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Discurso de Francisco Ayala y García-Duarte "El nacionalismo en la Generación del 98"

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Ciencias Políticas y Sociología por la UNED

A la altura de mi avanzada edad, quisiera en esta ocasión que tanto me honra presentar unas cuantas reflexiones (quizá demasiado personales, como derivadas de mi propia experiencia vital), acerca del curso seguido por este país, España, en cuyo seno nací a principios de siglo, y con referencia al cuál ha debido desenvolverse mi actividad de hombre aplicado por vocación y profesión al estudio de las realidades histórico-sociales y al cultivo de las letras. El pretexto para estas reflexiones puede ser hoy la llamada generación del 98.

La oportunidad de los centenarios aproxima a nuestra atención el de generación tan ilustre, y nos convoca a volver la mirada desde la fecha actual hacia ese otro singular momento de nuestro pasado que se cifra en la de 1898. Pues bien, en cuanto a mí, escritor que inició y cumplió la primera fase de su carrera intelectual durante la década de 1920, y que, por lo tanto, hubo de hacerla bajo la plena vigencia y autoridad espiritual de tan extraordinaria pléyade, creo poder hablar de ella desde una perspectiva que consiente conciliar la apreciación admirativa con un cierto distanciamiento crítico, distanciamiento que en modo alguno excluye el máximo respeto.


Desde esa perspectiva, empezaré proponiendo un aserto que para muchos no dejará de resultar sorprendente: el de que, en el curso de nuestra historia, dicha generación ha constituído en último extremo la expresión más clara, neta y genuina de un nacionalismo hispano. La formulación inequívoca, por resuelta, apasionada y simplista, de su pensamiento puede hallarse -según yo lo entiendo- en el Idearium español, librito famoso cuyo autor, Angel Ganivet, después de haber cruzado con Unamuno una serie de cartas abiertas sobre "El porvenir de España", abandonaría voluntariamente esta vida en el mismo año que luego, a propuesta de Azorín, serviría para designar al grupo de los escritores integrantes de tan mentada generación. Persuadido estoy, en efecto, de que el Idearium español de Ganivet, precisamente por su denodado simplismo es el más claro exponente del tardío nacionalismo nuestro. Pese a su endeblez intelectual -o tal vez a causa de ella- esa obrita encontró desde el comienzo mismo un éxito amplio y luego muy sostenido, pues un siglo después de su publicación sigue editándose y vendiéndose todavía, tras haber tenido entre tanto señaladísimas repercusiones, no sólo dentro de la Península, sino también en el exterior. Baste recordar, por ejemplo, la Historia de una pasión argentina de Eduardo Mallea, o la Virgin Spein del norteamericano Waldo Frank, quien antepone como lema a su libro la traducción de una frase sacada del Idearium ganivetiano.


Si es atinada mi creencia de que la generación del 98 constituyó en efecto la versión más neta y decidida del nacionalismo español -según me propongo razonar a lo largo del presente escrito-, resultaría ello, visto en contexto mundial, una anomalía bien curiosa: la ideología que había sido dogma político activo en la Europa del siglo XIX, sólo un siglo más tarde, hacia principios del XX, habría cuajado en esta excéntrica Península nuestra, para florecer aquí (y fructificar, al menos culturalmente) cuando ya -habiendo perdido, tras la llamada Guerra europea, su eficacia positiva- estaba acercándose la hora de su declinación en el campo de la Historia universal. Tal anomalía no carecerá de explicación, y mi propósito es buscarla.


Ciertamente, la doctrina nacionalista, en cuanto ideología provista de eficacia operativa, ha tenido una duración extremadamente breve dentro de la historia de las ideas políticas. Surge a comienzos del siglo pasado, cuando los Estados soberanos constituídos en Europa durante el Renacimiento han aglutinado sus respectivas poblaciones en medida suficiente para que éstas tomen conciencia de clase frente a la estructura del poder autocrático, y afirmen en la Revolución francesa como tiers état la teoría de la soberanía del pueblo o nación, sujeto alternativo de dicho poder; y luego, muy pronto, ya a mediados del siglo, esta todavía nueva ideología nacionalista deberá subsistir en competencia con el marxismo, que venía a disputarle tanto la vigencia intelectual como la iniciativa de la acción práctica. Hasta que finalmente, a partir de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo habrá pasado a tomar en Europa una dirección negativa, actuando ahora como factor de desintegración política. Una duración, en efecto, sumamente breve.

