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Discurso del profesor Ángel López García-MolinsCon motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la UNED EL CONFLICTO LINGÜÍSTICO Y EL PROBLEMA DE ESPAÑA1 INTRODUCCIÓN | ||
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Pues bien, a pesar del avasallador poder de la imagen, insisto en que España y Suiza no se pueden comparar desde el punto de vista de las len guas. Es verdad que muchos autores han reclamado el paralelismo. Emili Boix (2006, 49), por ejemplo, lo formula así: | ||
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Yo no lo tengo tan claro. Porque McRae (1983) no era suizo, sino canadiense y eso se nota. El cuadro idílico que pinta es demasiado esquemático. En primer lugar, en Suiza las cuatro lenguas no gozan de los mismos derechos, sólo el alemán, el francés y el italiano son oficiales. En segundo lugar, y lo más importante de todo, ninguna de ellas funciona como lengua franca o lengua vehicular. Los ciudadanos corrientes de Génève o de Neuchâtel no hablan alemán, los ciudadanos corrientes de Zürich, de Bern o de Luzern no hablan francés. Por lo general tampoco entienden bien la lengua de los otros. Y últimamente ni siquiera la suelen estudiar en la enseñanza obliga- toria, pues los alumnos prefieren optar por el inglés avasallador. Sólo los romanches de los Grisones y parcialmente los italianohablantes del Tesino conocen además el alemán. Como destaca Bruno Pedretti (2000, 273) en un informe reciente sobre la situación lingüística helvética: | ||
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Como afirma Franz Lebsanft, que fue presidente de los hispanistas suizos, en Suiza las lenguas oficiales tienen una base territorial, pero fuera del territorio de cada una sus hablantes no pueden reclamar derechos lingüísticos. Esto es debido, continúa Lebsanft, a que realmente los germanohablantes suizos no suelen hablar francés ni los francohablantes, alemán, por citar solo las dos lenguas más numerosas. Evidentemente no es lo que sucede en España donde, guste o no, sea el resultado de una imposición o de una opción libremente elegida, el español lo hablan y lo entienden todos los ciudadanos y constituye claramente una lengua vehicular. En realidad, el verdadero mapa ligüístico de España no es el que tenemos en la cabeza ni ninguno de los impresos en nuestro país, sino, curiosamente, el que aparece en la página web de la Universidad de Halle-Wittenberg2 donde se puede leer u oír un fragmento de Le Petit Prince en un centenar de idiomas representados sobre un mapa del mundo y, al clicar en Cataluña o en Galicia, aparecen dos posibilidades, bien respectivamente el catalán o el gallego, bien… el español. Es lo que hay, ¡qué le vamos a hacer! Podemos intentar erradicar el español de los territorios bilingües o podemos intentar erradicar las lenguas minoritarias, el catalán, el gallego y el vasco. Ambas opciones se han ensayado, se siguen ensayando, y en ambos casos el resultado sería el monolingüismo. Si avanza el español, tendremos un país como Francia o como Alemania; si avanzan los demás lenguas hasta hacerlo desaparecer de sus territorios históricos, tendremos un país —si continúa siéndolo— como Suiza. 1. SOBRE LAS LENGUAS DE ESPAÑA Y SU ESTADO DE INSATISFACCIÓN Un hecho notable que requiere explicación urgente es la insatisfacción de los defensores de las “otras lenguas de España” respecto a los lo- gros alcanzados en el último cuarto de siglo en relación con su grado de recuperación. Es verdad que la igualdad con el español no se ha alcanzado todavía y que el mismo rótulo de arriba proclama, con su concepto de al- teridad más o menos vergonzante, que “la lengua por antonomasia” sigue siendo este último. Pero aun así, ¿cómo dejar de reconocer que la estima- ción social del euskera, del gallego y del catalán/valenciano ha crecido considerablemente desde 1975, el año de la muerte del dictador, hasta hoy? El problema estriba en que no es que esto no se reconozca, es que la cuestión candente parece ser ahora otra. Por lo pronto hay que decir que no todas las comunidades bilingües ven la cuestión de la misma manera. En Euskadi es general el sentimien- to de que la lengua vasca ha progresado considerablemente. Por ejemplo, Patxi Goenaga, catedrático de Filología Vasca de la UPV, secretario de Eus- kaltzaindia y viceconsejero de Cultura del Gobierno Vasco declaraba en una entrevista concedida a Euskonews & Media en 2003 lo siguiente: ¿Qué papel desempeñaba el euskera en la sociedad? En Azpeitia, donde yo nací, desempeñaba un papel muy importante, pero sólo en casa y en la calle. ¿Y qué papel desempeña ahora, cuarenta años más tarde? La situación actual no tiene nada que ver con la de entonces. El cambio más importante se ha dado en el campo de la educación. Antes el euskera estaba totalmente ausente en el sistema educativo, y hoy día, sin embargo, tenemos la posibilidad de estudiar en euskera desde la más tierna edad hasta finalizar los estudios universitarios. En los pueblos euskaldunes el euskera se sigue empleando en la misma medida que venían haciéndolo, y en las grandes urbes se emplea mucho más que antes, principalmente en Vitoria-Gasteiz y en Bilbao. Incluso el panorama urbano es distinto: el eus- kera ha pasado a estar presente en los carteles, en las señales de tráfico, en los medios de comunicación, en los documentos, etc. Hace cuarenta años no pasaba del uso verbal. El progreso que ha conocido el euskera es manifiesto, pero ¿es tal vez un crecimiento más moderado que el que esperábamos hace veinte años? Je, je… No lo creo, Puede que para algunos. Siendo realistas, no creo que las cosas pudieran ir más rápido. En aquellos años pocos esperaban que el euskera tuviera en la escuela una presencia como la que tiene en la actualidad o que contáramos con un diario en euskera… Es posible que al fallecer Franco hubiera gente soñadora… La clave está en el uso del euskera. Ahí es a donde vamos. Menos convicción parecen traslucir los autores que escriben desde Valencia. Emili Casanova (2004, 132-133), catedrático de Filología Cata- lana de la Universitat de València y académico de la Academia Valenciana de la Llengua, constata la contradicción de que el valenciano registre la máxima cota de valoración social junto con la mínima cota de empleo de toda su historia: | ||
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En cuanto a Galicia, en 1973 Xesús Alonso Montero (1973, 143-146) redactó un célebre informe (autodenominado “dramático”) sobre la lengua gallega en el que se dice lo siguiente: | ||
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Bueno, pues todo esto se ha logrado ya: en Galicia, la educación preescolar y la primaria se imparten, si los padres así lo desean, en gallego y la lengua gallega está presente en los demás niveles de enseñanza, bien es verdad que recientemente; además, existe radio, televisión y numerosas publicaciones en dicho idioma. Lo único que falta es el teatro, pero esta carencia es imputable a los tiempos que vivimos porque ya la padecen casi todas las lenguas del mundo. Sin embargo, la situación del gallego sigue siendo dramática en opinión de muchos sociolingüistas y no veo motivos para dudar de la sinceridad de sus manifestaciones. Por ejemplo, Ana Iglesias (2002, 287-288) lamenta la consolidación del llamado “bilingüismo harmónico”, consistente en dejar que cada uno se sirva de su lengua materna, en Galicia: | ||
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Conviene advertir que no siempre es oro todo lo que reluce. Porque, pese a la fascinación que Cataluña parece despertar en las demás comunidades bilingües, los propios sociolingüistas catalanes se muestran no menos críticos y pesimistas. Antoni Ferrando y Miquel Nicolàs (2005, 470- 471) sostienen en una obra reciente: | ||
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Uno esperaría que del otro lado, de parte del español, todo fuera triunfalismo, puesto que es dicho idioma el que supuestamente está sustituyendo a los demás. No sucede así: al contrario, las quejas menudean y muchas veces parece que estamos leyendo a los autores de arriba. Por ejemplo, la Asociación por la Tolerancia, una entidad de Barcelona fundada el 16-11- 1992, afirma en su página web: | ||
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mientras que el malogrado Juan Ramón Lodares (2004, 81) se pronuncia desde Madrid en estos términos: | ||
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Hay que advertir, no obstante, que la visión desde dentro de los territorios bilingües difiere notablemente de la que se tiene desde fuera. Desde Cataluña se pueden denunciar situaciones estimadas discriminatorias e injustas, pero nadie cree que el español esté en retroceso (Royo Arpón, 2000, 115-116): | ||
