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Discurso del profesor Manuel Lora-Tamayo "Breves Episodios de la Vida Científica"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Ciencias por la UNED

Magnífico y Excmo. Sr. Rector, llustrísimas Autoridades Académicas, Sres. Miembros de las Reales Academias, Sres. Catedráticos, Sres. Doctores, Sras. y Sres.:


Cuando el transcurso de los años va marcando limitaciones a nuestro quehacer y se resiste la sistemática con que hemos querido trabajar siempre, es un motivo de gozo verse solicitado para protagonizar una ceremonia académica tan solemne como la Investidura de Doctor Honorís Causa con que me habéis honrado. Que ésta se produzca es algo que un universitario estima tanto como el nivel a que se le eleva, y representa para mí un eco de las voces amigas que no me han olvidado y recuerdan ahora mi modesta figura científica, desde el Claustro de una Universidad tan nueva de concepción como de estilo, que es ésta vuestra Universidad a Distancia de Madrid.

 


Muchas gracias, queridos colegas. He sido y soy singularmente sensible a cualquier manifestación afectiva, pero los años agudizan esa sensibilidad y se hace sentir como un singular efluvio que la hace vibrar más intensamente.


La protocolaria limitación de tiempo que viene impuesta por la extensión de la ceremonia, elimina de antemano que yo pudiera hacer aquí alguna glosa de mis líneas de trabajo que, aún reducidas a una mínima expresión, excedería del margen razonable. Renunciando, pues, a esta primera idea, voy sencillamente a referir algunos breves episodios de la vida científica, que cabrían en lo que podríamos calificar como «miscelánea». Me referiré a los enlaces, al benceno y a \a agresión a la estereoquímica.


Algo pintoresco que os agradará conocer, como a mí me complació cuando lo leí, fue la autoría de .Augusto Kekulé en el descubrimiento de la fórmula del benceno. Ha circulado mucho el impreso original en alemán, y después en otros idiomas, y llegó a mí a través de la transcripción del maestro de muchos de los presentes, Don José Casares Gil.

Vivía Kekulé en Londres, consagrado a sus investigaciones químicas, y cuando se retiraba a su casa desde la de un amigo, sentado en la imperial de un autobús, las calles estaban desiertas y el movimiento le produjo una cierta somnolencia suficiente para quedar dormido con su pensamiento en los átomos, que se aparecían ante él como pequeños palitos formando extrañas figuras y haciendo cabriolas, unas veces reunidos de dos en dos formando pareja, otras en número mayor, se enlazaban con dos, tres o cuatro, llegando a formar en algunos momentos cadenas mayores que tenían en su extremo otras más pequeñas. De pronto, la voz del conductor le despertó bruscamente, y al llegar a su casa escribe: «Me senté en mi mesa de trabajo y pasé parte de la noche enlazando unos átomos con otros». Nacía así la formulación del esqueleto de un compuesto orgánico que había de dar representación a las series homologas.


Pero hay más que decir sobre las consecuencias para la química orgánica que nacieron de esa somnolencia a la que era proclive la personalidad de Augusto Kekulé, figura de excepción, que vivió algo más de sesenta años y murió en 1896.


En esta segunda ocasión a que me refiero, Kekulé vivía en Gante y su habitación constaba de un confortable cuarto con ventana a la calle principal y unido a él otro más pequeño y oscuro donde situaba su mesa de trabajo. Una tarde en que llegaba a casa fatigado del día, trató de ponerse a escribir en su libro, pero la cabeza no le respondía. Aproximó entonces la silla, cerró los ojos y quedó medio dormido. Volvieron nuevamente los átomos con sus figuras extrañas y sus inexplicables movimientos. Los veía agruparse formando cadenas que avanzaban hacia él; otras se situaban tímidamente en la penumbra hasta que el extremo de una cadena se unió con el otro extremo cerrándose así en un anillo. Al despertar tomó la pluma pasando la noche en la distracción arquitectónica (tenía antecedentes familiares en su padre, que profesaba de arquitecto). Así nació la fórmula del benceno y quedaban diferenciados los compuestos acíclicos, los genuinamente cíclicos y, poco después, los aromáticos.


Es curioso el relato, pero nada ajeno a la realidad, y es bueno deducir la moraleja. La presencia en el pensamiento de una idea que domina, obsesiona a cualquier hora del día y de la noche. En la investigación científica, identificarse con el objetivo del trabajo, incluso con pérdida del sueño, es algo que dará siempre carácter a un buen investigador y a la obtención de provechosos resultados. Nuestro Don Santiago Ramón y Cajal hizo su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, que muchos de vosotros conoceréis porque salió al exterior con el título de «Reglas y Consejos sobre Investigación Científica», y se da en él una idea del valor de la continuidad en el trabajo científico como algo inexorablemente exigible al investigador. Él llama, con una nomenclatura muy suya, «polarización cerebral o atención crónica» a lo que es la orien-tación permanente durante meses y aún años de nuestras facultades hacia un objeto de estudio. «Infinitos son los ingenios brillantes -dice-que por carecer de este atributo se esterilizan en sus meditaciones».


Con motivo de la conmemoración del centenario del descubrimiento de la estereoquímica, fui encargado de un estudio sobre los oríge¬nes y el desarrollo subsiguiente de la teoría. En el que llevé a cabo, tuve ocasjón de conocer una discusión suscitada en torno a él, de la que tomé buena nota como ejemplo de lo que nunca puede promover un científico.

En 1874 suscitan, independientemente, dos profesores químicos la teoría de la estereoquímica: el holandés Heinrich van't Hoff, de veintidós años, del Politécnico de Delft, y el francés Joseph Achule Le Bel, de veintisiete años, que estudió en la Escuela Politécnica de París. Ambos coincidieron unos meses en 1873 en el Laboratorio de la Escuela de Medicina. Se conocieron allí pero no intercambiaron sus puntos de vista sobre la ordenación espacial de los átomos en las moléculas.