Su historia es bien sabida. La convulsión desencadenada en la primera década del siglo XIX por sus sucesos en Francia con la inmediata emergencia del fenómeno napoleónico, afectaría al cuadro entero de las estructuras políticas europeas. El espíritu revolucionario difundido por los ejércitos de Bonaparte postulaba el principio de soberanía nacional frente a los privilegios nobiliarios del Ancient régime, pero sobre todo contra el derecho divino de los reyes. La burguesía, que había medrado dentro del marco de las instituciones tradicionales, reclamaba ahora para sí, en cuanto pueblo o nación, el poder hasta entonces personalizado en el monarca absoluto. Cuando Bonaparte, como ejecutor testamentario de la Revolución francesa, desbarata el viejo orden europeo, surge por reacción en la Alemania inerte del Sacro Romano Imperio, y a estímulo de Fichte con sus Discursos a la nación alemana y de los demás románticos, una nueva ideología: el nacionalismo, destinada por lo pronto a instrumentar la incorporación de los países de lengua germánica en un Estado moderno.


Este nuevo sujeto de la soberanía -el pueblo o la nación- era, de hecho, una entidad mejor o peor aglutinada a base de las diversas poblaciones que el azar de las guerras y de las alianzas conyugales regias había reunido a lo largo de dos o tres siglos bajo una corona hereditaria u otros poderes tradicionales. El punto de referencia de su identidad no será otro que el Estado concreto dentro de cuyos límites territoriales se había formado; y hacia este Estado nacional, gobernado por la clase burguesa, debía la población transferir ahora la lealtad antes debida al rey. La dinámica del período histórico que suele designarse como "edad moderna" funcionaría dentro del concierto -o desconcierto- de Estados nacionales ajustados al formato de las previas monarquías renacentistas. Y hasta la fecha de consumación de la unidad italiana -pues Italia seguiría a su vez el mismo camino de Alemania- puede decirse (lo han dicho los estudiosos que tratan del tema) que el pensamiento nacionalista funcionó en Europa como instrumento ideológico de integración política, mientras que por lo contrario, de ahí en adelante, y en manera muy ostensible a partir de la Primera Guerra mundial, cuando, por paradoja, el desarrollo tecnológico empieza a exigir una reestructuración de las relaciones de poder a escala global, la ideología nacionalista actuará, y ha actuado cada vez más, en un sentido disgregador.


Entre tanto, ¿qué ocurría en España durante el transcurso de esa "edad moderna"? El caso es que a comienzos del siglo XIX se daban mal en nuestro país las condiciones requeridas para la constitución de un Estado nacional a la manera francesa. Por lo pronto, el poder político español cubría extensiones territoriales desmesuradas. Apenas lograda en esta Península una cierta unidad de gobierno, habían empezado a crecer a la otra orilla del Atlántico nuevos e inmensos dominios de la Monarquía, que con ello adquiriría pronto dimensiones imperiales; y por otra parte, debido a causas cuya complejidad me impide abordar aquí, el crecimiento burgués en su interior era sumamente débil o quedaba frustrado; por lo cual, difícil era que llegase a cuajar en su seno un pueblo -es decir, una burguesía- provisto de conciencia nacional homogénea.


Bajo condiciones tales, el trastorno ocasionado por el fenómeno Napoleón repercutirá también, como no, en esta Península, pero, en cuanto afecta a España, conviene observar que las innovadoras ideas políticas son por lo pronto importación de escaso arraigo. El programa liberal de las Cortes de Cádiz estuvo sostenido, no por representantes de una burguesía comparable a la que había alzado la frente en la Convención francesa, sino por una notable selección de aristócratas y clérigos ilustrados; esto es, por miembros de una minoría intelectual formada en la filosofía política francesa; y así la Constitución que ellos promulgaron en 1812 estaba imbuída del democratismo nacionalista o patriotismo moderno, con cuyas intenciones políticas inmediatas pareció confluir de momento la reacción antinapoleónica de las masas populares que, según es bien sabido, no era tanto una reacción antifrancesa como antiliberal y monárquico-absolutista. Otra cruel ironía tras el doloroso equívoco: aquellas mismas innovadoras ideas democrático-nacionalistas que los autores de la Constitución habían procurado en vano entronizar, servirían corrido el tiempo para que la historia oficial convirtiera en pueblo español o nación española a las multitudes cerriles que, invocando la religión y el derecho divino de los reyes, persiguieron entonces a los patriotas, arrojándolos, junto a los no menos execrables afrancesados, a la prisión o al destierro. Pero una vez más, ¡así se escribe la historia!