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2. LOS DATOS SOCIOLINGÜÍSTICOS La nueva situación de las comunidades bilingües queda reflejada en los datos recogidos por Siguán (1999) y por el exhaustivo estudio de Etxebarria (2002). Comparando unas comunidades con otras se obtiene el siguiente cuadro para 1999:
Aunque la fiabilidad de los datos relativos a habilidades lingüísticas (habla / entiende) es menor de lo que desearíamos, pues se basan en respuestas censales al padrón de 1996 (y es sabido que los encuestados tienden a exagerar sus capacidades), el cuadro de conjunto no admite dudas sobre algunas cuestiones de primordial interés:
En cualquier caso, como no disponemos de datos censales anteriores, es difícil hacerse una idea de hasta qué punto han incidido las políticas de normalización lingüística en la recuperación de las lenguas vernáculas. Para comprenderlo son muy útiles los siguientes cuadros por niveles de edad relativos a Cataluña:
En el cuadro se examina lo que los psicolingüistas denominan las cuatro destrezas básicas en el manejo de una lengua (entender, hablar, leer y escribir) y se supone que guardan una relación progresiva de inclusión (esto es que el que escribe, sabe leer; el que lee, sabe hablar; y el que habla, puede entender, relación que no suele fallar nunca salvo en el paso de leer a hablar, como resulta patente para muchos estudiantes de inglés). De su examen se infiere que, en Cataluña, conforme los encuestados van siendo más jóvenes, sus destrezas culturales (leer y escribir) aumentan, lo cual demuestra que la incidencia de la escolarización en catalán, total o parcial, ha dado sus frutos. En otras comunidades sucede algo parecido, pero con matices. Por ejemplo en Valencia tenemos:
salta a la vista el éxito de los programas de promoción del euskera que, en un cuarto de siglo, han permitido pasar de que solo lo entendiera la cuarta parte de la población de más edad a que ahora sea justamente una cuarta parte de los más jóvenes la que no lo entiende. Aunque menos espectaculares, son también evidentes los progresos de la lectoescritura entre los jóvenes. El País Vasco presenta así un cuadro similar al de Cataluña. En cambio, el contraste entre los encuestados que entienden el euskera y los que además lo hablan es bastante marcado y recuerda la situación de Va- lencia, si bien aquí hay que atribuirlo a la dificultad intrínseca que el vasco plantea para los aprendices de lengua materna románica. Finalmente, el caso de Galicia tiene peculiaridades propias indicativas de que, al no ha- ber casi inmigrantes, prácticamente toda la población entiende el gallego. El aumento de las destrezas de lectoescritura en los más jóvenes sigue la pauta general, atestiguando el éxito de las políticas escolares:
Por lo que respecta a los conocimientos de español por parte de los ciudadanos de las comunidades bilingües, Etxebarría (2004, 93) los resume así: más del 97% de los encuestados en todas las comunidades declaran dominar las cuatro destrezas básicas, si bien hay numerosos testimonios de maestros que se quejan de la baja calidad del español de las comunidades bilingües. En general, se observa un decrecimiento del uso de la lengua propia y un aumento correlativo del empleo del español en los municipios de más de 50.000 habitantes: es evidente que el español funciona como lengua general, ligada a la globalización económica y cultural, aunque no está claro que, fuera de las regiones monolingües, se la pueda considerar sin más como la lengua común (López García, 2007, cap. 3). En cualquier caso, los datos de la lengua son una cosa y las actitudes, otra bien distinta. La comunidad autónoma bilingüe donde con mayor pormenor se ha estudiado esta cuestión es la gallega y a sus conclusiones nos remitiremos principalmente. Los redactores del MSG, Mapa Sociolingüístico de Galicia (Fernández Rodríguez y Rodríguez Neira, 1994-1996), preguntaron a sus encuestados no solo por las destrezas básicas sino también por el grado de dominio que mostraban en cada una, distinguiendo cuatro posibilidades subjetivas (mucho, bastante, poco, nada):
Este cuadro pone de manifiesto que la competencia oral en gallego (comprender + hablar) es muy buena y que los problemas se plantean sobre todo al leer y al escribir: al leer porque se lee poco —tal vez todavía haya pocas cosas en gallego que interesen a los potenciales lectores— y al escribir porque el ámbito de difusión del gallego sigue siendo minoritario. Es difícil ver cómo se podrían corregir estos desajustes en la época de la aldea global. Además, no todo es de color de rosa en este panorama sociolingüístico. Especialmente reveladores resultan los porcentajes relativos de lengua materna y de lengua habitual:
los cuales parecen evidenciar que el español avanza entre los hablantes más jóvenes. Como destaca Mauro Fernández (2004, 30), uno de los autores del MSG, estos datos provocaron gran preocupación entre los ambientes intelectuales gallegos, lo cual no es de extrañar. Eso sí, habría que matizarlos —añade— con los resultados de otro cuadro relativo a la lengua habitual:
en el que se advierte cómo, más que de una pérdida del gallego (pues sólo el 18% de los jóvenes entre 16 y 25 años usa exclusivamente el español), de lo que hay que hablar es de un predominio del español entre dicho sector poblacional, el cual está más expuesto que ningún otro a los incentivos de la aldea global. Claro que no todas las comunidades bilingües ven estas cuestiones de la misma manera y esto resulta especialmente patente en el caso de las actitudes. Significativamente, a la pregunta de ¿quién es más gallego? todos los encuestados, jóvenes y viejos, optan mayoritariamente por considerar como tales a las personas que han nacido en Galicia, lo cual está en relación con el valor atribuido a la lengua propia en cada comunidad (López García, 1997):
en detrimento de la posición más ideológica que identifica la galleguidad con el hecho de hablar gallego, la cual, no obstante, ya supera al criterio “vive y trabaja aquí” entre los más jóvenes y, por supuesto, se considera el argumento decisivo entre los jóvenes urbanos que solo hablan gallego, vinculados al mundo universitario y próximos a las posturas legitimadas desde Cataluña. Sería interesante confrontar este análisis de actitudes sociolingüísticas de Galicia con la situación en otras comunidades bilingües. Por desgracia tan apenas disponemos de estudios solventes. Las implicaciones ideológicas que se siguen de este tipo de estudios los vuelve incómodos a la hora de legitimar ciertas medidas de normalización como la llamada discriminación positiva. Aun así, disponemos para Cataluña del estudio de Kathryn Woolard (1992), realizado con el método de matched roles (“papeles aparejados”) y en el que se constata que los catalanohablantes se sienten positivamente más atraídos por grabaciones anónimas de personas que hablan en catalán, mientras que los hispanohablantes prefieren las voces que hablan en español, tanto si el acento evidencia que la lengua (catalán/español) es materna como si es aprendida. Ello pone de manifiesto que las medidas de normalización lingüística parecen estar mejorando las expectativas de uso social de las lenguas propias, pero en las comunidades con fuerte componente migratorio no logran alterar las actitudes básicas a favor de la lengua materna. 