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Discurso Stanley Brandes

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Filosofía por la UNED


LAS COSAS QUE LLEVÁBAMOS


En marzo de 1969 —es decir, hace casi cuarenta y seis años— llegué por primera vez a España para desarrollar trabajo de campo antropológico. De todas mis empresas intelectuales, aquí y en otros lugares, ha sido esta práctica, la observación directa y de primera mano y la convivencia con un pueblo, la que ha resultado profesionalmente más fructífera y personalmente más satisfactoria para mí. Pero hay algo que siempre me ha preocupado: en qué medida mi identidad —en especial mi identidad masculina— ha influido en el tipo de conocimiento y de comprensión que he podido adquirir en diferentes etapas de la vida y en distintos contextos sociales.

¿Crea automáticamente el sexo de un investigador barreras para el conocimiento etnográfico? En un intento de responder a esta pregunta, consideremos en primer lugar una referencia esencial: el clásico contemporáneo de Tim O’Brien Las cosas que llevaban (1990) (editado en castellano bajo el título Los hombres que lucharon), una obra de ficción que ofrece una vívida evocación de uno de los destacamentos de soldados norteamericanos que lucharon en Vietnam. Este ensayo tiene especial relevancia para mí porque fue durante la Guerra de Vietnam y, de hecho, en parte a causa de esa guerra, cuando me establecí por primera vez en España para desarrollar una parte importante de mi trabajo de campo. En la historia de O’Brien, los combatientes en Vietnam —todos ellos, según su relato, hombres— aparecen cargados y aligerados a la vez por las cosas que llevan: objetos tangibles como placas de identificación, armas, munición, fotografías, cartas y amuletos, e intangibles como temores, fantasías, amor, culpa, dolor y reputación personal. En apariencia, el inimaginable sufrimiento de estos hombres y las vidas perdidas y arruinadas en cumplimiento del deber, hacen absurda cualquier comparación con las expediciones antropológicas.

Sin embargo, la historia de ficción de O’Brien hará pensar a cualquier etnógrafo en todo aquello que lleva consigo al campo y en todo lo que toma de él. Nuestras pesadas mochilas, como las de las soldados, están repletas de artículos imprescindibles: ordenadores, libros, cámaras, smartphones y en algunos casos, cada vez menos frecuentes, Cipro y pasta de dientes, diccionarios de bolsillo y el otrora indispensable Manual Merck, un voluminoso libro de referencia médica. Más importantes, sin embargo, son las cosas que no se pueden medir en kilos, como los paradigmas teóricos de moda, los prejuicios sociales y las predilecciones políticas de la época y, por supuesto, nuestra historia personal. Todas estas cosas viajan también con nosotros. Pueden, a la vez, alentar y desmoralizar, iluminar y engañar, centrar nuestra atención en algunos fenómenos y volvernos ciegos ante otros. Levantan a veces nuestro ánimo, en la misma medida en la que en ocasiones se convierten en lastres.


Momento del discurso de Stanley Brandes

Sin embargo, la historia de ficción de O’Brien hará pensar a cualquier etnógrafo en todo aquello que lleva consigo al campo y en todo lo que toma de él. Nuestras pesadas mochilas, como las de las soldados, están repletas de artículos imprescindibles: ordenadores, libros, cámaras, smartphones y en algunos casos, cada vez menos frecuentes, Cipro y pasta de dientes, diccionarios de bolsillo y el otrora indispensable Manual Merck, un voluminoso libro de referencia médica. Más importantes, sin embargo, son las cosas que no se pueden medir en kilos, como los paradigmas teóricos de moda, los prejuicios sociales y las predilecciones políticas de la época y, por supuesto, nuestra historia personal. Todas estas cosas viajan también con nosotros. Pueden, a la vez, alentar y desmoralizar, iluminar y engañar, centrar nuestra atención en algunos fenómenos y volvernos ciegos ante otros. Levantan a veces nuestro ánimo, en la misma medida en la que en ocasiones se convierten en lastres.