El triunfo de la reacción que abatió, persiguió y barrió a los liberales doceañistas, coincidirá con los comienzos del proceso de desintegración del imperio español; y los territorios que a lo largo del siglo XIX se van desmembrando -independizando- de la monarquía, lo harán en los términos de la misma enconada pugna que sobre suelo peninsular enfrenta a liberales y tradicionalistas (o, como lo expresa en su título el célebre libro de Sarmiento acerca del caudillo Facundo, a civilización y barbarie), pues en efecto, de los territorios que en América se desprenden de la autoridad central para erigir nuevos Estados, los hay que lo hacen en contra del absolutismo peninsular, mientras otros lo harán en protesta contra el régimen liberal ocasionalmente implantado en la Península. Con todo, estos nuevos Estados deben constituirse adoptando mal que bien las instituciones -y empleando la correspondiente fraseología- de la democracia liberal vigente a la sazón en el mundo político europeo, mientras que la España peninsular se debate, con las conmociones civiles que durante los dos primeros tercios del siglo XIX llenan las páginas de su historia, en un difícil empeño de acercar este país a la normalidad europea de las nacionalidades, frente al inveterado, berroqueño integrismo: se pugnaba por lograr que España llegara a ser también una nación moderna. Y sólo hacia finales del conturbado siglo XIX, tras un lapso de relativa estabilidad, y liquidadas las últimas dependencias ultramarinas, vendrá a formularse en España de manera plena, aunque ahora ya más bien anacrónica, un pensamiento netamente nacionalista: el representado por la generación de 98, muy distinto en sus postulaciones de aquel abierto liberalismo ilustrado de los doceañistas.

La más cruda expresión de este nuevo nacionalismo pudiera hallarse -insisto- en las páginas del Idearium español de Ganivet, cuyas tesis elevan a doctrina y programa renovador algo que -paradójicamente- venía siendo ya desde tiempo atrás la triste realidad práctica: el ensimismamiento en que este país nuestro yacía sumido…España era, en efecto, la Bella Durmiente del Continente. Durante su sueño la Europa romántica había configurado entre tanto una imagen bastante peculiar de ella, a partir de la valoración que los eruditos alemanes habían hecho de nuestro teatro clásico, completada por las estampas convencionales que a los viajeros británicos o franceses, encantados ante el espectáculo de pintoresco exotismo que nuestro atraso les brindaba en tierra tan próxima y sin embargo tan ajena, tan misteriosa, -imagen de identidad nacional que no tardarían en asumir por su parte los españoles mismos. Pero, aun cuando éstos, mirando a su propia tierra con ojos enajenados, aceptaran pronto el estereotipo romántico e incluso procurasen adaptarse a él, no me parece a mí que hasta la generación del 98 pueda hallarse entre nosotros una expresión resulta y -diría yo- hasta desafiante de un pensamiento nacionalista neto.


El breviario de este pensamiento se encuentra, como digo, en el Idearium español de Ganivet, cuya tesis capital consiste en una postulación muy sorprendente: la de que, pese a su fecundidad histórica, la madre España conservaba intacta su virginidad (de ahí saldría la Virgin Spain de Frank), y que, habiendo agotado ella sus energías en empresas exteriores (entre éstas, nada menos que el descubrimiento y colonización de América), lo que le convenía hacer ahora era concentrarse en sí misma para realizar por fin así su plena y todavía inédita identidad nacional.


El supuesto obvio es ahí que España consiste en una esencia o espíritu a la espera de definitiva encarnación (y a propósito de encarnación, Ganviet confundió el dogma básico de la de Cristo con el moderno dogma de la inmaculada concepción de María, quien por excepcional dispensa habría sido engendrada sin la tacha de pecado original, pues, llevado de su entusiasmo, encontrar en la acendrada devoción española hacia este último dogma un reconocimiento intuitivo de nuestra nacional virginidad). Ahora bien, aceptada la esencialidad del sujeto Nación, no deja de resultar chocante que, al cabo de tan larga historia, aún se conservara virgen, a la espera de una encarnación definitiva o más genuina, esta sustancia eterna: la Nación española.