3. SOBRE TERAPIAS LINGÜÍSTICAS En resumen, que las lenguas propias han avanzado considerablemente desde 1975 hasta aquí. Ahora bien: ¿pueden avanzar mucho más hasta llegar a sustituir por completo al español? Para contestar adecuadamente a esta pregunta bueno será deshacer cuanto antes una ecuación engañosa: “es verdad que la lengua constituye el sustento principal, aunque no el único, de las naciones; es verdad también que la configuración estatal constituye un soporte sólido para salvaguardar la nación; luego si se logra una situación de monolingüismo, se habrá consolidado la posibilidad de alcanzar el estado nacional”. Este tipo de ecuación transitiva A⇾B⇾C subyace a la ideología de la normalización lingüística que se reivindica a menudo cada vez que se adoptan medidas prácticas de educación lingüís- tica en las comunidades bilingües. El problema es si dicha argumentación no esconde una falacia retórica. Porque lo que reflejan las citas y los estudios de arriba es que, pese a todo, la lengua española no retrocede en las comunidades bilingües del Estado español. Más atención: si no lo hace, no es porque las medidas normalizadoras aplicadas hayan sido débiles y timoratas (aunque en algún caso, efectivamente, lo fueran) sino porque no puede retroceder. Cada vez resulta más patente que esta política normalizadora exclusivista representa un error de bulto, no solo porque un elevado porcentaje de la población de dichas comunidades (en Cataluña, Valencia y Euskadi, menos en Navarra o Galicia) procede de la inmigración y es dudoso que olvide la lengua de sus padres tratándose de una lengua mundial en abierta expansión, sino sobre todo porque unos y otros, hispanohablantes nativos y no nativos, usan el español indiscriminadamente. La coartada ideológica ni funciona ni funcionará: por más que les recuerden que el catalán es la lengua nacional de Cataluña, el euskera, la de Euskadi y el gallego, la de Galicia, no dejarán de utilizar la “otra” lengua, como no dejan de usar el inglés cuando les viene en gana si es que pueden. Y lo cierto es que, aunque en el caso del inglés, lo dominan pocos, en el del español lo dominan todos, así que pueden sin paliativos. Nunca he comprendido el victimismo españolista de quienes denuncian la “pérdida” del español en las comunidades bilingües: basta darse una vuelta por las mis- mas para comprobar que las cosas no son así. Hombre, no me diga que en el bulevar de Donosti, en las Ramblas de Barcelona o en el paseo marítimo de Coruña no se oye español. A veces lo que tan apenas se oye es otra cosa. ¿Y en tal pueblecito de la comarca de Osona o de la Safor, en la ribera del Sil, en Rentería?: allí se oye mucho menos, es verdad, pero se trata de comarcas rurales que están condenadas a integrarse en los circuitos de la aldea glo- bal si no quieren quedar al margen de la economía de mercado. Mas tampoco entiendo el victimismo que subyace a los profetas de la normalización, los cuales, para evitar el retroceso de las lenguas propias, propugnan la necesaria pérdida del español. Por ejemplo, Rafael Lluis de Ninyoles (1971, 93, 100, 106) lo formula en los siguientes términos: | ||
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Pero esto no puede lograrse sin conflicto: | ||
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En la práctica de lo que se trata es de sustituir el español por la llamada lengua propia. Inútilmente. No se llamen a engaño. Hoy por hoy el catalán/valenciano, el euskera y el gallego viven en un medio hispano-hablante y no se ve cómo podrían subsistir fuera del mismo: es lo que le ocurre por su parte al español en la escena internacional, donde solo progresa en territorios previamente ganados a la causa del inglés, nunca frente a él. Puede que en la Edad moderna el modelo español fuese de tipo balcánico y que el retroceso institucional de una lengua conllevase su retroceso factual en el número de sus hablantes: de la misma manera que la caída del Imperio austro-húngaro hizo desaparecer el alemán de Praga, podría imaginarse que hace cuatro siglos el hundimiento del Imperio de los Austrias en 1640 habría ocasionado la pérdida del idioma español en Cataluña. Pero lo cierto es que dicha contingencia histórica ya pasó y ahora lo que tendríamos, si acaso, es un modelo irlandés, esto es, un Estado independiente en el que la independencia viene a ser un catalizador activísimo… de la sustitución de la lengua propia por la lengua mundial, ahora en Cataluña el español, como desde hace un siglo en Irlanda, el inglés, según ha visto agudamente Branchadell (2001). Claro que ello crea una situación de asimetría funcional injusta: en España, hay comunidades bilingües donde se puede usar el español u otra lengua, y comunidades monolingües en las que, por definición, solo existe el español. En Portugal, la lengua por antonomasía es el portugués, pero de alguna manera sus ciudadanos —siguiendo el modelo brasileño— quedan adscritos económicamente a un espacio hispanohablante y poco a poco van comprendiendo igualmente la lengua española. Con independencia de otros factores estatales o nacionales, esto es lo que hay y al paso que marcha el mundo no parece previsible que dicha situación vaya a alterarse, porque las miradas hacia el pasado alimentan sin duda la nostalgia del paraíso perdido, pero no suelen ser nada operativas. A no ser que cojamos el toro por los cuernos y encaremos una solución radicalmente diferente: la de una lengua de lenguas. 4. UNA PROPUESTA DE COMUNITARISMO TRANSVERSAL: LA LENGUA DE LENGUAS De todos es sabido que la cuestión de las lenguas sigue sin estar resuelta en España. Las razones son muchas y casi todas hunden sus raíces en tiempos pasados. España surge históricamente con una estructura federal, a base de sucesivos reinos que se van agregando a una monarquía de la que dependen en calidad de posesiones patrimoniales. Cada uno de estos reinos tenía una o varias lenguas propias, las cuales, normalmente, gozaban de idénticos privilegios. La conquista de América por encargo de la corona de Castilla y la de Brasil por encargo del reino de Portugal crearon una primera distorsión en este esquema paritario al convertir al castellano, que ya era la más expandida de las lenguas peninsulares, en una lengua internacional, así como al portugués en los territorios de colonización lusitana. Sin embargo, este desequilibrio no tuvo tan apenas consecuencias para la convivencia lingüística peninsular, pues los españoles que viajaban a las Indias normalmente se quedaban allí y se integraban en el mundo hispanohablante. Una segunda distorsión del punto de partida la constituye la conversión del Estado medieval, federal y lingüísticamente poco conflictivo, en un estado centralista en el que, siguiendo el modelo francés, se impone legalmente el castellano como lengua oficial. Dicho vuelco se produce en momentos diferentes para cada una de las comunidades bilingües: en los estados de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia, Baleares y Aragón) lo imponen los Borbones en el siglo XVIII para castigar el posicionamiento de dichos reinos a favor del archiduque de Austria; en Galicia ya había sucedido en el siglo XV, con ocasión de las guerras civiles que precedieron a la subida de los Reyes Católicos al poder, como castigo a la toma de partido de la nobleza gallega por la pretendiente perdedora; en el País Vasco y en Navarra es una consecuencia de la pérdida de los fueros a mediados del siglo XIX, nuevamente porque al haber optado por el carlismo, se en- frentaron a la posición política vencedora. Sin embargo, estas medidas, mera consecuencia de banderías políticas, no llegan a tener trascendencia social cuantitativa hasta fines del siglo XIX, cuando la industrialización de Cataluña y del País Vasco las convierte en foco de atracción de la inmigración interior. El resultado fue que la diglosia, por la que las clases burguesas de dichos territorios solían usar el castellano como lengua A y su lengua propia como lengua B, es sustituida por una situación bilingüe en la que un porcentaje elevado de la población pasa a tener como lengua propia la lengua oficial, lo cual dejaba al resto de sus habitantes en una situación de inferioridad. El Estado español, que en su forma moderna nace con la Constitución de Cádiz (1812), nunca ha logrado superar este problema. Los regímenes más liberales (la I y la II República, el Estado de las autonomías surgido de la Constitución de 1978) han tendido a favorecer a las lenguas distintas del español en sus respectivos territorios sin poder impedir que las medidas aplicadas fuesen interpretadas por los hispanohablantes de los mismos como una agresión a su cultura y a su personalidad. Los regímenes más autoritarios (entre ellos la dictadura de Primo de Rivera y la de Franco) tendieron a obstaculizar el uso de las lenguas no castellanas creando en sus usuarios idéntica sensación de vejación y de aplastamiento de su ser íntimo. En el momento presente se puede decir que, aunque de otra manera, ambas distorsiones de la convivencia ciudadana siguen plenamente vigentes:
