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Discurso José Manuel Caballero Bonald

Doctor Honoris Causa en Filología por la UNED 2013


Antes que nada, quiero dejar constancia de mi gratitud y mi emoción.

Ser nombrado Doctor Honoris Causa por la UNED supone ciertamente una de las más gratas satisfacciones de mi ya dilatado trayecto humano y literario. Se trata sin duda de un honor que significa para mí algo más que una recompensa generosa: supone un orgullo muy especial y un estímulo inolvidable. Ni que decir tiene además que el prestigio de esta Universidad suma a dicho reconocimiento un nuevo motivo personal de satisfacción. Al Rector, a los profesores que me han propuesto y al Claustro que lo ha refrendado, deseo reiterarles mi gratitud. Una gratitud que va más allá de la mera retórica y se reparte en forma de abrazo afectuoso a todos cuantos han posibilitado que hoy reciba un honor tan de veras emocionante.

Quiero pensar que la concesión de este título de Doctor Honoris Causa tiene mucho de premio a la constancia. Si las cuentas no me fallan, hace ya unos sesenta y cinco años que elegía el oficio de escritor. Y esos son muchos años. Siempre he pensado que la literatua es el trabajo que mejor me justifica y, en cierto modo, el que me permite un más perseverante ejercicio de la libertad. Me gustaría hacer alguna reflexión en este sentido, respondiendo así a la generosa acogida que esta Universidad me dispensa. Trataré de contestar a una pregunta compleja: qué supone para mí ser escritor o, mejor, cómo entiendo yo la función del escritor en la forja de una sociedad donde la cultura no se quede en un mero enunciado teórico, sino que consista en la práctica consecuencia de una moral colectiva, en la búsqueda de un bien común.

Conviene insistir, como primera medida, en ese viejo concepto del compromiso, de la misión del escritor como intérprete, como conciencia crítica de la sociedad, suponiendo que semejante cometido no sea en puridad una utopía. Y aunque así fuera, también la utopía es una esperanza consecutivamente aplazada. Para la gente de mi edad, es decir, para los que vivimos desde niños el infortunio histórico del franquismo, el concepto sartriano del engagement supuso en principio un factor de cohesión moral y hasta una consigna beligerante. A partir de ahí, de ese compromiso, el propio trabajo creador debía de estar supeditado a su eficacia como tal aportación al progreso social, denunciando todo aquello que lo impidiera. El escritor tenía, por consiguiente, que poner al descubierto, sacar a la luz las injusticias y carencias que se producían a su alrededor. Pero no siempre ocurre así, claro. ¿Cómo contribuir entonces a remediar esas averías sociales? ¿Basta para ello con reprobar semejante estado de cosas por medio de la palabra escrita? O, por el contrario, ¿resulta más efectivo que el escritor tome directamente partido frente a una determinada situación que reclame su implicación personal, en lugar de condenarla en su obra? Algo, por cierto, que hace años se consideraba inaceptable y que ya hoy, cuando las libertades públicas son teóricamente un hecho, queda más bien justificado. Quiero decir que un escritor puede ejercer una concreta actividad social o política, y elegir que su obra circule libremente por unos derroteros estrictamente literarios, sin ninguna dependencia de esas actitudes acusadoras.

Desde la regeneración cultural promovida por los ilustrados, por los racionalistas, se ha venido repitiendo de muchas maneras que la voz del escritor alcanza un eco que lo sobrepasa, lo trasciende, con independencia de sus otros valores puramente artísticos. Podría afirmarse, no sin optimismo, que lo que el escritor dice es escuchado, y lo que calla también es tenido en cuenta. Poner el dedo en la llaga supone una dignificación moral, y guardar silencio una perfidia. Pero cabe hacerse a este respecto alguna pregunta recelosa: ¿corresponde al escritor una activa implicación personal en los hechos? ¿No presupone esa conducta alguna suerte de exigencia intempestiva, de exceso de celo ideológico?

A pesar de ser un juicio algo trasnochado, tengo para mí que lo único que puede hacer el escritor para corregir las erratas de la vida, es intervenir en la realidad con los medios a su alcance, esto es, enriqueciendo con su escritura la sensibilidad ajena. Ya es suficiente que logre esa meta, sin necesidad de obedecer de antemano a ningún otro propósito directamente acusador. Incluso podría aventurarse en este sentido una conclusión nada perspicaz: la de que el escritor traspasará siempre a su obra, aun sin proponérselo, su propia ideología, pero en ningún caso debe tramitar su obra bajo la apriorística coacción de esa ideología.