Estas reflexiones preliminares tienen relación directa con una cuestión: la de si los antropólogos (hombres) pueden realizar, y de qué manera, investigaciones sobre las mujeres, y viceversa. Nuestro sexo es algo que llevamos inevitablemente al campo con nosotros. ¿Supone esto necesariamente alguna ventaja o limitación al recopilar datos? Durante más de una generación, ha habido un consenso claro en la profesión sobre el hecho de que las mujeres que realizan trabajo de campo disfrutan de una posición privilegiada en las sociedades sobre las que investigan. Además de tener acceso directo al mundo femenino, son bienvenidas en la sociedad masculina. En el trabajo de campo, las mujeres parecen transformarse en algo similar a hermafroditas sociales, aceptados en los mundos de los hombres y las mujeres. Afirman por ello tener cierta ventaja sobre los hombres en el trabajo de investigación. En palabras de Laura Nader: «Ningún hombre, aunque se le haya considerado diferente de los hombres locales, habría tenido un acceso a la cultura femenina comparable al que yo he tenido a la masculina». ¿Pueden los etnógrafos —me refiero a los hombres—, que normalmente gozan de un nivel mayor de poder y de prestigio, acceder con la misma facilidad al universo femenino? La respuesta a esta pregunta depende en gran medida de la sociedad que hayamos elegido estudiar, así como de los aspectos de esa sociedad en los que deseemos centrar nuestro análisis. No cabe duda, sin embargo, de que el conocimiento antropológico tiene una enorme influencia en el éxito de las investigaciones en el ámbito femenino, tanta como la propia identidad sexual.

Cuando me inicié en la antropología a principios de la década de 1960, el género no era aún un campo de estudio independiente y, desde luego, no era un tema en el que yo tuviera el menor interés. Pero fue entonces cuando conocí los paradigmas que terminarían por condicionar mi comprensión del comportamiento y la ideología de las mujeres. Fue en aquella época, también, cuando aprendí a plantear preguntas que hoy en día parecen obsoletas. En este sentido, desempeñó un papel fundamental Un pueblo de la sierra (1954), de Julian Pitt-Rivers, aclamado por ser el primer y sin duda el más influyente estudio antropológico de una comunidad rural europea. La introducción que E. E. Evans-Pritchard escribió para ese libro es una defensa curiosamente vigorosa de la legitimidad de Un pueblo de la sierra como texto antropológico. Cierto es que, entre otros objetivos antropológicos, Pitt-Rivers tuvo que superar el escepticismo de una audiencia convencida de que ningún estudio de una sociedad alfabetizada, en especial de una sociedad europea que usara una lengua occidental, podía considerarse antropología. De ahí que Evans Pritchard señale que este libro

No está basado primariamente en documentos, [...] sino en la observación directa. La gente de la que habla es gente real y no figuras tomadas de páginas impresas o números de tablas estadísticas. Durante muchos meses ha vivido como un español con una muy destacable facilidad y dedicación. Su estudio es por lo tanto antropológico, porque lo que constituye un estudio antropológico no es ni dónde ni entre qué tipo de gente se haga, sino qué está siendo estudiado y cómo.

Cuando leí por primera vez Un pueblo de la sierra, en 1961, era un impresionable estudiante universitario trasplantado de una metrópolis, Nueva York, a otra, Chicago. Un pueblo de la sierra, sin duda un libro brillante e innovador, es lo que me llevó a hacerme antropólogo y a desarrollar mi investigación en la España rural. Me sedujeron, más que ninguna otra cosa, el romanticismo y el —a mi juicio— exotismo de las descripciones etnográficas de Pitt-Rivers. No hablaba todavía ni una palabra de español y sin embargo me atraían aquellos pobladores de la sierra con sus coloristas sanciones informales y sus viejas tradiciones anarquistas. Aquellos andaluces, obsesionados y motivados por las cuestiones de honor, y andaluzas, dominadas por el recato y por el temor a ser deshonradas, me parecían radicalmente diferentes de los norteamericanos de ciudad que me rodeaban. Aún más extraños eran los gitanos, sinvergüenzas, personas socialmente marginales sin honor, que proporcionaban a los españoles modelos permanentes de lo que se debía o no se debía ser.