La situación expuesta arriba es cualquier cosa menos satisfactoria y constituye un reto que el gobierno de España debería plantearse de forma prioritaria. Otra cosa es que ello resulte fácil porque tal y como ha sido expuesta es evidente que las medidas que favorezcan una de las posiciones siempre ocasionarán el rechazo de la otra y a la inversa. La tendencia en el último cuarto de siglo ha sido la de dejar completamente en manos de las comunidades autónomas las políticas de normalización lingüística. Esto, que administrativamente parece correcto, ha tenido no obstante efectos secundarios indeseables por lo que respecta a la convivencia peninsular, pues ha abierto un proceso centrífugo por el que la lengua propia de las comunidades bilingües cada vez se aleja más de los espacios comunes que compartía con el español, al tiempo que en las comunidades monolingües este se considera como instrumento de comunicación exclusivo e indiscutible. Es dudoso que un país como España pueda sustentarse en la mera coexistencia de las lenguas que se hablan en el mismo y de las culturas que representan. Tampoco parece que la simple coexistencia de las lenguas de España y del portugués (cuando no su mutuo desconocimiento) dentro de la Península Ibérica responda adecuadamente a las necesidades de integración económica del espacio peninsular que la UE está propiciando de manera acelerada. Por ello entendemos que resulta urgente transformar el paradigma de coexistencia de lenguas en un paradigma de convivencia lingüística susceptible de invertir la tendencia expuesta e iniciar un proceso centrípeto. Entendemos por convivencia de lenguas una situación en la que los ciudadanos de la Península Ibérica puedan vivir expresándose siempre en su idioma nativo si así lo desean, pero en la que, a efectos de comunicación y de establecimiento de lazos sociales, sean igualmente capaces de comprender la(s) lengua(s) de los otros. Es obvio que se trata de un futurible. Hasta fecha reciente esta situación se daba de manera asimétrica: todos los ciudadanos españoles (pero ya no los portugueses) comprendían el castellano, pero había muchos ciudadanos españoles que no comprendían las demás lenguas peninsulares. Hoy en día no parece haberse avanzado nada en la propagación de la competencia pasiva de los españoles de las comunidades monolingües respecto a las demás lenguas, aunque sí por lo que respecta a los ciudadanos castellanohablantes de las comunidades bilingües. Sin embargo, al mismo tiempo crece la tendencia a rebajar los derechos educativos y administrativos del castellano en dichas comunidades insinuando a la larga una nueva asimetría de sentido contrario. La lengua de lenguas constituye un intento de salir del impasse y, al tiempo, una solución en la que todos salen beneficiados: el catalán/valen- ciano, el gallego y el vasco porque ganan veintisiete millones de oyentes en la Península Ibérica, el español porque pasa a ser lengua propia de los que ya lo tenían como propio en las comunidades bilingües. Ello sin contar con la eventual receptividad que aquellos idiomas puedan lograr en territorios de ultramar donde el español es la lengua materna o una lengua extranjera muy próxima. Algunos me dirán que todo esto es una utopía. No estoy de acuerdo. Ciertas sociedades antiguas lo practicaron parcialmente y en la actualidad existen países donde constituye un modelo socialmente aceptado (así en casi todos los estados africanos del golfo de Guinea) o, por lo menos, oficialmente consagrado (por ejemplo, varias instituciones suizas funcionan indistintamente en alguna de las lenguas de la Confederación Helvética). La ideología de la convivencia lingüística sustentada en la lengua de lenguas constituye un reto inaplazable de la época que nos ha tocado vivir. Parece inconcebible que tras la aceptación de la pluralidad religiosa (que es una secuela del laicismo del Estado) y de la pluralidad de tendencias sexuales en las sociedades occidentales, pueda cuestionarse todavía la pluralidad lingüística, siendo así que la lengua materna constituye al individuo más íntimamente que su religión y casi tanto como su orientación sexual. Casi todas las medidas que toman los gobiernos son el resultado de un estado de opinión previo, ampliamente asumido por la ciudadanía. De hecho, muchos de los fracasos que han cosechado en el último cuarto de siglo los intentos de democratización de países recién independizados de una situación colonial obedecen a que se ha pretendido cambiar la sociedad con leyes en vez de dejar que las leyes reflejaran el cambio social. Esto también ha sido así en el caso de España: la monarquía parlamentaria, el sufragio universal, la sindicación obligatoria y, más recientemente, las leyes de igualdad de género o la de dependencia son medidas modernas que la sociedad actual demandaba, pero que los españoles de otras épocas ni solicitaban ni habrían aceptado fácilmente que se las impusiesen. Con la convivencia plurilingüe y su secuela práctica, el plurilingüismo receptivo, ocurre lo mismo. Hoy por hoy las personas que no solo aceptarían de inmediato una situación de este tipo, sino que además la reclamarían, son una minoría, y de ahí que esta cuestión, lejos de suscitar un amplio consenso social, siga resultando bastante polémica. Por ello no creemos que la ideología de la convivencia plurilingüe pueda imponerse socialmente a base de medidas administrativas concretas si previamente o, al menos, de manera simultánea, no se logra un mínimo consenso social sobre su necesidad intrínseca. Es preciso abrir un debate social y crear un espíritu propenso al plurilingüismo receptivo. El problema es cómo lograrlo. 5. HABLAR Y ENTENDER UNA LENGUA En esto de las lenguas existe una asimetría valorativa entre hablar y entender que se proyecta secundariamente a escribir y leer. La pregunta prototípica es ¿hablas ruso? Y la respuesta solo puede ser sí o no o no, pero lo entiendo. A nadie se le ocurriría decir que habla ruso, pero no lo entiende, aunque en el caso de ciertas lenguas de fonética endiablada, como el inglés, muchas personas se defienden mejor o peor hablando por medio de ese exudado gramatical que se suele conocer por Basic English, pero son pocos los que logran entender un programa de televisión en inglés y no digamos la jerga de los contertulios de un pub. Nadie acepta, sin embargo, que la limitación pueda estar del lado de la comprensión y no del lado de la expresión. La razón de lo anterior es que, en el ámbito de las lenguas segundas, es decir, de las lenguas no maternas, tendemos a juzgar nuestras capacidades con el mismo rasero con el que juzgamos nuestra habilidad en el manejo de la lengua propia. Es evidente que todo el mundo entiende (y lee) mucho mejor su lengua materna de lo que es capaz de decir (y de escribir) en ella. Lectores de Cervantes, de Martorell, de Rosalía o de Aresti hay muchos, gente que sepa escribir como ellos, muy pocos. La creatividad, un valor de nuestro tiempo encumbrado hasta extremos tan ridículos que todos dicen practicar el diseño, es una prerrogativa del hablar, no del entender. Los grandes oradores hacen lo que el hablante común sería incapaz de hacer, pero todo el mundo, en igualdad de condiciones culturales, entiende más o menos lo mismo. Sin embargo, en las segundas lenguas no sucede esto. En los idiomas aprendidos es difícil, por no decir imposible, llegar a ser creativo. Existen personas como Joseph Conrad, un polaco que aprendió tan bien el inglés que la convirtió en su lengua literaria, pero son los menos. La gente normal puede aspirar a entender las lenguas segundas como un nativo, mas sabe que nunca llegará a hablarlas igual. La neurolingüística moderna explica esta asimetría porque las capacidades lingüísticas se de- sarrollan mientras el cerebro se halla en proceso de maduración, es decir, entre los dos y los diez años, que es cuando aprendemos nuestra lengua materna. A partir de ese momento las nuevas lenguas —que se aprenden y no se adquieren— se sirven de circuitos neuronales diferentes, menos adecuados para la función lingüística, la cual llegan a satisfacer bastante bien como oyentes, pero mucho peor en calidad de hablantes. Todos conocemos personas que emigraron ya adultas a un ambiente lingüístico diferente y que nunca han llegado a dominar su lengua. Esto ocurre en todas partes: entre los italianos de Nueva York, entre los turcos de Berlín y, también, entre los emigrantes del sur de España que han recalado en el cinturón industrial de Barcelona. Pues siendo esto así, ¿por qué no se va- lora tan apenas la capacidad de entender las lenguas propias y sólo parece tomarse en cuenta la de hablarlas fluida y correctamente? Hay aquí una confusión que conviene esclarecer cuanto antes. En las comunidades bilingües de Euskadi, Cataluña y Galicia una de las res- puestas que más irritan a los ciudadanos concienciados por la cuestión nacional es la de “entiendo el catalán/vasco/gallego, pero no lo hablo”. En el caso del euskera el rechazo a dicha actitud es pequeño porque, obviamente, para un hispanohablante no resulta nada fácil entender esta lengua, aun sin hablarla, y el hecho de comprender el vasco supone muchas horas de estudio a las espaldas. Pero en los otros dos casos dicha contestación se interpreta como una muestra clara de falta de compromiso con el país