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Discurso Salvador Giner

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa en Ciencias Políticas y Sociología por la UNED


Magnífico Señor Rector, Señor Decano, Profesores, Padrino de mi candidatura al grado de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Señoras y Señores.


Me embarga un profundo agradecimiento por su presencia y compañía en este acto, a sabiendas de que no pocos de ustedes tenían algo mejor que hacer y que para algunos no ha sido nada fácil, por la distancia u otras razones, acudir a él para estar hoy juntos todos nosotros.

No cabe mayor honor para un profesor universitario que el de ser honrado por sus pares en la comunidad académica con la incorporación al Claustro y a la vida universitaria, que es la de la ciencia y la del cultivo y transmisión del saber, mediante la concesión del título de Doctor ad honorem.

En mi caso, la Universidad a Distancia ha tenido a bien otorgarme el grado Honoris Causa de Doctor gracias a la iniciativa de mi padrino, el profesor Ramón Cotarelo, a quien desde este momento agradezco sus desvelos así como su generosa participación en este acto.

Requiere el procedimiento que el doctorando ad honorem pronuncie una lección sobre un tema de su especialidad. Lo haré con sumo placer. La perspectiva desde la que siempre he entendido la tarea de la sociología es la de explicar la estructura y avatares de las sociedades humanas, sujetas siempre a la doble tensión que imponen las fuerzas que las llevan a la integración, pero también las de sus contrarias, que son las del conflicto. Es éste, fruto de las tensiones que genera la desigualdad social, la porfía para apoderarnos de recursos escasos, o el afán que nos empuja a lograr más poder o privilegios. Por ello he optado, para la lección de hoy, por un tema que se ocupe sobre todo de este último ámbito, el del conflicto.

Dadas las circunstancias en las que se encuentra hoy nuestro mundo, cada vez más incierto pero también más peligroso, he querido explorar la Sociodicea predominante en nuestros días. Es decir, nuestra concepción del mal. He querido adentrarme en nuestras más convincentes explicaciones de la maldad en el seno de nuestras sociedades, presuntamente avanzadas. Por desgracia, no es menester que recuerde, en esta ciudad de Madrid, no ha mucho herida por el más brutal terrorismo, como lo habrían de ser pronto Londres, y hace muy poco París, la existencia de un mal ejercido sin justificación posible contra las gentes más inocentes y los ciudadanos menos culpables. En su recuerdo y honor vayan estas palabras y esta lección.

Momento del discurso de Salvador Giner


I



La ciencia social, tradicionalmente, se ha abstenido de estudiar el mal y la maldad como objeto principal de sus desvelos. Ciertamente ha estudiado, y con notable provecho, las disfunciones de cada orden económico, político o cultural. La sociología conoce y explica los daños causados por el despotismo o el capitalismo a las clases subordinadas, las causas políticas de las migraciones y los exilios forzados, las injusticias engendradas por las élites del poder, los daños e inconvenientes del fanatismo religioso, las estructuras clasistas moralmente injustificables, y así sucesivamente. Pienso que ya es hora de completar estas indagaciones y especulaciones, algunas de ellas de extraordinario valor, con una consideración de las causas y consecuencias de la maldad, entendida como causa consciente e intencional del daño en las sociedades contemporáneas.

Para así hacer, se me antoja que debemos comenzar por ha- cernos la pregunta que, espontáneamente, se hacen las gentes cuando el daño y la desolación se abaten sobre quienes no lo merecen. Cuando se preguntan: ¿quién tiene la culpa?

Esa es la pregunta fundamental: ¿Quién tiene la culpa? ¿Quién causa un mal? ¿Y por qué? la lengua castellana revela una conciencia difusa, muy generalizada, de la culpa. Cuando lo que pasa no es bueno, nuestra lengua asume que tiene algún responsable maligno. Hasta el extremo de que decimos que ‘los navíos no salieron de puerto, por culpa del mal tiempo’, o que tampoco ‘levantaron el vuelo los aviones’ por la misma causa. Cuando sostenemos que ‘suben los precios más que los salarios, por culpa de los mercados’ también respondemos a esa actitud, aunque algo menos, puesto que los especuladores del capital —que intervienen en los mercados— no son siempre anónimos. (Aunque sí distantes o sólo visibles mediáticamente. el plasma televisivo es un modo de invisibilidad.) Para hurtarnos en él a la culpabilidad, a la responsabilidad.

En el lenguaje cotidiano la culpa sólo tiene genuina carga moral cuando preguntamos ‘¿quién tiene la culpa de ese desafuero?’. Respondemos, ‘Iba ebrio al volante y fue él quien tuvo la culpa del atropello de aquella pobre niña’.

Frente a estos usos lingüísticos, la atribución de un daño a una situación social dada es sociológicamente más enigmática de lo que se suele suponer. Por lo pronto no siempre sabemos quiénes lo concitan, o si de veras hay responsables identificables de lo que sucede. Lo mismo acaece con la justificación del mal por parte de quienes lo ejercen, aunque lo sea menos para quienes lo sufren. Atribución y justificación son el haz y el envés de la sociodicea.

Mientras que toda teodicea presenta, de raíz, dificultades insolubles, la sociodicea, en cambio, escapa a algunos de los dilemas insuperables que caracterizan a la teodicea. No es tarea de sociólogos explicar por qué el Todopoderoso permite la existencia de Satán, o la de la maldad humana. Nuestro menester es mucho más humilde y terráqueo.

La inteligencia mundana del universo humano, por lo que respecta a la explicación racional y objetiva del mal socialmente engendrado, también encuentra escollos. Aunque son bastante menos intratables que los de la teodicea, dejan algunas cuestiones abiertas. Por ahora siguen sin encontrar una respuesta satisfactoria.

La teodicea es un proyecto imposible. Su propio triunfo entrañaba su fracaso1. Para quienes no comulgamos con los supuestos que obligan a planteársela, la teodicea posee sólo el interés que genera la curiosidad intelectual. Así, no deja de llamar la atención que haya teólogos que se devanen los sesos habiéndoselas con el más insuperable de los dilemas y la más atroz de las aporías que haya inventado la imaginación humana. O Dios es todo bondad, y sin embargo permite el mal, o no lo es, y entonces no es Dios. Para quienes no deseamos enzarzarnos en tan espinoso asunto, resta siempre la cuestión lateral, y no menor, de saber por qué hay gentes que no sólo no se arredran ante aporías como éstas, sino que insisten en ponderarlas y darles respuesta. La Teodicea de Leibniz no es una obra menor. Por su parte el ‘necesitarianismo’ de Spinoza podría conducir a conclusiones semejantes a partir de su naturalismo y su monismo. Aunque leibniz tuviera que haber sufrido el oprobio por haber afirmado que éste es el mejor de los mundos posibles, y ser así presa del sarcasmo voltairiano, tal vez tuviera más razón de la que se le otorga. En nuestro siglo XXI los físicos y otros sabios dedicados a la cosmología aún se plantean si éste no será el único universo posible, aunque la hipótesis contraria —la de la pluralidad de universos— les parezca no menos atractiva. Por lo general, los cosmólogos no aseveran que éste sea el mejor posible, pero sí que, si no hubiera otro, estarían interpretando correctamente a Leibniz, el gran matemático del siglo XVII. Podría resultar aún que quien le interpretó mal fue, a pesar de su vitriólica lucidez, Voltaire, a través de su siempre conmovedor Doctor Pangloss, el presunto sabio que sostenía que todo era para bien. Vayamos, sin embargo, a una posible sociología del mal. Sabemos que pensar es justificar. No sólo juzgar2. En la contemplación de la sociedad humana entra el esfuerzo por explicar, o justificar, las causas de lo que acaece. Sobre todo cuando, como animales morales que somos, las condenamos. Así, explicamos desafueros y maldades alegando que su causante ha perdido el uso de razón, o que es un sádico cuya enfermedad le hace cometer perversidades. La patología psicológica es de fácil cultivo clínico. En cambio, la sociológica es más intricada. Se dan situaciones en que domina lo absurdo, que nos sumen en la más absoluta perplejidad. El mundo se hace entonces inexplicable y se suspende toda nuestra capacidad de justificación. Aunque no puedan ignorarse —y menos en nuestro tiempo— situaciones dominadas por el reino de lo absurdo, constatemos que la inclinación predominante es la de dar (y darnos) cuenta y razón de porqué las cosas son, en cada caso, como son.