Como quiera que sea, sostiene Ganivet que esta esencial energía habría sido desperdiciada (generosamente, eso sí) en la tarea de engendrar nuevas naciones más allá de los mares, y que reducida ya España, tras el Desastre, al territorio peninsular, la consigna ahora preceptiva era concentrarse en sí misma, renunciando a cualquier aventura externa. Con tácita y espontánea unanimidad obedecen a consigna semejante las actitudes dominantes en la época. Apenas hay que recordar cómo, de un modo u otro, los programas de colonización interior tuvieron por aquellas fechas multitud de voceros. "¡Adentro!", prescribiría por su parte, perentorio, Unamuno (y tampoco hará falta traer a colación una vez más su exasperado: "iQue inventen ellos!"); pero, sin tanta imperiosidad, y en muchos casos con delicada sutileza, también los distintos miembros de la generación del 98, Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Machado ... , y no sólo los escritores, igualmente artistas plásticos, hombres casi todos ellos procedentes de la periferia peninsular, se vuelven, encantados, a contemplar el depauperado centro, e incluso -en su exaltación castellanista- alcanzarán a descubrir -esto es, inventeren- el paisaje castellano al infundir en el desolado aspecto de sus páramos unos valores estéticos inéditos. En suma, la generación del 98 "construye" con formidable energía creadora una imagen de nación española centrada en lo castellano. Y si Fichte y, en general, los románticos alemanes, en su empeño de activar contra Napoleón a las poblaciones de lengua germana, encuentran en ésta la principal manifestación de su Volksgeist, Unamuno y, en general, los escritores del 98, reconocerán con fórmulas retóricas diversas, bellas soflamas a veces, que la lengua castellana alberga el espíritu, o es la sangre, de la nación española.

Dentro de este denso ambiente intelectual y artístico discurrió la fase juvenil de mi vida de escritor, y desde luego no sería difícil encontrar sus claros reflejos en mis producciones iniciales. Cierto es que, con la generación del 98, compartía ya entonces el gobierno de nuestras letras españolas la generación subsiguiente, la de 1914, con figuras de no menor autoridad, como Ortega y Gasset o Pérez de Ayala, o D' Ors, o el propio Azaña, que aportaban al campo intelectual una exigencia de mayor rigor y actitudes de más meticulosa reflexión, moderando el romántico entusiasmo de sus mayores, y sobre todo rectificando el resentido ensimismamiento que aquéllos predicaban -máximo ejemplo de ello lo ofrece el histórico episodio de áspera discrepancia en que Ortega se opuso muy pronto a las posiciones extremas de Unamuno-, y propugnando en cambio con eficacia práctica la salida física y mental de los españoles hacia el exterior en procura de homologación con las naciones modernas.

El esfuerzo de esta generación del 14 cuyos máximos exponentes literarios he mencionado, integrada por hombres de extraordinaria eminencia en los diversos campos del saber, había cumplido por fin la aspiración de incorporar a España, cuando menos en el terreno de la alta cultura, al cuadro de las naciones europeas. Entre otras varias iniciativas, un vigoroso programa de traducciones completado por obra de esta generación había puesto al alcance de los jóvenes -invitados, por lo demás, al "viaje de estudios" fuera de España- una información superior en amplitud a la que podrían disfrutar sus coetáneos franceses, ingleses, alemanes o italianos, pues la inmediata versión a nuestra lengua de toda novedad importante surgida fuera, les brindaba un panorama completo de la actualidad mundial por encima de cualquier frontera.

El primer tercio del siglo que ahora termina presenció, en efecto, un enorme impulso, debido a la combinada acción de esas dos gigantescas generaciones, para infundir vitalidad y prestar coherencia a la presunta y anhelada nación española que Ortega diagnosticara de "invertebrada"; esfuerzo de veras exitoso, cuyo fruto ha sido esta que suele denominarse hoy edad de plata o nueva edad de oro de nuestra cultura. Pues a las promociones nacionalistas había venido a incorporarse por último una nueva y no menos brillante generación, la conocida como "vanguardista" y, en particular referencia a la poesía lírica cuya calidad ascendió en efecto al nivel supremo de los siglos de oro, "generación de 1927".