y, en el fondo, como un desprecio al idioma y a sus hablantes porque la comprensión del catalán/valenciano o del gallego por un hispanohablante ocurre espontáneamente a los pocos años de vivir en dichos ambientes lingüísticos. No les falta razón a quienes así opinan. En efecto, si una comunidad se define constitutivamente como bilingüe es de esperar que todos los ciudadanos usen ambos idiomas y que sean capaces de hablarlos y no solo de entenderlos. Pero una cosa son los ciudadanos de una comunidad bilingüe que, como se señaló arriba, han sido escolarizados en las dos lenguas, y otra bien diferente los ciudadanos de otras comunidades. ¡Qué más quisiéramos los hispanohablantes que en Harrod’s de Londres, en la gare d’Austerlitz de Paris o en el aeropuerto internacional de Shanghai nos entendiesen en español aunque nadie fuera capaz de hablarlo! Esta distorsión de la realidad y el consiguiente menosprecio de la capacidad de comprender obedecen a un impulso logocéntrico autoritario que durante siglos ha sido la tendencia predominante de la cultura occidental. El discurso, que surge como el producto de una cierta forma, junto a otras muchas posibles, se hace valer por su contenido, convertido en término a quo indiscutible, con la consiguiente conversión del hablante en fuente de legitimación. Jacques Derrida (1971, 25) mostró que en Occidente ha habido una minoración sistemática del significante en beneficio del significado, un ignorar la forma como si no estuviese allí y lo único que importase fuera el contenido. El caso de los usuarios de las segundas lenguas es diferente. No solo padecen la pasividad típica del oyente, es que además son conscientes de la impotencia expresiva que los agarrotará inevitablemente en una lengua ajena de la que nunca llegarán a ser hablantes de pleno derecho. En estas condiciones, los usuarios de L2 no tienen otra alternativa que invertir la tendencia multisecular que sitúa el significado por encima del significante y proceder a aferrarse a la forma. Para ellos, para ellas, es vital comprender (y leer), pues se trata de lo única destreza que pueden llegar a dominar. Ello explica su tendencia compulsiva a valorar lo metalingüístico sobre lo lingüístico, a fijarse en el cómo de los textos antes que en el qué, la cual ha sido caracterizada psicolingüísticamente por la existencia de un monitor mental consciente que está encendido mucho más tiempo en el uso de L2 que en el de L1 (Krashen, 1985) y que la enseñanza de idiomas debería ayudar a reprimir. 6. ACERCARSE AL OTRO La infravaloración de la comprensión o, si se quiere, la sobrevaloración de la expresión resultan de las políticas normativizadoras a que se han entregado todos los idiomas cultos. En las lenguas siempre existe variación, lo cual significa que no todos nos expresamos igual, pues nuestras formas de expresión suelen reflejar características grupales de edad, sexo, clase social, etc. Los problemas empiezan cuando ciertas variantes se consideran preferibles. En las sociedades tradicionales dichas modalidades están rigurosamente estructuradas, pues se aspira a que reflejen una jerarquía social tenida por inamovible. Así se distinguen la lengua de los sacerdotes, la lengua de las mujeres, la lengua de los soldados, etc. Sin embargo, en sociedades en las que ha hecho aparición la escritura, esta indistinción entre el grupo social y su variedad lingüística se quiebra, ya que la variedad elevada, que es la forma escrita, puede perfeccionarse y cultivarse individualmente. De ahí la enorme importancia de los escribas en las antiguas sociedades de Oriente Medio o el hecho de que en China la carrera para convertirse en mandarín consistiese básicamente en ir ascendiendo en la escala burocrática mediante la superación de sucesivas pruebas escritas. La preponderancia del hablar sobre el entender es simplemente un reflejo de la delantera que el escribir tomó sobre el leer en estas sociedades. El resultado de la normativización, de la imposición de una normativa culta en la pronunciación, en el vocabulario y en la sintaxis, es una estratificación social en la que se distingue lo considerado normal de lo que no lo es. En otras palabras, que una secuela inevitable de la normativización es la normalización. Si se ponen de moda las faldas de tubo o las corbatas estrechas, las personas que lleven faldas de vuelo o corbatas anchas quedarán estéticamente señaladas y no sería extraño que las tildasen de extravagantes, de asociales o —lo que es peor— de pobres que no pueden permitirse renovar su vestuario cada temporada. En el dominio de la norma lingüística ocurre lo mismo: los que usan pronunciaciones estigmatizadas, construcciones tildadas de vulgares, léxico poco culto, están fuera de la norma más educada, esto es, quedan implícitamente marcados y, por lo mismo, potencialmente discriminados: ningún gabinete de selección de personal osaría contratarlos para los puestos ejecutivos de una empresa. En las sociedades bilingües, donde el equilibrio absoluto entre los dos idiomas es una perspectiva ideal que nunca llega a alcanzarse, esta obsesión normalizadora se agudiza, pues de lo que se trata es de que una de las lenguas vale más que la otra y, como nadie las domina por igual y resulta imposible abandonar los hábitos lingüísticos y la mayor facilidad que se tiene en la materna, el resultado es que la parte de la población que cae del lado equivocado queda discriminada socialmente de manera permanente. Cuando se considera esta alternancia en el plano de la normativización y normalización de las lenguas, las consecuencias son notables: mientras que la normalización impulsada por los hablantes es segregadora, la normalización que impulsan los oyentes es unificadora. O dicho de otra manera: la norma hablante, que tiene efectos centrífugos, se enfrenta a la norma oyente, que tiene efectos centrípetos. Los hablantes intentan distinguirse y por lo general solo disponen de unas pocas variantes para hacerlo. Es verdad que un profesor, un político o un minero no hablan igual en casa que en el trabajo, pero siempre tienen un tono inconfundible que los descubre como profesor, político o minero respectivamente. Por el contrario, los oyentes, que no pretenden distinguirse sino acercarse, están habituados a entender el discurso del político, del profesor y del minero. Los oyentes no tienen realmente una norma de comprensión, sino un filtro generoso el cual, cuando no está entrenado, excluye algunas variedades, si bien pronto es capaz de subsanar estas deficiencias. 7. UN PLURILINGÜISMO DE LA COMPRENSIÓN La cuestión que ahora se plantea es la de si este acercamiento propiciado por la fase oyente de la lengua puede alcanzar a un espacio plurilin- güe. En principio ello sería perfectamente posible a condición de que los oyentes comprendan la otra lengua, es decir la variedad lingüística foránea, como comprenden las demás variedades de su mismo idioma, las variedades lingüísticas de dentro. Así era el espacio lingüístico románico durante la Edad Media. Desde Finisterre hasta el estrecho de Mesina y desde Lieja hasta Barcelona se pasaba imperceptiblemente de una variedad a otra sin solución de continuidad. Con el tiempo, la literatura y los textos legales fueron agrupando determinadas variantes en torno a una norma común y surgieron las lenguas románicas: el gallego, el castellano, el francés, el catalán, el provenzal, el florentino… Pero aun así, ello no impedía la comunicación, como ponen de manifiesto abundantes testimonios relativos a justas poéticas celebradas en todas las lenguas romances a la vez o a compañías teatrales que llevaban su repertorio a lo largo de las rutas que cruzaban Europa. El problema surgió cuando ciertos idiomas se concibieron como transmisores de un mensaje especial y, por consiguiente, se les atribuyeron cualidades especiales. Existe un consenso generalizado respecto a la utilidad de las lenguas internacionales. No voy a cuestionar esta línea de pensamiento: en el mundo contemporáneo parece difícil funcionar sin ellas. Pero hay una consecuencia indeseable de la internacionalización mitificadora de los idiomas en la que no se suele reparar: la desmitificación de todos los demás. Y es que no solo sucede que una determinada lengua pasa a emplearse para las relaciones internacionales, es que por el hecho de privilegiarla se privilegian de rechazo los ideales del pueblo que la tiene como materna. Pero al obrar así, las otras lenguas quedan como signo impotente de unas culturas que ya no valen como antes, culturas pronto tildadas de innecesarias, pues obstaculizan la deseada facilidad de comunicación que proporciona la lengua