Para muchos, la fe religiosa suministra respuestas satisfactorias que explican aquello que es inexplicable mediante el uso de la razón o la indagación. Tal fe no resiste el escrutinio analítico, lógico o racional más elemental. Sobre todo porque la motivación religiosa dogmática está muy a menudo detrás de la aplicación más cruel del mal: en nombre de la Santa inquisición se tortura rutinariamente al inocente; en nombre del islam se extermina y diezma al infiel; en nombre de las religiones mundanas de la ideología se atormenta a la población civil o se condena a la peor suerte a los inocentes. Los campos de concentración y las cámaras de exterminio están ahí para recordarnos que el mal, contra lo que decía mi maestra universitaria, no es nunca banal. Ni siquiera el más rutinario.

Ello no le resta interés —antropológico, étnico, psicológico, hasta politológico—, mas éste ya es otro asunto, ajeno al que mueve estas consideraciones. Si al ‘dar cuenta y razón’ de la maldad le agregamos una dimensión moral, decimos que no sólo explicamos, sino que justificamos. Esa dimensión está presente aunque atribuyamos males y daños a fuerzas en apariencia impersonales, como el ‘capitalismo’, las ‘finanzas’, el ‘partido político único’, el ‘fanatismo supersticioso de una religión’ u otras entidades que fomentan toda suerte de codicias, insidias, deshonestidades, desafueros y crueldades. Tradicionalmente, solía atribuirse el mal a pueblos enteros, definidos como enemigos —tribus o naciones extranjeras, amenazas frecuentemente reales, a menudo invasoras de nuestro territorio o nuestras vidas y haciendas— y hasta a colectividades inocentes, como la hebrea, expulsada de Inglaterra en 1290, o más tarde de España, en 1492, como si los judíos tuvieran la ‘culpa’ de los males sufridos por los gentiles. Así fueron aniquilados en nuestro propio tiempo por una Alemania presa de la demencia nazi, como si existieran culpas tribales, nacionales, impersonales y colectivas. El odio desplaza el mal de los culpables y los descarga sobre los inocentes.

Las gentes a menudo atribuyen este odio a causas impersonales —el partido totalitario, la fe irracional en fuerzas sobre- naturales, la existencia del mal o del pecado compartido por razas, linajes, naciones o comunidades de creyentes—, pero también suelen culpar a personas. Decimos que se desencadena una guerra porque el agresor es un tirano fanático, una crisis económica porque hay desalmados financieros que así lo han deseado, o para ello conspirado3; me abandona mi novia porque ha encontrado un mejor partido que yo, aunque sea menos apuesto, inteligente y simpático; fulano ha ganado una oposición a funcionario porque tenía padrinos, o supo sobornar a los jueces; los aristócratas y la nobleza dominan aquel país remoto porque son más ricos, pero también más maliciosos al aferrarse a sus prebendas, o más capaces e inteligentes para dominar, diría memorablemente un sociólogo clásico4; los traficantes de armas prefieren sus beneficios a las vidas humanas que su nefasto negocio produce; a un partido político le importa más acopiar votos que obedecer a sus principios proclamados, aunque incluyan salvar el medio ambiente o dar asistencia médica a los necesitados. (Ni el uno ni los otros votan.) Y así ad infinitum.

A este fenómeno llamamos sociodicea. La justificación social del mal es la sociodicea. Posee un doble sentido. en el más amplio de los posibles, la sociodicea es también la justificación de la sociedad tal cual, es decir, la aceptación de que el mundo es así, y que éste es su orden natural y posible: ‘siempre habrá pobres’, como dijo San Juan en su Evangelio, o ‘siempre habrá hampa’, ‘siempre, sinvergüenzas’, ‘siempre, desigualdad injusta’. Estas manifestaciones populares de la sociodicea no excluyen el reformismo ni son necesariamente cínicas, ni fatalistas. (Han hallado un elocuente eco entre economistas, sociólogos, y más de algún filósofo5.) Sin embargo, plantean cuestiones ciertamente vastas sobre el orden general de la sociedad y su posible mejora, que aquí soslayaré con cautela. En su segunda acepción, la más circunscrita, la sociodicea es la justificación de un mal determinado.

Las dos visiones de la sociodicea —la más inclusiva, que incorpora la sociedad entera con sus imperfecciones y calamidades, y la más restringida, que acepta la existencia de males específicos, posiblemente subsanables, o extirpables— son muy distintas y entrañan filosofías morales, a la postre, in- compatibles entre sí.

La sociodicea es la versión mundana de la teodicea. Una de las consecuencias más obvias del proceso histórico de secularización, y como mínimo de la verdadera separación entre la esfera terrena y la celestial6. Parte, sin embargo, de supuestos radicalmente distintos y opuestos a los de la teodicea. El abismo entre ambas se me antoja insalvable. Como he señalado más arriba, la teodicea es aquella parte de la teología dedicada a la explicación, presuntamente racional, del mal. Su objeto es, ante todo, explicar satisfactoriamente, con buenas razones, un universo moral contradictorio creado por Dios, en el que reina en calidad de Todopoderoso. Lo crucial en toda teodicea es explicar los daños causados a seres humanos inocentes por otros seres humanos, amén de las desgracias naturales —la enfermedad, las catástrofes, el hambre— en un universo en el que nada acaece sin voluntad ni permiso divino. la perversidad de los humanos que dañan, torturan, matan o simplemente amargan innecesariamente la vida de sus congéneres, debe ser explicada por la teodicea. ¿Por qué permite Dios su maldad?