Parece evidente que la recreación, la invención de la realidad que todo escritor persigue debe ser efectivamente el primer objetivo de su trabajo creador. Muchas veces se ha repetido que la literatura será tanto más válida cuanto más consiga acrecentar su propia validez estética. Sólo es preciso que el lector abra una puerta, rompa un sello y se asome a una realidad desconocida, a un territorio ignorado, y descubra allí algo que acreciente su conocimiento, ensanche su sensibilidad. Incluso aunque no acabe de asimilar del todo lo que lee, esa sola experiencia enriquecerá su noción del mundo. Semejante forma de entender -digamos- el compromiso del escritor, en ningún caso significa ni despego ni neutralidad. Resulta innegable que lo que el escritor piensa se traspasa normalmente a todo lo que escribe, de modo que su más exigente compromiso consistirá en dotar de la mayor eficacia posible a su propia obra. Esa eficacia ya es socialmente provechosa, cumple una fértil función en beneficio de la sensibilidad colectiva. Más de una vez se ha dicho que, puestos a hablar en términos revolucionarios, lo verdaderamente efectivo es la conquista de nuevas posibilidades expresivas en la mecánica del arte en general y de la literatura en particular.

Cierto que hay momentos en la vida de todo escritor responsable en que los reclamos de la historia pueden más que la voluntad de ejercer su oficio sin otras exigencias que las estrictamente literarias. Ningún artista puede sustraerse a ese papel -ya sea indirecto- de testigo, de crítico de la sociedad en que vive y del poder que la representa, sea del signo que sea. Una tesis que, aparte de manoseada, quizá suene ya a deficiente, pero que aún conserva –y más en coyunturas como la actual- una palmaria vigencia. Entre otras cosas, porque esa función crítica de los intelectuales frente al poder siempre será tildada de prescindible por parte de quienes disponen del poder. De sobra sabemos que el pensamiento crítico tiende a menudo a ser sustraído del tejido social de los grandes centros dominantes, preludiando tal vez, como decía Chomsky, la arriesgada deriva hacia una sociedad despersonalizada, inoperante por sumisa, carente de asideros. El azaroso estado de cosas en el mundo actual autoriza a no perder de vista tan alarmante acechanza. Y el escritor debe intervenir por principio en esa situación, rechazándola con su palabra escrita o tal vez propiamente con su actitud pública. Me importa reiterar que el escritor debe ser -por definición- un vigilante del poder, de cualquier poder, un testigo de cargo de sus presuntos desvíos y abusos, no necesariamente a través de su obra sino por medio de sus reacciones personales, de su conducta cívica. Y es ahí, en ese vínculo entre el escritor, como generador crítico de conocimientos, y el lector, como receptor de esos conocimientos, donde se genera la fecunda gestión de la cultura en toda transformación justiciera de la sociedad.

Se ha dicho que la literatura que más efectivamente sobrevivirá será aquella que, un poco al margen de su propia tradición, actualice lo más aprovechable de esa tradición, aporte alguna innovación, alguna subversión operativa. Una idea arriesgada, pero atrayente: subvertir equivale en este caso a trastocar el orden literario establecido. Desobedecer la norma significa asimilar determinadas novedades estéticas, una vez admitido que la gran literatura está hecha por grandes desobedientes. Comparto la idea de que la exploración en nuevas fabulaciones artísticas, las aventuras creadoras, ensanchan de algún modo los límites de la experiencia humana. Es decir, que son prácticas culturales perfectamente adaptables a la ideología de una sociedad que aspire a ser progresivamente más rica, más empeñada en alcanzar un futuro desembarazado de viejas rémoras inmovilistas.

Decía Machado que “para nosotros, difundir y defender la cultura son una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. “En España -seguía argumentando Machado-, en estos momentos, las cuestiones políticas y, más concretamente, las económicas y sociales, a todos nos atañen tan directamente, que es imposible librarse de que nos preocupen”. Eso lo dijo Machado a propósito de su Escuela Popular de Sabiduría, en los días que precedieron a la guerra civil, pero son perfectamente aplicables a cualquier otro tramo de nuestra historia reciente. Ya lo he apuntado más arriba: hay quien opina que, tras el arduo advenimiento de la democracia, ya no es necesaria esa toma de partido moral. Es como si el compromiso tuviese ya algo de trasnochado, de anacrónico. Antes, los desafueros sociales o políticos, servían de nutriente a los escritores y artistas; ahora la supuesta libertad de la cultura parece invalidar ese compromiso. Resulta desde luego comprensible. Pero la conciencia vigilante de que hablaba Machado en ningún momento debe ser desdeñada por quienes usamos la herramienta del lenguaje para interpretar la vida y, en cierto modo, para colaborar con ese empeño en la regeneración moral y cultural de la sociedad. Quisiera que esa aspiración hiciera las veces de punto final (o de puntos suspensivos) de mis palabras. Muchas gracias.

 
DISCURSO CABALLERO BONALD

Madrid, febrero de 2013