad, sobre todo a la psicología moderna, como la sombra al cuerpo. A perpetuar esta situación contribuyó también la resistencia de Kant a conferir la condición de ciencia a la psicología empírica, basándose en que el fenómeno mental, si me permiten decirlo así, era una cualidad dada en el tiempo, pero no en el espacio y, por tanto, no mensurable, no observable y ajena al curso de las causas.
En los años 60 del siglo XIX se inició efectivamente la serie de las "psicologías sin alma" (Lange, Sechenov, Rush), como formas alternativas de psicología científica que pretendían ajustarse cada vez más al modelo determinista de la mecánica newtoniana, abandonando definitivamente el camino del espiritualismo. El desarrollo de esta tendencia alarmó al pensamiento más conservador y dió origen, como es sabido, a la famosa Methodenstreit de fin de siglo, es decir, a la polémica en que Dilthey, Ebbinghaus y otros notables de la época, por ejemplo, Windelband, se enfrentaron a propósito del objeto y método de la psicología. Wundt, con su actitud conciliadora, había intentado resolver el conflicto postulando dos clases de psicología, como ciencia natural una, y cultural la otra, pero el intento conducía a un paralelismo psicofísico que no prosperó. Dilthey, con su psicología
Por lo demás, cometeríamos un grave error si diéramos la impresión de que estos cambios se produjeron sólo en la ciencia. Como ya hemos dejado entrever, la forma clásica de escribir y de mirar también se desintegró después de la revolución del 48. La visión unitaria del mundo heredada de la Ilustración dió paso al pluralismo. Artistas y literatos de la época intuyen que no es posible emplear un solo lenguaje para describir un mundo tan complejo y cambiante como el moderno.
El mundo de las letras experimenta una conmoción parecida al de la pintura. La estética es ya una alternativa a la mecánica. Escritores como Stendhal, Gautier o Gustav Flaubert se distancian también del naturalismo convencional y convierten la obra literaria en una realidad autónoma, centrada sobre sí misma. Después de escribir Madame Bovary, Flaubert llega a confesar que su aspiración máxima como literato sería lograr escribir una novela sobre nada.
nuestros instintos vuelven galopando en todas direcciones:
Pero no lo hizo. Aferrada a su modelo originario, la psicología académica siguió el camino emprendido, intentando suplir con variables intermedias la ausencia de un sujeto advertido de sí. Poco a poco, animada por la mayor apertura de la física postclásica a los problemas de la subjetividad y de las causas finales, la conciencia volvió a dar señales de vida, aunque no muchas. Probablemente, en el retorno del exilio influyeron también la cibernética y la teoría de sistemas. Pero tengo la impresión de que la estructura básica del paradigma siguió siendo aún la que solía. Y no tanto porque las posibilidades de acogerse a otros modelos de física se hubieran aprovechado poco, porque eso suele llevar su tiempo, sino porque las críticas que se han hecho en este siglo al modelo de ciencia y de razón heredados de la Ilustración, sobre todo las hechas desde el postestructuralismo, el deconstruccionismo y la postmodernidad, han sido acogidas a la defensiva, sin ánimo aparente de enterarse de lo que pudieran tener de válido. La crítica de la representación, la deconstrucción del concepto de objetividad, las objeciones a la idea de Todo, a la noción cartesiana de sujeto y a muchas cosas más o han sido ignoradas, o rechazadas por sistema, esto es, sin entrar a considerar de buena fe la parte de razón que pudieran albergar. Y esto no es exactamente lo que ha ocurrido en otras ciencias humanas.
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Ese es su problema, no el mío. De todos modos, supongo que por donde habría que empezar es por abrirse algo más a los grandes cambios que han tenido lugar a lo largo de este siglo en otros sectores de la cultura, en las demás ciencias humanas y, tal vez sobre todo, en la propia epistemología de la ciencia natural. Ciertamente, el libro colectivo sobre el postmodernismo y la psicología, que coordinó hace unos años Steiner Kvale , es una aproximación prudente, aunque nada entusiasta, a esa cuestión(4). Pero lo que prevalece en el gremio, y discúlpenme si me equivoco, es más la desconfianza y la refutación formal. Se pone más empeño, valga el ejemplo, en demostrar que el concpeto de postmoderno es una contradicción in terminis que en averiguar qué es lo que en realidad persiguen los postmodernistas.
Tampoco en el ámbito de las ciencias sociales puede decirse que la crítica haya sido recibida con alborozo. La respuesta al deconstruccionismo y a la crítica postmoderna ha sido fuerte; pero acompañada, eso sí, de seminarios, simposios, recensiones, análisis y publicaciones bastante imparciales. La diferencia de actitud con la psicología es, a mi modo de ver, notable. Un detalle que puede confirmar esta impresión es el discurso de apertura que el profesor Immanuel Wallerstein, presidente de la Asociación Internacional de Sociología, pronunció el año pasado en la asamblea de la Sociedad Italiana de Sociología. Wallerstein rogó a sus colegas que se abrieran a la crítica. Es cierto, dijo, que muchas de las objeciones que se ponen a la ciencia social son desmesuradas y van a desembocar en una especie de solipsismo nihilista que no conduce a ninguna parte. Pero otras, otras críticas, son sumamente serias, ponen al descubierto la irracionalidad de aspectos importantes de la ciencia:
En definitva, la época que comenzó viéndose a sí misma como disipadora de las tinieblas del pasado, la modernidad, ha descubierto de pronto que la ciencia en que tanto confiaba no ha servido para hacer mejores a los hombres. Ortega, que en sus últimos años discutió tanto con Toynbee, reconoció al final que el plazo de la modernidad había concluido:
Madrid, junio 1996 | ||
1. El pasaje en que Kant habla de este asunto pertenece al Prefacio de los Principios metafísicos de la ciencia natural, y dice exactamente que "la intuición interna pura, en la cual los fenómenos del alma deben constituirse, es el tiempo, que no tiene más que una dimensión". 2. Charles Baudelaire: Les fleurs du mal. "Spleen el ideal", XVI. 3. Federico Nielzsche: Más allá del bien y del mal. 4. Steinar Kvale (ed.) Psychology and Postmodernism. SAGE Publications, Londres, 1992 5. Immanuel Wallerstein: 'Social Science and Contemporary Society. The vanishing guarantees 01 rationality'. International Sociology.Vol. 11 (1), pp. 7-25. Marzo, 1996. 6. José Ortega y Gasset: Una interpretación de la historia. En torno a Toynbee. C. O. Tomo IX, p 138. | ||