Las muy humildes ciencias sociales están libres de esta elucubración. Circunscriben sus pesquisas a la naturaleza de la especie humana y a sus condiciones de existencia. Al hacer tal, incluyen en su programa la indagación de la causa social del mal y hasta, si cabe, de su justificación. Para esto último, para su justificación, hablamos de sociodicea, palabra híbrida grecolatina en que la justicia, diké, se une a la alusión a nuestra especie. En esta tarea, por lo pronto, la ciencia social debe excluir de su indagación a las catástrofes naturales, las enfermedades y las fatalidades del vivir, y del morir, ante todo. (Aunque no así en el estudio de las respuestas humanas a tales calamidades, entre las que debe incluirse, como hace cierta escuela —llamada constructivista—, el modo en que los hombres definen, interpretan e incluso inventan catástrofes naturales.) La ira de Dios es insondable, y es fácil atribuir a la divinidad pasiones semejantes a las nuestras: se enoja ante nuestros pecados, reza el discurso del experto en lides sobrenaturales. Esta falacia ya fue satisfactoriamente denunciada y demolida por Spinoza en su momento. Confundimos a Dios con la naturaleza humana y le atribuimos pasiones, intenciones, y hasta estrategias, como si de una mera persona humana se tratara7.

Excluyamos de la sociodicea aquello que no le pertenece. Así, en puridad, el tsunami indonesio que causó tantos muertos en la navidad de 2004, el que, desencadenado por un terremoto, asoló la costa japonesa en 2011 o, poco antes, el que devastó Haití en 2010, no forman parte de la problemática de la sociodicea, salvo en la imaginación teológica o escatológica de aquellas mentes mágicas que aún atribuyen a la ira de Dios o de los dioses, venganzas y castigos por nuestros presuntos pecados. Lo son, eso sí, las respuestas que los hombres dieron o damos, a estos cataclismos, o nuestra falta de previsión ante un porvenir posible. Así, mucha arquitectura colonial española en las Américas, o construcciones en el Japón, se edificó teniendo en cuenta la posibilidad cierta (certus dies, incertus quando) de los seísmos. La previsión contra el daño previsible es un modo racional de excluir la sociodicea de nuestras mentes.

Sí lo son, en cambio, en toda su extensión, las causas antrópicas de la destrucción ambiental en curso, las de la explosión demo- gráfica que no controlamos, las de la generación y promoción de una desigualdad social innecesaria o injusta8. Por dar un ejemplo concreto, lo son las causas de las emigraciones desesperadas de africanos hacia Grecia, Italia o España, que hoy desafían el frecuente naufragio, tras haber atravesado un desierto inacabable y despiadado. En los primeros nueve meses de 2014, 3.300 seres humanos habían perecido intentando cruzar el Mediterráneo hasta Europa. Hasta junio lo cruzaron 75.000 personas y fallecieron ahogadas 800. Entre julio y setiembre, perdieron la vida 2.200 de las 90.000 que lo pasaron9. En lo que quedaba de año, continuaban los naufragios. En ésta y tantas otras calamidades se percibe una irresponsabilidad dolosa por parte del hombre. La difusión de la responsabilidad entre estados fallidos o incompetentes —como los de Malí y libia, la connivencia de otros como el de Marruecos, la ineficacia de la unión europea— agrava la tragedia pero diluye convenientemente la culpabilidad. Los gobiernos acusan al hampa y a las mafias que trafican en gente inocente, pero ellos no lo son del todo, o suficientemente. En todos estos casos, más allá de las causas anónimas —desertificación, hambrunas, excesos demográficos— las hay humanas: tiranías, incompetencias, políticas sociales inoperantes, nacionalismos hegemónicos, corrupción administrativa, matanzas o expulsiones racistas, y tantas otras.

Puesto que ni las invocaciones a lo sobrenatural ni las de la metafísica darán jamás cuenta y razón satisfactoria a una sociodicea que no esté enraizada en el humanismo secular habrá que echar mano de éste, con todas sus limitaciones, para en- tenderla. Será menester elaborar una filosofía de la sociedad y unas ciencias sociales que se las compongan para avanzar, libres de toda concepción trascendente de la maldad humana. Una idea para la cual ni la psicología ni la antropología, en su estado actual, suministran fundamento alguno. Tal vez la sociología, como disciplina que desde el primer momento indagó las causas objetivas del daño causado por los humanos a otros humanos y los halló en la perversa distribución de la riqueza, la conquista de unos pueblos por otros, la marginación o exclusión social para acaparar recursos, y así sucesivamente, sea más afortunada en esa búsqueda. Por lo menos la sociología no ha considerado el mal —ni absoluto ni relativo— como variable independiente, por decirlo en su habitual lenguaje.

II



La noción de sociodicea es tan crucial como carente de historia independiente. Como quiera que, normalmente, las sociodiceas aparezcan como parte de la ideología, la tendencia ha sido a no identificarlas como tales. Las ideologías suelen incluir sus sociodiceas correspondientes, puesto que condenan, aprueban, explican y, sobre todo, justifican males o remedios para ellos. La parte justificativa y explicativa del mal es la sociodicea ideológica. La sociodicea, como parte de toda ideología, identifica culpables o atribuye causas a males y daños socialmente causados, al tiempo que abona y avala determinado estado de cosas. El rebus sic stantibus entraña en la sociodicea una vindicatio rebus.

La malicia de aquellos financieros que provocan adrede una recesión económica —a un extremo— o la estupidez humana, o la mera ignorancia, que genera daños y perjuicios no intencionales —al otro—, son dos ejemplos de explicaciones sociodiceicas. Otras, como el argumento (propio de cierto darwinismo social popular, común entre clases dominantes) de que el mundo pertenece a los más listos y poderosos, y debe ser natural e inevitablemente propiedad de quienes sepan adquirir y mantener su dominio, son también, con un leve grado añadido de refinamiento teórico, razones sociodiceicas. Pero no son buenas razones.

Una tercera categoría explicativa es la mágica o teológica. La sociodicea sería para ella un apéndice de la teodicea. Dios, infinitamente bueno, ha creado seres malignos, o por lo menos capaces de maldad, en uso de la libertad que su creador les ha otorgado. Esta hipótesis no se considera, recién dicho está, en mi análisis, aunque sea muy interesante. Pertenece a la sociología de lo sobrenatural, que es un aspecto del estudio de las creencias sobrenaturales y los rituales y conductas a ellas uncidas por parte de los clérigos, sacerdotes y comunidades que las sustentan.

La palabra sociodicea es prácticamente un neologismo. El sociólogo Daniel Bell hizo uso de ella en el título de un ensayo algo deslavazado de 196610 sin profundizar mínimamente el concepto. Sus sugerentes referencias allí a la ‘alienación’, a la ‘ideología’ y a la ‘conspiración’ de las clases dominantes contra el resto de los humanos y hasta contra el uso y abuso de expresiones vacuas como ‘lo existencial’, culminan con su sarcástica y admirable alusión a la ‘sociologomaquia’ que estropea lo que podría haber sido un buen debate teórico. Hay que agradecérselo, pero se hace difícil sostener que Bell produjera el ensayo seminal sobre la sociodiciea que parecía haber anunciado su título, y la categoría de su autor. En todo caso, el breve esfuerzo inicial de Daniel Bell no encontró la herencia robusta que merecía. El concepto aparece en escasísimas ocasiones, y aún así sin encontrar, como fue el caso de Pierre Bourdieu, mayor explicación que unas alusiones pasajeras. Algunas de ellas, son notables. Entre ellas descuella la noción de que es el orden social mismo (y se entiende, no la clase dominante) el que pro- duce la sociodicea11. En algún lugar, Bourdieu hasta la define lapidariamente: ‘sociodicée, justification de la société’ 12. Se entiende así que una sociodicea legitima un orden social tanto por parte de quienes se benefician directamente de ella como por parte de quienes la sostienen tras haber sido inculcados en sus creencias. Más específicamente, la sociodicea justifica ciertos males y daños13 causados por estructuras de dominación y pautas de poder, privilegio y clase. Lo cual indica que la diferencia entre ideología (dominante) y sociodicea propiamente dicha llega a ser, a veces, bastante raquítica. Por lo menos en este autor. Pero no por ello son lo mismo.