internacional. Es lo que hoy día ocurre con el inglés. Se comienza hablando inglés porque la información comercial está en inglés, porque así se puede llegar a más clientes, porque la tecnología de la fábrica también está en dicho idioma…, y se termina aceptando, sin crítica, una ideología triunfante, mercantilista y librecambista, asociada a dicha versatilidad comunicativa. ¿Y los otros? Mal asunto. Durante el siglo XIX, al calor de los nacionalismos lingüísticos alemanes e italianos que intentaban constituir sus idiomas en vehículo de una ideología expansionista, surgieron otros nacionalismos, los cuales procuraron defender sus identidades culturales minoritarias de la fagotización cultural impuesta por una lengua internacional. Incluso se dio la paradoja de que el nacionalismo italiano exigía que los pequeños nacionalismos siciliano, sardo, véneto, etc, fuesen sacrificados en el ara de la patria garibaldiana. En el siglo XIX, empero, como la utilidad de las lenguas internacionales todavía era muy limitada, la argumentación predominante se decantó por la ideología nacional: la lengua internacional se vendió como lengua nacional, en una identificación interesada de la Nación con el Estado. La línea de defensa de las naciones minoritarias ante dicha impostura resultaba fácil y, por lo general, era eficaz: si el inglés o el español se venden como la lengua de la nación inglesa o de la nación es- pañola, por la misma razón, el galés y el catalán serán lenguas nacionales y, de rechazo, extraeremos la conclusión implícita de que sus hablantes no pertenecen a aquellas naciones. A comienzos del siglo XXI todos estos planteamientos carecen de sentido. Aunque las polémicas nacionalistas se han reavivado y en ciertas partes de Europa, como en la antigua Yugoeslavia, han visto desarrollarse cruentas guerras y matanzas, lo cierto es que dichos planteamientos están fuera de nuestra época y parecen condenados a la marginalidad histórica. Entiéndase bien: no es que la defensa de los nacionalismos minoritarios respecto a las naciones-Estado carezca de sentido, es que ahora carece de sentido enfocarla contra la condición estatal de estas, pues la línea de argumentación ha cambiado. Cuando la lengua del Estado es una lengua internacional, no se la justifica por ser del Estado, sino por ser internacional, es decir, por su utilidad. Estamos en la situación a que aludía arriba: lo útil como ideología, el pragmatismo como valor supremo. Nadie discute ya que los galeses o los vascos tienen derecho a ser escolarizados en galés o en vasco, a ser atendidos en su lengua en los juicios y en el hospital, incluso, tal vez, a que con los impuestos de todos se subvencionen cadenas de televisión en galés y en vasco. Que estas reivindicaciones hayan sido satisfechas resultará sin duda inconcebible para la mentalidad de los hombres del siglo pasado, especie todavía no extinguida, por curioso que parezca. Pero si lo han sido, es porque ya no importa. ¿De qué sirve ser escolarizado en un idioma, cuando la publicidad, las películas, Internet, las canciones de moda, los canales de TV por cable… la vida, en suma, están en otro? El empecinamiento cultural ha dejado de ser una postura heroica, de resistencia frente a la agresión del más fuerte: nadie necesita decirles a los últimos mohicanos que su pro- blema es que son poco prácticos, que están perdiendo dinero, que nunca podrán progresar; por desgracia, lo están comprobando ellos mismos. En un mundo de economía globalizada como el que estamos viviendo, se ha llegado a la siguiente paradoja: la única posibilidad que tienen las naciones pequeñas de conservar su identidad cultural sin quedar ancladas en la Prehistoria estriba en poseer una economía saneada, una tecnología punta y unas costumbres modernas, pero para ello deben acostumbrarse a vivir en una o varias lenguas internacionales que erosionarán inevitablemente su identidad cultural. 8. PREVENIR UN MALENTENDIDO Conviene aclarar en este punto un importante malentendido. El lector se habrá dado cuenta ya de que lo que estoy proponiendo (desde López García, 1985, por cierto) es algo que luego otros autores han llamado plurilingüismo equitativo y que Branchadell y Requejo (2005) caracterizaban como sigue: | ||
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Bueno, pues sí, pero según cómo se mire. Porque este texto y otros similares (ya lo propone Ninyoles, 1977) podrían dar la impresión de que en los estados plurilingües lo normal es el plurilingüismo equitativo y que lo de España constituye una anomalía legal. Así parece desprenderse de la argumentación de Miquel Caminal (2007) cuando escribe: | ||
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Pero esto no es cierto. Estados Unidos es un país federal y el español, que constituye la lengua materna del 15% de sus habitantes, no está equiparado legalmente con el inglés, a pesar de que históricamente llegó antes a su territorio; menos derechos todavía se conceden a las lenguas indígenas. Gran Bretaña es una monarquía federal y, desde luego, no pueden compararse los derechos legales del inglés con los del escocés o los del galés. Alemania también es un estado federal, pero los turcos —un 10% de la población— no tienen ningún derecho lingüístico. Rusia, un estado federal que forma parte de otro ente federal (la Federación de Estados Independientes) concede absoluta prevalencia al ruso sobre los demás idio- mas (el permio, el mordvo, el checheno, etc.). En la India, país federal por antonomasia, el inglés y el hindi gozan de un estatuto legal privilegiado por encima del bengalí, del malayalam, del kannada, etc. En los Estados Unidos Mexicanos, cuya constitución lo define como país indígena y no menciona al español, sin embargo, el texto se redacta en español y toda la vida pública transcurre en dicho idioma. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito en los países democráticos, con más razón en los que no lo son. Lo cierto es que casi todos los estados del mundo son plurilingües, pero prácticamente en ninguno existe el plurilingüismo equitativo. Según datos de Ethnologue recogidos por Lamo de Espinosa (2006), en Europa la media de lenguas por país es de 4,6, en América de 21,7, en África de 35,9, en Asia de 47,1 y en Oceanía de 48,2, mas lo normal es que en cada país exista una sola lengua oficial, a veces dos. Ni siquiera los tantas veces citados ejemplos de Canadá y de Suiza se interpretan correctamente: en Canadá existen dos lenguas oficiales, inglés y francés, pero este último reducido al territorio francófono de Québec. En cuanto a Suiza, lo de las cuatro lenguas oficiales es inexacto: el romanche tiene muy limitadas sus atribuciones, y por lo que respecta al alemán, al francés y al italiano, están instalados cada uno en su territorio, pero no existe ningún lugar de la Federación Helvética en el que todos los ciudadanos se muevan cómodamente en dos (ya no digamos en cuatro) de estos idiomas, siguiendo el modelo de Galicia o de Cataluña. Hay que entender, por tanto, que el plurilingüismo equitativo no es una obligación del Estado español porque existan cuatro lenguas en su territorio, sino por otra razón: porque la historia las ha configurado como lenguas de horizonte comunitario para todos sus habitantes. Creo importante resaltar este matiz. Si en un estado se hablan varias lenguas, lo lógico es que sean oficiales en sus respectivos territorios y que, además, haya una lengua común de ámbito general. Esto que parece obvio, no es, sin embargo, lo habitual en muchos estados del mundo. Representa un mérito de la Constitución española de 1978 el haber partido directamente de dicho planteamiento: | ||
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Los estatutos de autonomía desarrollan este artículo como sigue: | ||
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Sin embargo, la manera de concebir la oficialidad de las llamadas lenguas propias es un tanto restringida, puesto que se postula el derecho a usarlas, pero no el deber de conocerlas. Se suponía que la condición de “propias” compensaba al gallego, al catalán/valenciano y al vasco de las limitaciones objetivas impuestas a su condición oficial. Pienso que fue un error por partida doble. De un lado, se abrió un periodo de reivindicaciones lingüísticas conducente a lograr la igualdad de derechos con el español, del que son buena muestra los sucesivos hitos alcanzados en Cataluña y que culmina en el artículo 6 del nuevo Estatut de 2006: | ||