Los etnógrafos españoles aportaban a la escuela de la cultura y la personalidad, que en los sesenta aún ocupaba un lugar destacado en la antropología, una exploración del complejo del honor y la vergüenza. En aquellos años, John Peristiany editó un volumen de referencia titulado El concepto del honor en la sociedad mediterránea (1966) que trasladaba este tema a diversos pueblos del sur de Europa, del norte de África y del Mediterráneo oriental. Para cualquier antropólogo que trabajase en la cuenca mediterránea en aquella época era inevitable beber de la literatura sobre el honor y la vergüenza, aunque solo fuera, como en el caso de Michael Herzfeld (1987), para deconstruir y desmitificar los dos conceptos. Era frecuente entre los especialistas en Europa, incluido yo mismo, ver mensajes de honor y vergüenza en nuestras observaciones de campo. Fieles al canon, percibíamos a las mujeres como garantes del honor de la familia, sujetas a la necesidad de comportarse según unos estrictos códigos morales que constituían su mayor protección frente al riesgo de deshonrarse a sí mismas y avergonzar a sus familias. Este doble rasero sexual era para nosotros, por supuesto, un hecho conocido.

En aquellos días, había tan poca investigación antropológica social sobre Europa que a menudo confiábamos en obras literarias e incluso cinematográficas para corroborar o incrementar el registro etnográfico. En mi trabajo de campo, llevaba conmigo mis conocimientos de la dramática trilogía que Federico García Lorca escribió en los años treinta: Yerma, Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba (Lorca, 1977). Estas estremecedoras obras retrataban a las mujeres andaluzas como víctimas de códigos de comportamiento estrictos, recluidas en casa y condenadas a sufrir severos castigos por el menor atisbo de conducta sexual inaceptable. [Uno de los personajes de La casa de Bernarda Alba comenta sobre una joven que está de luto: «Su novio no la deja salir ni al tranco de la calle. Antes era alegre. Ahora ni polvos se echa en la cara» (Lorca, 1998: 158)]. En Becedas, el pequeño pueblo de montaña en el que realicé mi investigación doctoral (1969-1973), vivía una de estas mujeres. Magdalena, de una familia respetable con unas pretensiones sociales poco realistas, se quedó embarazada sin estar casada y fue obligada a contraer matrimonio con el padre del niño. Sus acciones fueron para ella y para toda su familia causa de un sinfín de humillaciones y de dolor. Ella creía que, como una especie de justo castigo, había contraído una forma grave de asma crónico que tuvo que soportar el resto de su corta vida. El marido de Magdalena, un esposo devoto que la adoraba, la cuidó y la atendió hasta el día de su muerte.

La novela de Nikos Kazantzakis Alexis Zorba, el Griego (1953) y las memorias de la guerra de Carlo Levi Cristo se detuvo en Éboli (1947) confirmaban los escalofriantes retratos de Lorca de las relaciones de género en la Europa mediterránea. Antes de iniciar el trabajo de campo, también me había familiarizado a fondo con estas obras. Ambientadas respectivamente en Grecia y en Italia, mostraban a mujeres frustradas y hambrientas de sexo que sufrían a manos de hombres física y emocionalmente violentos. En Cristo se detuvo en Éboli, el autor, procedente del norte de Italia, describe a las mujeres del sur del país

... como animales salvajes. No pensaban en otra cosa que el amor físico, con extraordinaria naturalidad, y hablaban de él con una libertad y sencillez de lenguaje que asombraba. Cuando pasabas por la calle, te miraban con sus negros ojos escrutadores, inclinándose de soslayo para sopesar tu virilidad y después las oías murmurar, a tus espaldas, sus juicios y los elogios de tu oculta belleza (Levi, 1963: 101-102).

Levi contrapone implícitamente el sur italiano con el norte que le es familiar, pero de hecho refuerza la percepción intercultural de las mujeres como seres próximos a la naturaleza que actúan según unos impulsos primarios que apenas controlan.

En la España meridional, conocí al menos a una joven y atractiva viuda, a la que llamaré Clara, que, habiéndose quedado sola recientemente, limitó sus amistades, tal y como lo establecían las normas del pueblo, a otras mujeres solteras como ella. A causa de este comportamiento, surgieron rumores infundados que la acusaban de ser lesbiana. Esta reputación, no obstante, no impidió que los hombres de la comunidad la desearan abiertamente hasta el punto de acosarla en las calles. Clara, víctima de cotilleos falsos y maliciosos, fue acusada por sus vecinos de tener una larga serie de romances secretos. Cuando estuvo claro que, se comportase como se comportase, provocaría resentimiento, aceptó su natural necesidad de intimidad y empezó a recibir a algunos hombres, primero en privado, en casa, y después abiertamente. Pasados unos años, su único hijo, entonces un adolescente, falleció de repente en un accidente de coche. Afligida, se recluyó en su apartamento de la segunda planta, donde siguió comunicándose a diario con el espíritu del joven, que pronto se convirtió en el único hombre de su vida.