Como acabo de señalar, la sociodicea es sólo un elemento de la ideología, aunque decisivo. En algunas, fundamental. Por evo- car una de las más conocidas: ‘Toda dictadura es un mal; la del proletariado es un mal necesario, para abolir el capitalismo y a la postre, aniquilar a la clase burguesa; por consiguiente, justifico un mal presuntamente menor’. Naturalmente, este argumento es solamente un elemento de una ideología, mucho más amplia y compleja, la bolchevique o leninista, por referirme a una propia del siglo pasado fuertemente desacreditada en el nuestro, pero intensamente viva entonces.

La sociodicea posee una historia potente en un sentido lato, como explicación de una sociedad humana imperfecta e injusta y como justificación de un orden social que contiene y genera ciertos males y daños. En numerosos casos, éstos se consideran superables de uno u otro modo. Pero se suelen también juzgar como endémicos, o inevitables. (Ello emparenta a numerosas sociodiceas con el fatalismo; pero no todas adolecen de esta resignación ante el mundo.) Abundan las soluciones. Van desde el desencantamiento mágico a la expiación de nuestros pecados ante la Divinidad o la imploración de misericordia a los Cielos, hasta la exigencia de medidas humanas seculares y racionales para poner fin a los males que se identifican mediante el conocimiento técnico y científico. Son sin embargo soluciones falsas. (La ineficacia manifiesta de algunas de las presuntas soluciones son meras invocaciones para acabar con tales males y daños. Rara vez ha persuadido a la humanidad de que deban dejar de perseguirse.) Recordemos que, en pleno siglo XXI, la explosión de la enfermedad del Ébola en el áfrica occidental en 2014 movilizó grandes recursos médicos y sanitarios internacionalmente, mientras que los exorcismos e invocaciones —que hubieran costado tantas vidas en otros tiempos— cuando se realizaron, por fortuna apenas recibieron atención pública internacional. A veces, avanza la racionalidad.

Contra una extendida opinión, las sociodiceas no pueden reducirse a ser meras concocciones malignas de las clases dominantes o de fuerzas sociales hegemónicas, a formar parte solamente de sus ideologías. Así, desde la República platónica al Capital de Marx, son varias las sociodiceas a nuestro alcance que traspasan el angosto desfiladero ideológico. Alguna, como El espíritu de las leyes, pueden —osaría decir, deben— leerse como capaces de tal amplitud de miras. Posiblemente, la de Montesquieu sea la más cumplida de las que poseamos. Por consiguiente, sería equivocado pensar que en esto el hábito hace al monje. La palabra no se usa en El Espíritu, pero la concepción que entraña sí existe allí. En efecto, si hay una cosmovisión, hay también una sociovisión explícita en Montes- quien, relativamente completa, y dotada de una argumentación coherente sobre lo justo y lo injusto dentro de ella. (En torno a aquello que justifica la sociedad, tal cual es, con sus males y sus ventajas, para atenernos al significado estricto de la palabra sociodicea.) Este último rasgo, la justificación de lo injusto, es el más definitorio de lo que el concepto híbrido, grecolatino de sociodicea entraña14.

Si nos atenemos, como es aconsejable, al sentido estricto de lo que significa una sociodicea, la obra de Marx y Engels, sin ir más lejos, constituye también una sociodicea. La demolición de la sociedad burguesa y capitalista tanto vaticinada como propuesta por ambos sabios no justifica directa y moralmente tal orden social, pero sí lo hace con claridad meridiana en términos sociodiceicos, como estadio necesario (mal necesario, inevitable) en la evolución de la humanidad en su triunfal y trágica senda hacia el socialismo y, como culminación, hacia el comunismo del porvenir. (Los marxistas —y en general la izquierda— identifican causas objetivas y subjetivas —culpables, responsables— del daño, o hasta del mal.) Hay, por lo tanto y por lo menos, dos modos distintos de justificar la sociedad. Llamémoslos la del Criterio de Pareto y la del Criterio de Marx. la primera, condena lo que hay, pero se resigna; la segunda, condena y no lo hace, aunque nunca oculta sus méritos y ven- tajas, como saben muy bien quienes de Marx no conocen más que una lectura apresurada del Manifiesto. Naturalmente, hay otras posibilidades, las más de las veces, intermedias, como aparecen por ejemplo en la majestuosa obra de Talcott Parsons15 —¿quién hoy lee a Parsons?— cuya sociodicea evolutiva con creciente frecuencia soslaya la responsabilidad humana, y por lo tanto el problema sociológico del mal16.

Precisamente Parsons, durante un período considerable, fue castigado inmisericordemente por una sociología autodefinida como radical (o progresista), como si su obra hubiera constituido una especie de justificación (conservadora) del mundo existente, una suerte de sociodicea. La cosa se degradó hasta el punto de que la acusación de ser ‘funcionalista’ —epíteto bastante carente de sentido ideológico, entonces y ahora— se alzó contra quien era uno de los mayores científicos sociales del siglo XX. A menudo esa crítica, no carente de irritación, provenía de pensadores favorables a otros funcionalismos altamente sospechosos, de signo contrario17. Tengo para mí que el logro obtenido por parte de la entonces llamada ciencia social radical18 consistió más en desprestigiar el estatus científico de las ciencias sociales que en invalidar aquello que atacaba. Parsons, a su entender, había cometido el pecado mortal de justificar el mal, es decir, en mi propio lenguaje, producir sociodicea. No diría yo que se trataba de un pecado o perversidad interpretativa, sino de su habilidad por constatar lo obvio. Así, en un ensayo de 1940, raramente visitado por los aguerridos antiparsonianos de los decenios de 1960 a 1980, en torno a ‘igualdad y desigualdad en la sociedad moderna’ decía claramente Parsons:

‘las desigualdades entre las unidades de la estructura social que son esenciales en terrenos como son la productividad económica, la autoridad, el poder y la competencia basada en la cultura, deben justificarse en términos de su aportación al funcionamiento societario.’19

No dice que sean buenas, ni que él personalmente las justifique, sino que socialmente —sobre todo, añado, en una politeya democrática— ‘deben justificarse’ —que es lo que precisamente hace la sociodicea, justificar la injusticia—. ¿O es que Parsons o quienes como él pensaban justificaban moralmente el parasitismo, la prevaricación, la riqueza desmesurada y libre de impuestos? no, que yo sepa.