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Por otro lado, como esta reivindicación se planteaba como una forma de ganar espacios a costa del español, este pasó a ser el enemigo a batir, e inmediatamente los hispanohablantes se convirtieron en un colectivo que se sintió —muchas veces con razón— agredido en sus derechos individuales. El conflicto estaba servido. 9. ¿HA EXISTIDO UNA POLÍTICA LINGÜÍSTICA EN EL ESTADO ESPAÑOL? La pregunta de arriba parece una broma o una provocación, en vista de todo lo que llevamos dicho. Y sin embargo la respuesta es: no, nunca la ha habido. Porque lo que ha habido son políticas lingüísticas por parte de las comunidades autónomas bilingües, pero no medidas legales propiciadas por el Estado y encaminadas a hacerse cargo de la pluralidad lingüística del territorio español. Si acaso, ha habido políticas encaminadas a implantar el monolingüismo, bastante ineficaces por lo demás. Se me dirá que esto se refiere al pasado y que el panorama actual es bien diferente. Cierto. Mas ello no supone que la situación actual sea el resultado de una política lingüística estatal favorecedora del plurilingüismo, sino de la acción legislativa de las propias comunidades autónomas. Conviene aclarar este extremo. Cuando echa a andar el Estado autonómico, se van transfiriendo paulatinamente ciertas competencias —educación, sanidad, policía, ordenación del territorio, etc.— y, en este sentido, se puede considerar, por ejemplo, que determinado hospital de una comunidad autónoma hereda la política sanitaria estatal, de la misma manera que nuestro Código Civil es una continuación del Derecho romano. Pero la política lingüística no se continúa, ya que en la Constitución de 1978 está ausente, no solo porque no se especifica de qué lenguas distintas del español se está hablando, sino también porque no se deja claro si su condición de oficiales dentro de la comunidad autónoma implica igualmente el derecho de usarlas y el deber de conocerlas. El Estado español debería haber prevenido estas tensiones y no lo hizo. Pero hay una segunda razón —la más importante, a mi entender— para justificar la necesidad de una política lingüística estatal y es que el catalán/valenciano, el gallego y el vasco son históricamente lenguas del país —o sea, de España— y no solo lenguas del Estado. La oposición lengua propia (para estos idiomas) frente a lengua oficial (para el español) es absurda. El primer idioma culto de la Península Ibérica, después del latín, fue el gallego y, todavía hoy, sigue representando el engarce imprescindible para configurar el territorio peninsular como una sola entidad cultural y eco- nómica (quién sabe si también política), puesto que constituye un puente lingüístico entre el español y el portugués. El primer idioma internacional de la Península Ibérica, nuevamente tras el latín, fue el catalán/valenciano, la lengua mayoritaria del otro estado que formaría España —la Corona de Aragón— y la única que tuvo una presencia significativa en Europa más allá de los Pirineos. Finalmente, el único idioma exclusivo de la Península Ibérica y de sus extensiones pirenaicas es el euskera, la única lengua que no llegó al solar peninsular como lengua colonial, un idioma que está en la base de muchas características fonéticas y gramaticales de los romances peninsulares. En otras palabras, que no es que estos tres idiomas interesen a un ciudadano hispanohablante monolingüe porque “se hablan en el Estado”, sino porque lo constituyen como persona y como grupo social, porque forman parte de su herencia cultural. 10. POSIBILIDAD DEL PLURILINGÜISMO RECEPTIVO ¿Por qué no hacer frente a dicha evidencia convirtiendo a las cuatro lenguas peninsulares en oficiales y propias de todos los ciudadanos españoles al mismo tiempo? Ya sé, ya, conozco lo que se me va a objetar: que el español es demasiado poderoso y que obrar de esta manera condena al catalán, al gallego y al vasco a una muerte cierta. Lo que pasa es que seguir obrando como hasta ahora no mejora tampoco la situación de estos idiomas. Así parece confirmarlo el impasse al que se ha llegado y la evidencia de que, pese a todas las medidas adoptadas, el español no retrocede ni como lengua materna ni en el uso social. Estoy seguro de que, digan lo que digan con la boca pequeña, muchos, en eso que se llama “Madrid” (y que no es una ciudad, sino un ambiente), se alegrarán de que las cosas sean así. No es mi caso: me alegra —para qué voy a ocultarlo— la supervivencia del español, pero me preocupa la pérdida de impulso del catalán, del gallego y del vasco. Dentro de poco, si no ha ocurrido ya, sus posibilidades de ganar hablantes no nativos se habrán agotado, pues la extensión de la educación lingüística en las comunidades bilingües se consolida y no parece que por ello aumente la cifra de practicantes habituales de dichos idiomas. No se me ocurre otra salida que la de intentar ganar oyentes no nativos. Lo cual, aparte de más fácil, es psicológicamente mucho menos oneroso, ya que, siguiendo el patrón de la lengua primera, nunca somos hablantes perfectos de las demás variedades lingüísticas, pero sí podemos llegar a ser oyentes competentes de un cierto número de ellas. La cuestión es saber cómo habría que proceder en la práctica porque a nadie se le escapa que la pretensión de que todos los ciudadanos espa- ñoles (o de cualquier otro país) sean tetralingües es francamente utópica. Doy noticia rápida de dos proyectos que se han propuesto últimamente:
Las experiencias pedagógicas de simplificación: el basic English, el français seuil, el español fundamental. El problema de estos programas, impulsados por la moderna pedagogía del aprendizaje de lenguas, es que se suelen concebir como puntos de partida, no como términos ad quem. Las personas que dominan el basic English lo consideran como un trampolín para continuar, y es legítimo que así lo hagan: lo malo es que la continuación depende de factores ajenos al propio aprendizaje, casi siempre discriminatorios, con lo que la coerción cultural vuelve a surgir por la puerta trasera. En el fondo, lo ideal sería que estas lenguas internacionales simplificadas se aprendiesen como los temarios de oposiciones, hasta un cierto punto, pero no más allá. Es lo que viene a ser el inglés escrito del ciberespacio, un basic English al que se ha llegado de forma espontánea. No me interesa entrar en los detalles técnicos de estos proyectos, algo que queda fuera de los límites del presente discurso. Los menciono para que se entienda que el plurilingüismo receptivo no es algo imposible de llevar a cabo y que podría —debería, en mi opinión— intentarse en España. Naturalmente, hay dos situaciones por completo diferentes, la de los tres romances (catalán, español y gallego), por un lado, y la del euskera por otro: los primeros pueden abordarse desde un patrón como el del EuRom5 o el de los Sieben Siebe; el segundo, que resulta incomprensible para cualquier hablante románico, plantea retos diferentes, en la línea de las experiencias pedagógicas de simplificación, que abordaremos en un apartado independiente. 11. UNA LENGUA DE LENGUAS IBERORROMÁNICA Imaginemos un país en el que existían tres lenguas románicas bastante próximas y en el que cualquier persona podía hablar en la suya con la seguridad de que los demás la iban a entender si hacían un pequeño esfuerzo. Se trataba de un país en el que hubo un tiempo en el que la más extendida de las tres lenguas se consideró la única oficial y digna de servir de instrumento de comunicación para la vida académica, económica y administrativa, mientras las otras languidecían en los reductos privados, cuando no eran más o menos hostigadas desde el poder. Luego pasó a ser un país en el que estas lenguas recuperaron el perfil institucional y social que habían tenido en el origen, sin poder desplazar a la primera de mu- chos ámbitos porque el mundo había cambiado y ahora resultaba que, les gustase o no, la necesitaban para la aldea global. Esta situación provocó frustración en todos: en los hablantes de las lenguas minoritarias porque comprobaron los límites de la realidad y la fragilidad de sus sueños, en los hablantes de la lengua mayoritaria que vivían en territorios bilingües porque se dieron cuenta de que las proclamas progresistas con las que les habían vendido las medidas a favor de las otras lenguas se traducían en disparates pedagógicos como el propósito de escolarizar a sus hijos en una lengua diferente a la materna. Así que un buen día las gentes de ese país decidieron cortar por lo sano y reinventaron su historia. Decidieron implantar una reforma educativa consistente en que en la asignatura llamada popularmente Lengua se enseñase a leer y escribir en la lengua materna de los alumnos, pero también a escuchar en las otras lenguas. Así de simple, pero así de