Al margen de las ideas sobre la conducta femenina, algo aún más esencial que llevé conmigo a España en los sesenta y los setenta fue mi conocimiento del estructuralismo francés. Las oposiciones binarias eran uno de los paradigmas dominantes de la época. Aunque su existencia ha sido cuestionada y debatida, la simple proposición de estas oposiciones como paradigma bastaba para establecer una sólida agenda teórica: era obligado aceptar este modelo de Levi-Strauss y medir su validez a la luz de los datos etnográficos recopilados sobre el terreno. Entre las oposiciones binarias más reconocidas, estaba por supuesto la dicotomía hombre-mujer, con todas sus derivaciones culturales. Esta dicotomía no se daba necesariamente por sentada. Los antropólogos conocían desde hacía tiempo la existencia de varios sexos, principalmente en las sociedades no occidentales. Además, el movimiento a favor de la mujer y la antropología feminista estaban empezando a arraigar en aquella época. Pero, en la antropología mediterránea, la creencia en el complejo del honor y la vergüenza y el procesamiento de los datos etnográficos asociados con este complejo se vieron reforzados por un interés en las oposiciones binarias común a toda la disciplina. A pesar de las matizadas lecturas que se realizaban en cada entorno etnográfico, los antropólogos descubrían a menudo una dicotomía fundamental, hoy justamente desacreditada: en apariencia, los hombres estaban motivados por la necesidad de respetar los códigos de honor; las mujeres, por la exigencia de evitar la vergüenza. El interés por los conceptos de honor y vergüenza resurgió con la publicación de un volumen que revisaba y actualizaba la cuestión: Honor and Shame and the Unity of the Mediterranean, de David D. Gilmore, publicado en 1987.

Entonces, yo llevaba además al campo el recuerdo de incontables imágenes fotográficas de hombres y mujeres en ambientes españoles tradicionales, ataviados con ropas exóticas que, como descubriría más tarde, rara vez o nunca se lucían, incluso en aquella época. Fundamentales en este sentido fueron varios gruesos tomos de fotos de José Ortiz Echagüe que se habían publicado poco antes (1963, 1966). Este fotógrafo era uno de los máximos exponentes del pictorialismo, una escuela fotográfica que había florecido cincuenta años antes en Estados Unidos y que alcanzó su apogeo etnográfico con las imágenes de los nativos americanos captadas por Edward Curtis (Adam, 1999). Como Curtis, Ortiz Echagüe ilustraba las diferencias regionales y étnicas retratando las llamativas variaciones en los ropajes y las actividades económicas, siempre con el telón de fondo de paisajes y monumentos icónicos. Las técnicas fotográficas de Curtis y Ortiz Echagüe, aunque no idénticas, eran lo bastante similares para producir evocativas imágenes en tonos sepia de naturaleza aparentemente intemporal. Los dos, además, retrataban a las mujeres en sus roles familiares: madres con bebés en brazos, por ejemplo, y mujeres que tejen o llevan cántaros de agua sobre sus cabezas.

En 1994, Barbara Babcock publicó un perspicaz artículo que demostraba la estrecha relación existente en las imágenes del suroeste de Estados Unidos entre las mujeres y las vasijas de barro. Las fotografías de Ortiz Echagüe ejemplifican y prefiguran el análisis de Babcock, ya que crean estereotipos de las mujeres y de sus tareas comparables a los que Babcock identificó para la sociedad americana. Ortiz Echagüe tomó numerosas fotografías en las que las mujeres aparecían, de una forma u otra, con vasijas, fundamentalmente de cerámica, aunque también en algunos casos metálicas. Una foto de una mujer gitana titulada Granada muestra a una mujer de pie vestida de flamenca junto a una pared de la que cuelgan cacerolas de cobre de diversos tamaños y formas. Dos aguadoras de Ibiza cargan en los brazos pesadas jarras de barro en la foto del mismo nombre (Aguadoras de Ibiza). Otras dos aguadoras de Mojácar llevan sobre su cabeza grandes cántaros de cerámica (Aguadoras de Mojácar). En La ventera de Gredos, Castilla, la protagonista aparece sentada en un taburete en la cocina, con las manos colocadas sobre un cuenco de barro decorado, como si estuviera iniciando la preparación de algún plato. En la visión de Ortiz Echagüe, las mujeres están asociadas con la tierra, como reflejan las vasijas de barro. También están simbólicamente vinculadas a la cocina y a las tareas domésticas, como se desprende de su asociación con todo tipo de utensilios culinarios. Este fotógrafo también retrataba a las mujeres a menudo como madres, acunando bebés en los brazos en poses reminiscentes de las madonas renacentistas. Después de estudiar las fotos con tanta frecuencia para preparar la investigación de campo, no me sorprendió que el censo del pueblo registrase por doquier el trabajo de las mujeres como «su sexo» o que los hombres se describieran como «aceituneros» mientras que sus esposas, que trabajaban en los campos tantas horas como ellos, aparecieran en el censo con la etiqueta ocupacional «su casa».