Naturalmente, toda la tradición, que desde la ciencia social in- tente la demolición o por lo menos el socavamiento de esa injusticia, está (bastante) libre de sociodicea. Va, abiertamente, contra ella. La poderosa obra de Amartya Sen y su escuela está orientada desde el principio a la eliminación de los males e injusticias remediables, evitando toda utopía, sin intentar la creación ‘de un mundo perfectamente justo’20. En el universo humano no hay lugar para tal mundo: la perfección es propia de la utopía, y ésta engendra la cruel tiranía de quienes pretenden administrarla como si los hombres no fuéramos irremediablemente libres.

Otras aportaciones, no necesariamente insertas en interpretaciones como las de Sen, no cesan de enriquecer con nuevos datos y argumentos21 el combate contra la inclinación sociodiceica de los sectores que se benefician del orden social realmente existente, si se me permite parodiar una feliz expresión con la que no ha mucho se referían algunos al socialismo totalitario.

Las corrientes libres de sociodicea —o que se esfuerzan por estarlo— se insertan en una tradición de la ciencia social como saber esencialmente moral, en el que el servicio a la verdad (objetiva, empírica y racionalmente obtenida) y los principios éticos de la fraternidad y la compasión no son mutuamente excluyentes22. Más bien al contrario, se necesitan entre sí.

III



La sociodicea, afín y con frecuencia coincidente con el pensamiento conservador, es, a menudo, muy explícita. Este síndrome es frecuente en los centros de poder y autoridad. Valgan dos ejemplos. El Gobierno de los estados unidos, incapaz, como es natural, de verse a sí mismo o a las instituciones económicas del país, como origen de ciertos males (origen que a otros se antoja obvio), ha estado singularmente falto de preparación para entender las razones que asistían a aquellos que empren- dieron —y aún emprenden— la siniestra senda del terrorismo contra ese país o sus instituciones. Que al Gobierno de los Estados Unidos el terror antiamericano les parezca injustificable (es decir, fuera de toda sociodicea) es más que comprensible. A quienes juzgamos que el terrorismo siempre carece de justificación moral, también nos lo parece. Pero no coincide con la sociodicea (que se confunde en el caso de los islamistas violentos antiamericanos, abiertamente, con una teodicea) a la que rinden culto los fanáticos y quienes los manipulan. No obstante, la justa indignación moral y la congoja de la ciudadanía yanqui, empero, contrasta con su ceguera ante los otros males causados por la función imperial o hegemónica de ese país más allá de sus fronteras que, en cambio, es entendida comprensiblemente como mal por las víctimas inocentes de sus disfunciones. Además, lo que parece irrisorio a un ciudadano americano —o a muchos amigos de los estados unidos—, como la aseveración de que ese país es ‘el gran Satán’ de nuestro tiempo, como afirmaba un sangriento tirano en oriente Medio, pertenece rigurosamente a una sociodicea, la que justificaría el mal supuestamente necesario, es decir, el terrorismo. En su caso, lo que solía o suele llamarse —a veces sin demasiado rigor— terrorismo de estado. Los ejemplos, imposibles de esconder —como la prisión sin juicio y cautiverio sin norma alguna de sospechosos en la base militar de Guantánamo— es un caso conocido de la práctica arbitraria del mal en abierta transgresión de la propia Constitución de los Estados Unidos de América.

Toda potencia amenazada, dotada de una constitución y gobierno democráticos, si cae en la tentación de ejercer el daño como represalia o defensa, no encuentra nada que la justifique. Nada la exonera: hay conductas que no pueden permitirse las politeyas democráticas. Como sabemos desde Tucídides: es una de sus mayores servidumbres23. Deben asumirla. Una lógica diabólica semejante ha sido usada con consecuencias nefastas no sólo en crímenes terroristas como los acaecidos en las Torres Gemelas o en la estación de atocha, sino en la sociodicea propia de las llamadas ‘organizaciones armadas’ de algunos movimientos terroristas europeos. Por no aducir otros ejemplos, que hoy mismo, en áfrica u oriente Medio, responden a la lógica del terror contra inocentes. La demonización del enemigo sin paliativos, distingos ni ningún género de matices justifica el desmán como modo de vida: en Mali y países limítrofes del áfrica islamistas armados raptan y violan niñas, en masa, atacan gobiernos por ser ‘infieles’ y a cualquier europeo, por serlo. En el Medio oriente, en o cerca de Siria, un estado islámico y autoproclamado Califato se constituye sin otro fundamento que el odio y una certidumbres sobrenaturales que llaman a la ‘guerra santa’ o yihad, sin que la contradicción en los términos llame la atención a ninguno de sus matarifes.

Otro ejemplo elocuente, entre los muchos disponibles, es el del vaticano. Su sociodicea es aún más selectiva que la de numerosos gobiernos. Como entidad esencialmente moral y moralizante, la Iglesia católica identifica con meridiana claridad el origen de un número de males, que constituyen su propia sociodicea. Está ésta enraizada en una teodicea. Desde la atribución de la condición pecaminosa a los seres humanos, según la esencial doctrina cristiana del pecado original, hasta la nefasta presencia de Satanás en el mundo la iglesia, junto a numerosas sectas e iglesias cristianas o de otras religiones, atribuye el mal a una condición metafísica de los seres humanos. La ontología cristiana sitúa el mal en el Pecado original, como parte de nuestra naturaleza, y no sólo en la sociedad como tal. La separación entre lo subjetivo y lo social es tan extrema en esta creencia que permite la redención de cada cual —la cura del mal y de la culpa— cuando no es posible la redención a través de una transformación de la sociedad. Por ello, lo que llama la atención desde la estricta perspectiva que aquí me orienta, no es, sin embargo, este fenómeno, sino el hecho de que la socio- dicea promovida por la iglesia incluya también una explica- ción de los males que afligen a la sociedad como parte de su discurso. Es evidente que, a partir del II Concilio vaticano, de 1962, la iglesia emprendió una senda mucho más activa en la denuncia de tales males —la esclavitud, la subordinación de las mujeres, la intolerancia religiosa, la tolerancia de las tiranías— que no habían sido precisamente rasgos de su ideología hasta aquel momento. La tardanza de esa nueva actitud, cuando para algunos ya era demasiado tarde dados los inmensos avances de la secularización moderna, podría atribuirse a una redefinición a la defensiva, tardía, de su sociodicea. Al margen, naturalmente, de su teodicea, que continúa estancada en el limbo de las aporías que señalé al principio.



IV



Sólo los utopistas sostienen a pies juntillas la posible erradicación completa del mal. A algunos de ellos les ha tocado poner en práctica la más cruel paradoja de todas las conocidas: la producción masiva del mal por parte de sus presuntos extirpadores. No es preciso en este lugar repetir argumentos que, desde Isaiah Berlin a Hannah Arendt, han resultado muy convincentes sobre este fascinante fenómeno, cuyos orígenes históricos en la República inglesa puritana de Oliver Cromwell y en la versión jacobina de la República francesa en Maximilien Robespierre son harto conocidos, y cuyo final cumplimiento en el stalinismo soviético o en los diversos fascismos no lo son menos. Las sociodiceas de los totalitarismos identifican su versión de la maldad con meridiana claridad, indican la senda infalible para abolirla o extirparla y, encima, justifican ambas cosas sin titubeos. Así, para los puritanos ingleses del siglo XVII la mezcla de la monarquía absoluta, el ‘papismo’ de los católicos o no pocos anglicanos, y las fuerzas sobrenaturales del mal constituían parte de una sociodicea que les permitió el uso del terror gubernamental y, en el caso de Irlanda, el genocidio. En el de los soviéticos, desde las purgas políticas stalinistas hasta la construcción de estados policía en la Europa de su imperio —1945-1989—, abunda la información sobre la naturaleza de su sociodicea. Algunos regímenes dictatoriales nos han dejado también múltiples pruebas de sus sociodiceas. El franquista en España (1939-1976) confeccionó una ‘ley para la represión del comunismo y la masonería’ que incluía una buena parte de su feroz demonología y una sociodicea, o explicación justificativa del mal tal como lo entendía el Gobierno. Por su parte no sólo la llamada yihad islámica, o sus conatos para establecer a la fuerza un nuevo califato fundamentado en el dogma religioso, en pleno siglo XXI, posee una sociodicea que nada tiene que envidiar en su brutalidad y ausencia de matices a ninguna de las que el mundo ha conocido.