En las ideas de van't Hoff hay una influencia de su permanencia, aunque breve, con Kekulé. A quince años de distancia de las teorías de éste sobre la tetravalencia del átomo de carbono, Le Bel, por su parte, se inspiró en los trabajos de Pasteur sobre la asimetría molecu¬lar, dados a conocer en 1860 a la Société Chimique.


Así, sus comunicaciones dan clara la diferencia entre los dos; van't Hoff: «Sobre las fórmulas de estructura en el espacio», apunta directamente a un concepto esférico, y en el poder rotatorio de las disoluciones de compuestos orgánicos hay inspiraciones cristalográficas de las ideas de Pasteur, aportadas por Le Bel.


Fueron laureados con el Premio Nobel en 1901, más por su trabajo estereoquímico que por las leyes de la dinámica química en las disoluciones.


En 1877 se publica en Alemania, bajo los auspicios de Wislicenus, profesor de química en la Universidad de Würzburg la anterior obrita de van't Hoff «Die Lagerung der Atóme In Raume» y el famoso químico Kolbe que había hecho, entre otras, la síntesis del ácido acético y el ácido salicílico, arremetió contra la nueva teoría, en términos ciertamente desusados, en un artículo titulado «Signos de los tiempos». En su artículo señalaba Kolbe que «una de las causas de la actual agresión a la investigación química en Alemania es la falta de un conocimiento general, y al mismo tiempo plenamente químico; no pocos de nuestros profesores de química, con gran daño para la ciencia, trabajan con este defecto. Consecuencia de ello es la extensión de la mala hierba de la, en apariencia, académica e inteligente, pero en realidad trivial y estúpida filosofía natural, que fue desplazada hace cincuenta años por la ciencia exacta, pero que ahora se extrae de nuevo del depósito de los errores de la mente humana por seudocientíficos que tratan de introducirla, como prostituta vestida a la moda y recién pintada, en una buena sociedad a la que no pertenece». A cualquiera que le parezca esto exagerado debe leer, si puede, el libro de van't Hoff y Herrmann, acabado de citar recientemente, desbordante de fantasía.

 
«El doctor van't Hoff, de la Escuela de Veterinaria de Delft -continúa Kolbe- en su amor por la investigación científica exacta ha considerado más cómodo montar a Pegaso (evidentemente prestado por la Escuela de Veterinaria) y proclamar en su publicación cómo se le aparecen los átomos en el espacio desde el químico monte Parnaso, que alcanzó en atrevido vuelo. Al prosaico mundo químico no le agradan estas actuaciones»


No cabe mayor desgarrada osadía en el intento de ridiculizar una teoría que no se contradice de otra forma, ni se es capaz de interpretar.


Dichosamente, tal hazaña dio lugar a una réplica que, sin duda, hizo impresión en el mundo químico alemán, más aún cuando era fama que los discípulos (Amstrong se encontraba entre ellos) decían de él que era hombre de actitud abierta y atenta.

Lo interesante es, ante el desgraciado incidente, que van't Hoff contestó sin nombrar expresamente al autor ni a su obra en el discuso de posesión de la cátedra de Mineralogía y Geología de la Universidad de Utrecht sobre «Imaginación en la Ciencia».


«Hace unos años -dice- poco antes de mi honorable adscripción a esta Universidad, fueron atacadas algunas de las opiniones que yo había expresado». El nombre de la persona, así como la forma en que se airearon estas opiniones, asombraron en alguna medida, por lo que Kolbe hizo sus consiguientes consideraciones en los párrafos del citado «Signos de los tiempos».


«Este no es lugar -continúa van't Hoff- para discutir una vasta divergencia de opiniones; lo he mencionado, sin embargo, porque es la razón principal de la elección de mi tema "Imaginación en la Ciencia"». Su objetivo había de ser el papel de la imaginación en la investigación de las relaciones entre causa y efecto y define aquélla como «capacidad» para visualizar algún objeto con todas sus propiedades con igual certeza que su simple observación. ¡Buena enseñanza!.

En todo el texto de la conferencia de van't Hoff no hay alusión alguna distinta de la inicial al ataque de Kolbe, cuyo nombre no es citado en ningún momento.


Tengo para mí que en la elección del tema de la disertación y en la fina sensibilidad con que lo expone, late la más serena y útil réplica al ciego desprecio que éste hace de toda innovación con el que condena desde el Olimpo el valor incuestionable del rigor imaginativo de un genio cualquiera. Es la honesta actitud del hombre que en plena fiebre del descubrimiento, coincidente en la fecha con Le Bel, y en su primera nota a la Sociedad de Química llama «hermoso trabajo» al de éste y dice al final, con toda modestia: «Es evidente que para los cuerpos aromáticos Le Bel ha sentido el problema de la asimetría en toda su generalidad, mientras que yo no lo he tratado más que como un caso especial». Bella prueba de un buen magisterio que ha de ser siempre honrado por sí mismo y por su proyección en los demás.


Y es que hay que incorporar a la ética de la investigación estas palabras de Pasteur a la Academia de Ciencias: «Yo sostengo esta opinión de mi propio trabajo sin que me permita concesión alguna a mezclar la vanidad del descubridor a la exposición de mi pensamiento. Ha de ser grato a Dios que nunca sean posibles personalismos en este medio. Son como páginas en la Historia de la Química que escribimos con aquel sentimiento de dignidad que el amor a la verdad inspira siempre a la Ciencia».
Magníficas reacciones científicas y humanas las que se nos ofrecen en estos ejemplos.

Madrid, marzo 1998