España y el sur de Europa son, por supuesto, entornos predominantemente católicos romanos. Los roles de género que demostraban devoción religiosa eran algo que cualquier antropólogo de la época podía observar en famosos estudios fotográficos. Si revisamos una vez más las fotografías tomadas por Ortiz Echagüe (1943), nos encontramos con una visión de la mujer como extremadamente devota. Semana Santa en Ibiza retrata a tres mujeres que lucen el traje típico balear, con la cabeza y los brazos totalmente cubiertos. Dos de ellas miran hacia abajo; la tercera dirige la vista hacia arriba, tal vez hacia el altar. Comunión en Alquézar, Huesca muestra a unas niñas dentro de un claustro, de camino al sacramento ritual o tal vez saliendo de él. Aparecen en una formación ordenada. Algunas tienen los ojos cerrados, otras miran hacia abajo y todas caminan con las palmas unidas en actitud de oración. A la imagen de las mujeres como terrenas, domésticas y maternales, sumamos ahora la que las muestra como seres devotos y corporalmente controlados.

Los análisis antropológicos de los modelos religiosos parecían reforzar las imágenes fotográficas predominantes en la época. El grueso volumen de Marina Warner, Tú sola entre las mujeres: el mito y el culto de la Virgen María (1976), el conocido ensayo de Eric Wolf sobre la Virgen de Guadalupe (1958) y otras obras encuadradas en las ciencias sociales subrayaban el paralelismo entre la Sagrada Familia y la familia terrenal. Según estos análisis, las mujeres rectas —devotas o no— debían emular la actitud bíblica de María como madre sacrificada y sexualmente pura. Combinadas, estas dos fuentes de información —imagen y texto— canalizaban sin duda nuestras observaciones e influían en nuestras interpretaciones. En España, en Portugal y, durante algún tiempo, en Italia, los regímenes políticos reforzaron estos modelos de género y los convirtieron en ideales sociales (Brandes, 2011). Buena parte de la investigación que yo mismo realicé en España durante la dictadura de Francisco Franco se vio con certeza afectada por esta estrecha alianza entre Franco y la Iglesia. El recato sexual femenino estaba legislado, como lo estaba un doble rasero sexual según el cual los hombres desempeñaban un rol familiar más poderoso y podían permitirse una variación mucho mayor en sus comportamientos que las mujeres. No es de extrañar, por tanto, que los sacerdotes andaluces de la época me expresaran sus quejas por una carga de trabajo excesiva. Las mujeres esperaban formando largas colas, ansiosas por confesarse y quedar así limpias de pecado por las fantasías eróticas que hasta el clero consideraba completamente normales.

Los curas católicos son, por definición, hombres. Pitt-Rivers era un hombre, y también lo eran Carlo Levi, Nikos Kazantzakis, Federico García Lorca y los demás escritores que conformaron mis expectativas de lo que podía encontrar en el campo. Julian Pitt-Rivers, Eric Wolf y Claude Levi-Strauss, todos ellos hombres, tuvieron una profunda influencia sobre mí, al igual que, de un modo más sutil, José Ortiz Echagüe. Por supuesto, había entonces escritoras y fotógrafas, pero eran menos y es posible que también asumieran un modelo binario de raíces masculinas según el cual los hombres mediterráneos se retrataban prácticamente como si perteneciesen a una especie distinta a la de las mujeres. Es llamativo el ejemplo de Susanna Hoffman, etnógrafa y realizadora, que en 1973 produjo el conocido documental Kypseli: Women and Men Apart - A Divided Reality. En Kypseli, seudónimo de un pueblo de la isla de Santorini (que ahora es más conocida por su nombre griego, Thera), las oposiciones binarias basadas en el género y en el doble rasero sexual se reflejan de una forma extrema. Hombres y mujeres —afirma la narradora de la película una y otra vez— desarrollan sus vidas cotidianas en «mundos diferentes»; es decir: habitan dominios espaciales que los separan. Las mujeres, según la narración del film, están invadidas por sentimientos de vergüenza y sometidas a normas de recato que inhiben su actitud corporal y sus contactos sociales en una medida que los hombres no han experimentado nunca.