Los pocos observadores occidentales que se han referido explícitamente a la imaginación, ideología y argumentación sociodiceica se la han atribuido —con todas la razón— a las clases dominantes de la democracia liberal, burguesías las más de las veces, con olvido de esos otros casos, tan llamativos, tan nítidos y explícitos en que cualquier partido político, movimiento social, nacionalismo, o tendencia que aspire a mudar la condición del mundo humano posee su sociodicea: desde los ecologistas a los pacifistas, desde los conservadores tradicionalistas a los neoliberales, cuesta mucho identificar un solo movimiento que pueda estar libre de sociodicea.

La problemática que revelan estas diversas sociodiceas no es trivial, ni tampoco se limita a poseer un interés histórico, por no decir arqueológico, cuando se trata de las ya expiradas. Es cierto que las nuevas condiciones del mundo en el siglo XXI, en un estado de intensísima e impredecible mudanza, motivada por el alud de innovaciones técnicas, la renovación robusta del capitalismo —con su capacidad por provocar y absorber innovación24— requiere una revisión del anticuado lenguaje sobre las clases subordinadas y las dominantes. (Esta es una afirmación más delicada de lo que parece, porque suele ser esgrimida con sospechoso entusiasmo por la derecha más rancia y aún por muchos neoliberales que, naturalmente, son incapaces de poner en práctica lo que tan vehemente proponen.) Pocos espectáculos son más peregrinos que el de los sermones neoliberales acusando a la ‘izquierda’ o al ‘socialismo’ (sic) de anticuados en sus doctrinas y vocabulario, cuando su propia doctrina liberal, mucho más vetusta y venerable que la contraria, no dice nada nuevo que no se dijera antes de John Stuart Mill, cuyo firme y sensato reformismo a muchos de ellos horroriza.

La sociodicea neoliberal (a menudo coincidente con la propia de la ideología de las grandes empresas transnacionales, entregadas al fomento de la modernidad según la entienden) se ha enriquecido con una intensa privatización de la solidaridad y hasta de los esfuerzos hacia la igualdad mediante el ocasional estímulo del altruismo cívico, tanto a nivel nacional como internacional. La sustitución parcial y a veces intensa de las responsabilidades del ‘estado de bienestar’ por la iniciativa privada, con ánimo de lucro, ha entrañado que la sociodicea —la justificación del mal y la legitimación de sus supuestos reme- dios— haya sido privatizada también. ello ha sido menos dramático en países protestantes con mayor tradición que los católicos en este terreno, puesto que en estos últimos la práctica institucional de la caridad a menudo exoneraba a la ciudadanía de mayores virtudes que la del ejercicio en pleno albedrío con algunas ‘buenas obras’ ocasionales. También en este terreno las cosas han cambiado, de modo que ya no es posible presentar una dicotomía diáfana ente uno u otro modo de habérselas con los males del mundo.

El establecimiento de las llamadas ‘redes sociales’ y otras formas técnicas de crear comunidad cuando avanza la erosión del comunitarismo tradicional es, en términos de sociodicea, claramente ambivalente. Por un lado, hay redes sociales que forman comunidades, más o menos efímeras, más o menos difusas, de gentes afines, preocupadas por sí mismas, algunas de ellas tan vastas que rompen con los requisitos sociológicos de toda comunidad estricta. (Los estudiosos del asunto coinciden en formular la pregunta: ¿cuántos ‘amigos’ puede tener uno en el ciberespacio?, ¿cien?, ¿quinientos?, ¿cinco mil?) ¿cuáles poseen una verdadera sociodicea —una identificación del mal— y cuáles no? no huelga esta pregunta, puesto que una consideración del contenido de las redes produce un mapa moral constatable: hay conductas que se celebran o aprueban, otras que se condenan. Pululan los ‘enemigos’ en la red, y sus víctimas, a menudo menores de edad con nula capacidad de defensa. Hay hackers, hay virus informáticos, y hay gobiernos culpables de ataques en la red a otros gobiernos, al igual que hay operaciones desestabilizadoras por parte de tirios y troyanos. Los males acechan a sus usuarios, algunos de ellos perseguidos por la ley, y hasta por interpol. Otros, inexplicablemente molestos y perturbadores, como son lo víricos, son descritos con imaginación más biológica y pestífera (¿medieval?) que mecánica. El mal de la sociodicea internética será para unos el uso publicitario y empresarial de la red, que puede ser parasitada u ocupada para la compraventa o la promoción de productos comerciales. (O la comercialización de actividades delictivas: prostitución, venta de armas, fabricación de explosivos, pornografía infantil y pederastia.) En diversos países, y no sólo en la China, lo será la injerencia y el intervencionismo estatal o de un partido político en la sociedad civil para perseguir el mal, definido ahora como la opinión política adversa, la vida privada, el ejercicio de la libertad. En estos casos, la incipiente formación de un movimiento social incontrolado por el poder político es declarada maligna. Es parte de la sociodicea del poder. También lo es, en países de constitución liberal, la revelación masiva de secretos diplomáticos o estatales a través de redes internéticas25.

La sociodicea ultramoderna, hoy, fluye más que nunca. Ciertamente, el animal tradicionalista, que suele ser el hombre, abraza nuevas herramientas para hacer triunfar sus propios prejuicios y creencias, antiguos o hasta ancestrales. Los levantamientos árabes de 2012, como otrora otras revoluciones —desde el siglo XIX, y no necesariamente desde la desencadenada contra el Sha de Persia y el establecimiento del hoy ya anquilosado régimen de los ayatolá— son casos en los que las exigencias de democratización radical se enraizaban en legitimaciones providencialistas, metafísicas y sobrenaturales, alcoránicas, y por lo tanto, por definición, en teodiceas y sociodiceas venerables. No obstante, en algunas revoluciones en los albores del siglo XX, como la bolchevique o la de los Jóvenes Turcos contra el imperio otomano, que llevó a Mustafà Kemal al poder, se dan casos de formulaciones muy seculares y por lo tanto radical- mente nuevas del mal a abolir. Los movimientos de protesta juvenil anticapitalistas de 2012 —iniciados en la Puerta del Sol madrileña, luego en la catedral de San Pablo londinense, y final- mente en el llamamiento a ocupad Wall Street en América— fueron muy precisos en su identificación sociodiceica del mal: el capitalismo, sus banqueros, sus especuladores, sus parásitos. Posteriormente algunos partidos nuevos, en varios países, se han constituido como continuación de ese espíritu de protesta aunque yermos aún de una propuesta de política futura.