Pero he aquí que esta nueva generación, que es la mía, hubo de ver interrumpido nel mezzo del cammin di nostra vita su natural despliegue por los acontecimientos históricos de la década siguiente. La guerra civil e inmediata guerra mundial puso término, y en ciertos casos con atroz crueldad, a la producción de algunos de sus miembros, hundió en el desconcierto a todos, y de un modo u otro cerró el paso definitivamente a nuestras perspectivas comunes. No obstante, cuando la catástrofe sobreviene, ya nuestra generación había rendido una obra de conjunto que habría de situarla plenamente dentro de nuestra historia cultural con la suma eminencia que hoy se le reconoce; y por supuesto que varios de sus miembros lograríamos luego, de una manera u otra, reanudar, continuar, y a veces superar, en solitario la labor personal de cada uno. Pero si es verdad que a la hora de la dispersión ya había hecho oir su voz colectiva esta generación nuestra, marcando con trazo firme sus diferencias respecto a cada una de las dos precedentes, esa voz colectiva fue entonces súbitamente silenciada, quedando tan sólo la posibilidad de conjeturar, mediante una proyección de sus tendencias, el perfil más definido que esas tendencias hubieran completado, de haberse podido prolongar eventualmente en un futuro histórico abolido.

Pues bien, una de tales tendencias es, según yo entiendo, la que nos llevaba a despegarnos tácitamente de los postulados nacionalistas en que las dos generaciones previas estaban apoyadas. Tácitamente, digo, y acentúo este modo como rasgo bien característico de nuestra actitud, actitud que no fue tanto de oposición como de suave despego en una implícita disconformidad. Algún ejemplo pudiera aducirse para poner de relieve ese contraste de actitudes generacionales: sea tal vez el de cierto memorable episodio de la vida civil de la época. Me refiero a la indignación con que explotó un Unamuno enzarzado contra la dictadura ante la supuesta indiferencia de los jóvenes ... Pero más concluyente que esta anécdota será aquello que la obra literaria de esos jóvenes pueda decirnos en relación con los valores nacionalistas de sus mayores. Por lo tanto, si la vanguardia, suma de movimientos de implantación e inspiración internacional, echaba mano en España, como a veces lo hizo, de tales o cuales motivos de la temática nacional, era para tratarlos con un marcado alejamiento estetizante, que los colocaba a distancia aséptica. Piénsese ante todo en el gran patrono de la Vanguardia, Ramón Gómez de la Serna, cuyos objetos de espeso "casticismo" están vistos a través de su monóculo "deshumanizador"; o, para poner un ejemplo pictórico, en el cuadro de Maruja Mallo, hoy pieza de museo, que capta la verbena madrileña con una óptica de Fernand Léger… El título que Giménez Caballero puso a uno de sus libros: Los toros, las castañuelas y la Virgen, es ya bastante elocuente acerca del tono lúdico, por no decir francamente jocoso, con que semejantes objetos se abordan ahora. Y hasta cierto punto, lo mismo cabe observar acerca del enfoque con que la poesía lírica de un García Lorca o un Alberti recogen y lo hicieron por cierto con abundancia notable- la temática del "casticismo".

Si la generación del 98 fue patéticamente nacionalista, y la generación del 14 seriamente nacionalista, la generación de la Vanguardia estaba superando ya de un modo u otro el nacionalismo, para situarse por encima de las fronteras. Y ello, muy en consonancia con el espíritu de los tiempos: respondía al hecho de que, en efecto, España se homologaba rápidamente con las corrientes profundas, y todavía subterráneas, de la historia universal. Era aquél justamente el momento en que empezábamos a incorporarnos por fin, y de manera resuelta, a esa modernidad europea que, por otra parte, periclitaba ya en Europa; el momento en que se barruntaba la venidera posmodernidad, sólo aplazada por el terrible paréntesis de la guerra mundial que debía romper los viejos y precarios equilibrios de poderes nacionales, y que precisamente hubo de iniciarse en territorio español. Para este desdichado país nuestro, el resultado de la formidable colisión fue, por lo pronto, el de dejarlo otra vez al margen de la historia, aparcado durante un penoso lapso de miseria económica, moral e intelectual bajo la dictadura franquista, cuyas grotescas fantasmagorías imperiales se alimentaban precisamente, en la ideología de la Falange, con detritos del 98.


Si, entre tanto, algunos españoles siguieron, al compás de los nuevos tiempos, desarrollando con autonomía un pensamiento empeñado en ofrecer interpretaciones plausibles de la realidad en curso, y ese pensamiento pudo a la postre operar en alguna medida sobre la actual sociedad española democrática, esto sería ya otra historia.

Madrid, abril 1997