Llevaba en mi cabeza la obra de etnógrafos, fotógrafos y cineastas cuando me establecí en el sur de España para realizar mi investigación de campo. Cabe echar la vista atrás, como ya lo hice (Brandes, 1987), y tratar de valorar hasta qué punto todos estos modelos y descripciones influyeron en mis observaciones de campo y en mis interpretaciones etnográficas. Persuadido inicialmente de que me había limitado al mundo de los hombres, una estudiante de posgrado, que trabajaba para mí en la creación del índice de Metáforas de la masculinidad (Brandes, 1980), señaló que también había aprendido bastante de las mujeres y acerca de ellas. Fue entonces cuando me di cuenta de que había publicado y de hecho había escrito mucho sobre las mujeres españolas como tales (p. ej., Brandes, 1974, 1975, 1985, 1987). Por una parte, estaba casado y tenía dos hijas. Ambas iban al colegio, una de ellas a uno de monjas. Mi propia familia me proporcionaba una cantidad considerable de información sobre las relaciones de género desde el punto de vista femenino. Además, había algunas vecinas entre mis primeros contactos. Interaccionaba a diario con las mujeres de mi vecindario y podía entrar en sus casas sin problemas, al menos cuando había varios adultos presentes. Aprendí mucho sobre las mujeres como esposas, hijas y hermanas en aquellos relajantes interludios cotidianos en compañía de mis vecinas.

Y estaba también, por supuesto, el inmenso territorio del folclore y las representaciones públicas. Existe una amplia información sobre las relaciones de género implícitas en el habla popular, los seudónimos, los refranes, los chistes y las festividades, entre otros. Las mujeres desempeñan los roles públicos adecuados, usan formas de habla familiares, están ansiosas por demostrar sus conocimientos de lo que los españoles denominan derecho consuetudinario. Esta información está a disposición de todo el mundo, hombres y mujeres por igual, puesto que no recoge sino los conocimientos y las acciones comunes, compartidos por todos, y por tanto no revela nada en particular sobre un individuo concreto. En definitiva, es posible que los mundos de los hombres y las mujeres, en España y en el conjunto del Mediterráneo, no estuvieran tan separados como había imaginado y como todo lo que llevé conmigo al campo me había hecho pensar. Hay al menos una cosa que hemos aprendido como resultado de la investigación de género: no es posible estudiar a los hombres sin tener en cuenta a las mujeres y viceversa.

No obstante, está claro que, al menos durante el franquismo (1939-1975) y en los años inmediatamente posteriores, la etnografía del sur de España y tal vez la del sur de Europa en general corroboraba, al menos en parte, los modelos publicados sobre la ideología de género de la región. En Cazorla, un espectacular enclave ubicado en una cadena montañosa del este de Andalucía, mi relación con la mayoría de las mujeres era relativamente superficial. La mayor parte de mi contacto informal con mujeres se producía al charlar con las vendedoras del mercado en un entorno totalmente público y situado al aire libre, donde el comportamiento estaba sometido al escrutinio de todos los presentes. Cualquier desviación de lo decoroso en este contexto habría sido detectada de inmediato y era por ello poco probable que se diera. Algunas mujeres parecían especialmente amables y abiertas a la conversación, y eran precisamente estas las que mi familia solía elegir para comprar carne, aves y otros productos. Estos intercambios con las mujeres del mercado parecían inocentes y suficientemente controlados para ser seguros. Y sin embargo, en apariencia, no lo eran, al menos en el periodo comprendido entre 1975 y 1980, cuando yo desarrollé la mayor parte de mi trabajo de campo en aquella ciudad. De repente y de forma inesperada, una de las mujeres, bastante mayor que yo, me informó de que su marido estaba loco de celos hasta el punto de que había amenazado con matarme. Exigía que mis conversaciones con su esposa cesaran de inmediato. Después de aquello, no podía ni siquiera saludarla con la cabeza sin provocarle un evidente estado de agitación, de modo que tuve que poner fin a cualquier forma de comunicación con ella. Con su marido, que nunca me habló directamente del asunto, seguí teniendo una relación cordial y relajada durante el año que duró mi trabajo de campo allí. Lejos de sentirme frustrado por esta limitación potencial de lo que podía aprender, casi la agradecí, ya que parecía confirmar lo que mis informadores me habían contado sobre las relaciones entre los sexos. Tanto hombres como mujeres me habían explicado que las mujeres se sentían incómodas en la compañía de los hombres, y viceversa. Todos afirmaban que la conversación natural y espontánea y los sentimientos sinceros solo surgían entre personas del mismo sexo.