La hipocresía democrática —denunciada desde Tocqueville por pensadores de impecables ejecutorias liberales o progresistas— obliga hoy en día a no hacer explícita la sociodicea predominante entre los estamentos a veces más civilizados. Son tabúes, que se susurran en privado, o se callan. Ante el abrumador volumen de la pobreza en el mundo, no son pocos los que creen en lo que fuera un dogma de tiempos pasados, a saber, que la pobreza de los muchos es inevitable —‘siempre habrá pobres’— aunque no falten quienes, muy en privado, lleguen a confesar que, dentro de ciertos límites, es necesaria. Son abundantes los economistas que reconocen la necesidad de un modesto porcentaje de paro para que la economía vaya bien, aunque comprensiblemente sean parcos al expresarse sobre ello. Menos aún confesarán algunos que para que haya justicia en el mundo es necesaria una cierta cantidad de injusticia. (A este respecto, el coraje de Émile Durkheim al hacer énfasis sobre las funciones benéficas de ciertos niveles de anomía o delincuencia para la buena marcha de la sociedad merece una atención por lo menos similar a las afirmaciones de John Maynard Keynes sobre la necesidad de niveles modestos de paro.)

Mal entendida, como suele suceder, ésta es una senda que nos conduciría a pensar, sociodiceicamente, que la completa desaparición de la delincuencia sería de lamentar, puesto que aboliría magistrados, alguaciles, vigilantes de prisiones, amén de vaciar instituciones tan respetadas por el pueblo hispano como la Guardia Civil. Bien entendida, acepta la existencia de dislocaciones, imperfecciones y conductas dañinas al tiempo que exige su control del modo más indoloro y eficaz posible.

Hay creencias sociodiceicas que se ocultan mejor que las transgresiones del crimen. Así acaece con el debilitamiento de la política social y el desprestigio de lo público, incrementados por una recesión económica que ha reducido la recaudación del Tesoro, que ha dado alas al liberalismo privatizador y al elogio a los cuatro vientos de los mercados: ello entraña suponer que el mal está encarnado en los esfuerzos por los gobiernos para incrementar, mediante la enseñanza pública, o los impuestos progresivos, la igualdad de oportunidades entre la ciudadanía. Y a ignorar que empresas y mercados sufren las disfunciones que monopolios, oligopolios y pactos conspirativos imponen.

Suele suceder, además, que una doctrina victoriosa busca concomitancias y simetrías que la refuercen, donde las haya. Esa es la razón por la que se ha extendido un darwinismo social vulgar —del cual Charles Darwin es tan inocente como Karl Marx lo es del marxismo— que fomenta y, sobre todo, justifica, puesto que de sociodicea hablamos, la comprensión de la vida económica, política y cultural en sus propios términos. Confundiendo la capacidad de iniciativa individual, la disposición de cada ciudadano por elaborar su propia vida y buscarle algo de sentido, con una ideología que ignora aquellas desigualdades de raíz que impiden a la mayoría a entrar en esa liza en condiciones de igualdad, la ideología neodarwinista falsea la más elemental realidad para conveniencia de triunfadores y desdicha de víctimas.

V



La justificación de la imperfección del mundo, inclusos los desafueros e injusticias que ello entrañe, no excluye, por fortuna, la mejora cautelosa ni el reformismo. Por lo que sabemos de la historia humana, lo que sí queda como diabólico remedio ante toda sociodicea es el uso frontal de la fuerza y la violencia para acabar con tal imperfección. La acumulación de pruebas fehacientes de que ello es así es abrumadora.

Tengo para mí que ello es válido tanto para el nivel micro como para el macrosociológico26 pero para mayor claridad me atendré a este último. Con monótona repetición la ideología del ‘daño necesario’ extremo se ha impuesto en cuantos movimientos políticos han querido acabar de una vez por todas con una situación manifiestamente horrenda. Las proporciones de esta verdad son tales, que produce perplejidad comprobar la tozudez con que gentes responsables la ignoran. Huelga ilustrarlo, pero para no tener que repasar, aludiéndolos, las hecatombes generadas a lo largo de toda la historia por semejante actitud, que podría haber culminado con los respectivos terrores que asociamos con los nombres de Hitler y Stalin, baste recordar, pues parece que fue ayer, que el régimen de los Khmer Rouge, encabezado por el tirano Pol Pot, en Cambodia, quiso corregir los males que asolaban el país asesinando y torturando entre uno y tres millones de seres humanos (las cifras son imprecisas, pero ciertas), en un país con una población de ocho millones de personas, durante los años de 1975 a 1979, y ello según una ideología explícita, con su correspondiente sociodicea, amén de desplazamientos masivos de población realizados por medio de las bayonetas de la soldadesca al servicio del enloquecido partido único. Y, naturalmente, protegido por la indiferencia intrernacional, comenzando por la potencia colonialista, Francia, de quien en su estancia parisina aprendió todo lo necesario Pol Pot.

No deberían pasársenos por alto aspectos en apariencia menos truculentos de los desmanes que ejercen los perfeccionistas a ultranza, es decir, los que quieren abolir una sociodicea (que, recordémoslo, puede o debe ser reformista) como parte de su ideología. El perfeccionismo genera siempre imperfección. Así, el ‘darwinismo social’ (entendido como ideología que justifica el triunfo de los más inteligentes, listos, o ladinos, y no como lo que en puridad significa), la aceptación resignada de la pobreza masiva, la indiferencia ante las amenazas demográficas o ambientales que se ciernen sobre la humanidad, debería ser parte de un análisis sociodiceico de nuestra realidad.

La sólida tradición filosófica y sociológica, que se forjó en el estudio de la ideología y en el desvelamiento de nuestra cartografía del mal, debería ser revisitada y sobre todo enriquecida con una consideración rigurosa y sistemática de lo que significa la sociodicea para la cultura humana. La tarea no es menor. Y es, además, necesaria.

No es menor, entre otras razones, porque aunque comencé esta reflexión señalando cuidadosamente la diferencia entre teodicea y sociodicea, ha llegado el momento de reconocer que hay en ambas visiones algo en común. Al igual que la teodicea no tiene solución alguna, por las razones expuestas, la sociodicea no logrará nunca su objetivo de justificar males intencionales. Ninguno, se me antoja, salvo el recurso a la defensa propia, limpio y directo, siempre justificable. Ello no invalida el hecho de que los agentes del mal pretendan justificar sus atrocidades en nombre de una presunta amenaza, frecuentemente imaginaria. Ni que lo hagan de modo prácticamente rutinario. Banalmente. En ese terreno compartido, sociodicea y teodicea se confunden, penetran juntas en el ámbito obscurantista de la sinrazón.

Cuando se confunden, siempre sale ganando la teodicea. Esta absorbe aquélla. La teodicea es la sociodicea de los creyentes. De los creyentes en lo sobrenatural, en los insondables designios revelados en una sagrada escritura. Para ellos, la sociodicea es sólo un aspecto de la voluntad divina.