En un contexto similar, pensé que tenía una relación libre de toda sospecha con la esposa de un amigo, también vendedora del mercado, llamada Florencia. Y, sin embargo, también en aquel caso se levantaron barreras. Para empezar, su marido me aseguró que confiaba plenamente en mí cuando estaba con ella, pero me aconsejó que no utilizase la expresión «mi amiga» para referirme a ninguna mujer casada. Una mujer casada, para mí, debía ser siempre «la esposa de mi amigo», de modo que así llamaba a Florencia y a otras mujeres como ella. Un día, Florencia me dijo que tenía que ir a Úbeda, situada aproximadamente a una hora, para resolver unos asuntos. Yo también tenía que ir allí y me ofrecí a acercarla. Para mi sorpresa, rechazó el ofrecimiento con la excusa de que en realidad no le hacía tanta falta como había pensado inicialmente. No le di mayor importancia, pero supe después por su marido que, aunque él y su esposa confiaban en mí, el viaje juntos en el mismo coche habría dado pie a rumores infundados que nos habrían puesto a todos en una situación comprometida y habrían causado problemas.

A pesar de estos tipos de restricciones formales en mi comportamiento y de las limitaciones resultantes en la recogida de datos, debo reconocer una responsabilidad al menos parcial en mi acceso limitado a las mujeres. No puedo culpar únicamente a los factores estructurales, ya que yo mismo rechacé oportunidades de examinar el mundo de las mujeres. Clara, una mujer solitaria pero alegre que había enviudado a una edad temprana y vivía sola con su hijo adolescente, era un espíritu libre. Poseía un sentido del humor contagioso y espontáneo que habría podido convertirla en un fantástico sujeto de estudio antropológico. Cuando me invitaba a su casa para contarme la historia de su vida o para proporcionarme material de entrevista, yo evitaba por sistema los encuentros, al igual que cuando me ofrecía ponerme en contacto con chicas adolescentes que, en su opinión, estarían dispuestas a ayudarme en mi proyecto. Y sin embargo debería haber estado encantado de recibir toda aquella información sobre una sociedad a pequeña escala. Rechacé los ofrecimientos de Clara porque los consideré una amenaza para mi respetabilidad en la ciudad. Vista ahora, esta estrategia fue excesivamente precavida. Me transformó, además, en algo que nunca he querido ser: un conformista, tanto con respecto a mis propias percepciones de la ideología y los comportamientos de la ciudad como con respecto a los modelos antropológicos de género.

Un aspecto irónico de la historia de Tim O’Brien Las cosas que llevaban es que los soldados sobre los que escribe, a pesar de su infinita variedad de objetos, ideas y fantasías, perdieron la guerra. Ninguna colección de objetos tangibles e intangibles, ningún arma o equipamiento de combate especial, les dio suficiente fuerza para ganar ante la abrumadora desventaja militar. De hecho, buena parte de lo que llevaban con ellos era simplemente irrelevante para la victoria. ¿Llegaremos los antropólogos (hombres), que llevamos al campo con nosotros innumerables modelos teóricos, preconcepciones etnográficas, dispositivos tecnológicos, disposiciones etnocéntricas, prejuicios de clase y nuestra propia identidad de género, a la conclusión de que nuestra preparación intelectual es irrelevante para el éxito? ¿Descubriremos que nos resulta imposible trascender la barrera de género para transmitir el punto de vista femenino? Las cosas que llevamos, nuestras múltiples identidades y experiencias vitales, ¿iluminan o entorpecen en última instancia nuestra búsqueda etnográfica?



Madrid, enero de 2015