Empezaba esta reflexión presentando la sociodicea como emancipación, en cierto modo, de la teodicea. Contrastaba la una con la otra. Cabe terminarlo con la observación de que tal vez el hombre sea incapaz de concebir su cosmos en términos de absoluta intrascendencia. (Intrascendente significa también carente de toda importancia, menos que trivial.) Tal vez sea por ello por lo que muchos de quienes abiertamente no creen en la trascendencia abracen, sin embargo, un humanismo secular 27, alejado de cualquier expresión de materialismo vulgar. Ese nuevo humanismo permitiría modos inéditos de expresar el ateísmo, más acordes con el estado actual de nuestros conocimientos científicos y con el naturalismo y la racionalidad. Y superar así, haciéndonos más libres, fraternos e inteligentes, ese indefinido Zeitgeist, o espíritu de nuestro tiempo, del que se echa mano cuando todo lo demás falta. Y cómo. Señor Rector, Señor Padrino, señoras y señores, muchas gracias por haberme escuchado. Ya desde la comunidad académica de la universidad nacional de educación a Distancia, muchas gracias y buenos días.


Salvador Giner



NOTAS



Una versión inicial, drásticamente reducida, de este texto apareció en la revista Claves de Razón Práctica, n.º 227, en marzo/abril de 2013, pp. 82-91. agradezco a Fernado Savater y a Nuria Claver su publicación.


1 Como ha observado Manlio Sgalambro en su Diario teológico: “il compito della teodicea fu assolto nello stesso momento in cui essa scomparse, non per averlo fallito ma per essere riuscita in pieno. in ultima analisi essa fece sparire la nozione stessa di male.”

2 Denken ist Urteilen, según la lapidaria expresión kantiana.

3 PÉREZ HERNÁIZ, Cf. Hugo a. ‘Competing explanations of Global evils: Theodicy, Social Sciences and Conspiracy Theories’, Journal of Area Based Global Trends, AGLOS, vol. 2 (2011) pp. 22-45. 4 GINER, S. Teoría sociológica clásica (Barcelona: Ariel), 2.ª ed, 20..., p., sobre Vilfredo Pareto.

5 Cf. la inevitabilidad y necesidad de un porcentaje de desempleados, o del paro limitado, en el capitalismo moderno, desde Marx a Keynes; la necesidad de otro porentaje de delincuentes para el mantenimiento de la ley, en Durkheim, y así sucesivamente.

6 MARRAMAO, G. Cf. Cielo e terra: Genealogia della secolarizzazione. Bari: Laterza, 1994.

7 DE sPINOZA, B. Ética, I Parte, Proposición VIII, Escolio II.

8 GARZÓN VALDÉS, Cf. E. Calamidades (Barcelona: Gedisa, 2004) en las que éstas se circunscriben a las provocadas por acciones humanas intencionales.

9 Cifras de la Organización Internacional para las Migracions (IMO) y de ACNUR.

10BELL, D. ‘Sociodicy: A Guide to Modern Usage’, The American Scholar, vol. 35. Otoño, 1966, pp. 696-714. en este texto, maravillosamente sarcásti- co, Bell ataca diversas concepciones erróneas de diversos males (‘alienación’, ‘ideología’, ‘fenomenología’, ‘keynesianismo’) sin detenerse, salvo suficientemente en lo que entiende por ‘sociodicea’.

11 Bourdieu, P. Méditations pascaliennes. Habla de sociodiée epistemocratique (para la adquisición de conocimientos necesarios para obedecer un orden social), p. 87, y en otros lugares de la sociodicea (burguesa) dominante e inculcada, y también de que es el orden social mismo el que produce su propia sociodicea.

12 Bourdieu, P. La noblesse d’État París: Éditions de Minuit, 1989, p.103.

13 Vale la pena notar que las Méditations pascaliennes son un texto (último) de Bourdieu que no parece haber influido en los por un tiempo numerosos discípulos de este autor.

14 Mientras que theo y diké (justicia) no confunden dos lenguas, la palabra sociodicea, sí lo hace. El precendente más conocido, y frecuentemente acusado de su incoherencia, es el de la palabra sociología. La expresión ‘sociodicea’ adolece de igual defecto. Si la palabra koinonía es la más cercana a ‘sociedad’ en griego clásico —otras, como sínodos, no cumplen del todo con el sentido general de ‘sociedad’— la resultante coherente se me antoja innecesariamente rebuscada.

15 ‘¿Who now reads Spencer ?’ Célebres primeras palabras de la gran obra de Talcott Parsons The Structure of Social Action (Glencoe, ill.: Free Press). 1949, p. 3. Para una excepción significativa y loable cf. G. Marramao L’ordine disincantato Roma: Editori Riuniti, 1985.

16 No solo los parsonianos, sino la inmensa mayoría de los científicos sociales (economistas, politólogos y otros) descartan el mal y la culpa de sus consideraciones. Cf. mi Origen de la moral para este asunto.

17 En ese sentido Alvin Gouldner hizo bien en incluir en sus ataques a la sociología convencional al marxismo, en su vigorosos escritos The Coming Crisis of Western Sociology (Londres: Heinemann) 1971 y For Sociology (Londres: Allen Lane) 1973.

18 ‘No me refiero sólo a la llamada ‘radical sociology’ propia de cierta época puesto que a su lado surgió, sobre todo en los decenios de los años 60 y 70 del siglo pasado, una ‘economía radical’ y una antropología no menos ‘radical’, con extensiones a la ciencia política. Cf. J. E. Rodríguez Ibáñez, Teoría critica y sociología (Madrid: Siglo XXI), 1978. F. Ferrarotti Una sociologia alternativa, con el significatiovo subtítulo ‘Dalla sociologia come tecnica del conformismo alla sociologia critica) Bari: De Donato, 1972.

19 PARSONS, T. ‘Equality and Inequality in Modern Society, or Social Stratification Revisited’, en Sociological Inquiry, 1940, Primavera, pp. 13-72.

20 SEN, A. The Idea of Justice, Londres. Penguin, 1910. p. VII.

21 WILKINSON, R. y PICKET, K. The Spirit Level Londres. Penguin 2009, entre otras aportaciones recientes.

22 GINER, S. El origen de la moral (Barcelona: Península), 2012.

23 En La Guerra del Peloponeso, estos dilemas encuentran su locus classicus, en el dilema de que Atenas se sienta obligada a atacar otra ciudad democrática, a la que además unía un pacto de no agresión.

24 GINER, S. El futuro capitalismo, Barcelona: Península, 2011.

25 Cf. E. Shils The Torment of Secrecy... y el precedente locus classicus de Georg Simmel sobre ‘El secreto y la sociedad secreta’ como exploraciones primerizas del fenómeno.

26 Cf. la obra de R. Collins para este aspecto de la relación entre los niveles micro y macro de la sociedad, también S. Giner ‘intenciones humanas y es- tructuras sociales: para una lógica situacional’ en M. Cruz, comp. Acción humana (Barcelona: Ariel, 1997), pp. 21-126.

27 KITCHER, P. Life After Death: the Case for Secular Humanism, Yale university Press, 2014.




Madrid, enero de 2016