eficaz. No vamos a decir que la implantación de estas medidas resultara fácil: generó polémicas y su extensión se alargó a un par de generaciones. Sin embargo, a la postre, treinta años después, el resultado fue que en el Parlamento se oían alternativamente las tres lenguas, que en los comercios de todo el país se compraba y se vendía en las tres lenguas, que en los cines y en las librerías se ofrecían productos culturales en las tres lenguas, que en las cadenas de televisión los locutores y los participantes hablaban en cualquiera de las tres lenguas. En suma: que aunque en calidad de sistemas lingüísticos sus perfiles normativos se mantuvieron tan estables como siempre, la gente se acostumbró a vivir en un espacio en el que se pasaba continuamente de un idioma a otro sin problemas. Tanto es así que ese país se convirtió en un modelo digno de imitación para el mundo entero porque en ninguna parte existía una lengua de lenguas. El país ya había ensayado un experimento democrático consistente en pasar sin traumas de una dictadura a una democracia y era justamente famoso por ello. Ahora apuntaló su fama de tolerante haciendo extensivo dicho planteamiento a lo más íntimo en la vida mental de las personas, la lengua. Solo hubo que tapar la boca a quienes medraban a costa de la crispación y del enfrentamiento. Y lo hicieron, como lo habían hecho en su primera reforma constitucional. LA LENGUA DE LOS OTROS NO ES UNA LENGUA AJENA Todo esto queda muy bien, se me dirá, para el catalán/valenciano, el español y el gallego. Incluso puede hacerse extensivo a toda la Península Ibérica ampliando la nómina de variedades idiomáticas de la lengua de lenguas al portugués. Pero el euskera es otra cosa: ningún hablante románico es capaz de comprenderlo con unas pocas sesiones, ni siquiera con muchas. Esto, desde luego, es cierto y hay que ser consciente de la dificul- tad insuperable a la que nos enfrentamos, porque la lengua vasca no viene a ser casi igual a los romances peninsulares, es claramente otra. Con todo, antes de seguir, querría recordar que en latín el concepto de otreidad se podía expresar con dos palabras, alter y alius: alter implicaba colaboración, alius, oposición. Por eso, alter ha dado altre, otro, outro, mientras que de alius viene aliè, ajeno, axeno. Pues bien, el euskera es otra lengua para el catalán, el español y el gallego, pero no es una lengua ajena, y esto es necesario entenderlo bien. Hay razones para pensar que donde hoy se hablan los romances hispanonorteños, antaño se hablaba euskera. Esto es algo bien sabido en el caso del catalán: todavía en la Alta Edad Media, las comarcas de Pallars y Ribagorça eran de lengua vascónica y en la antigüedad seguramente el euskera llegó hasta el mar Mediterráneo. En el caso del gallego la cuestión no está tan clara, aunque hay autores que suponen que la lengua de los habitantes de toda la cornisa cantábrica era un idioma relacionado con el vasco y algunos fenómenos muy característicos del gallego-portugués, como el infinitivo personal o el dativo ético de segunda persona, se han relacionado con la lengua vasca. En el caso del español la cuestión no admite duda: probablemente el español surgió como una coiné vascorrománica en el alto Ebro, según pone de manifiesto Emilio Alarcos (1982): | ||
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En otros términos: el euskera singulariza al pueblo vasco entre todos los pueblos de la tierra, pero también singulariza a los habitantes de la Península Ibérica en su conjunto. Hoy que tanto se habla de Europa, convendrá recordar que si la lengua marca el carácter de un pueblo, todos los pueblos europeos, salvo los vascos, tienen lenguas que llegaron al continente traídas por oleadas migratorias, ya fueran indoeuropeas o finougrias. Solo el vasco parece originario de esa tierra donde se pone el sol de Asia, Abendland que dicen los alemanes. El vasco y, por la parte que les toca, los romances peninsulares (junto con el gascón), el catalán/valenciano, el español y el gallego-portugués. ¿Deben seguirse consecuencias políticas y económicas de este hecho? Es una cuestión discutible. Lo que no admite discusión son las consecuencias culturales que deberían extraerse y que, sorprendente- mente, no se suelen tener en cuenta. Bien está que en España y en Portugal se preste atención al latín. Es la lengua madre de los romances peninsulares. Pero, aunque deje de estudiarse en el Bachillerato, no por eso desaparecerá, pues dichos romances siguen siendo, con el francés, el italiano y el rumano, una forma de latín. En cambio, la lengua padre, el euskera, sigue viva. ¿Que no soporta una literatura y una tradición cultural comparable a la latina?: evidente. Pero es nuestra historia y nuestro origen. Antes he hablado de un procedimiento pedagógico de aprendizaje de idiomas: la lengua simplificada. Esto se puede aplicar al basic English o al français seuil, pero también a otras situaciones. ¿Cómo hemos aprendido todos latín en el Bachillerato? Muchos sufridos estudiantes dirán que lo hemos aprendido mal porque es una lengua muerta y no podemos hablar con nadie. Se equivocan: el latín no se aprende (¿aprendía?) para hablarlo, sino para leerlo, para leer a Ovidio, a Virgilio o a Cicerón en el original. Lo que ocurre es que cuando se emplea el término leer se pone el acento en el ingrediente cultural y se pasa por alto el carácter receptivo del proceso. Leer una lengua también es comprenderla, es abordarla en el marco de un plurilingüismo receptivo. Para llegar a leer latín los estudiantes asimilábamos los rudimentos de su estructura gramatical y de su vocabulario. Pues bien, algo similar debería hacerse con la lengua vasca. En Euskadi, por supuesto, constituye la lengua propia oficial y es de esperar que a la larga toda la población, los que lo tienen como lengua materna y los que no, lleguen a ser capaces de hablarlo. Pero fuera del País Vasco, en el resto de la península, la misma asignatura de Lengua que enseñe a comprender cual- quier romance peninsular debería facultar la comprensión de textos vas- cos. Es lo mínimo que se puede pedir en relación con una lengua que nos constituye a todos los peninsulares como una singularidad en el conjunto de Europa. Que estos textos vayan apareciendo además paulatinamente en ocasiones señaladas fuera del territorio vasco —digamos en discursos oficiales y en escenarios culturales internacionales— es ya una cuestión de interés y motivación colectivos que, como tantas cosas en esta vida, se dará, si se estimula, y dejará de producirse si no se incentiva. 13. FE DE ERRATAS: POLÍTICA LINGÜÍSTICA NO ES HACER POLÍTICA CON LAS LENGUAS Para terminar: le aseguro al lector que todo lo que acabo de decir lo digo muy en serio porque lo tengo por factible. Mejor: lo tengo por absolutamente necesario. En esto de la política existe un malentendido muy pernicioso y es el de considerar que las lenguas no son una obligación del Estado español. Resulta que el río Llobregat transita completamente por el interior de Cataluña y que la ría de Arousa solo pertenece a Galicia, mas no por ello renuncia el Estado a sus atribuciones en la regulación del caudal del primero o en la de la pesca que se extrae en la segunda. Pues bien: el catalán/valenciano solo se habla en cuatro comunidades autónomas, el gallego en tres y el vasco en dos, pero no por ello dejan de ser idiomas de interés general. Es sorprendente que el Estado no se haya planteado la necesidad de una política lingüística para todas las lenguas de su territorio. Tal vez la razón haya que buscarla en una errata consistente en que donde dice política con la lengua debe decir política lingüística. Porque en España llevamos mucho tiempo haciendo política con las lenguas. Aquí y allí, en un bando y en el otro. Se empieza constatando el valor cohesivo de la lengua y se termina usándola como un ariete frente a otras lenguas. Nuestros políticos han actuado en esto como los malos médicos que para aumentar los bajos niveles de un componente nos recetan un exceso de medicamentos que acaba desequilibrando la proporción de otras sustancias no menos necesarias. Ya sabemos lo que se puede esperar de los políticos. Pero en este caso no es justo cargarles el mochuelo porque los pecados están bastante repartidos: hay gentes que debieron haber mantenido la cabeza despejada y no lo hicieron, no lo hicimos: intelectuales, sociolingüistas, profesores. No obstante, si alguien puede invertir la tendencia es quien tiene la sartén por el mango, esto es, los poderes públicos y sobre todo el Estado. ¿Que qué se puede hacer? Lo principal, una reforma educativa que in- troduzca el conocimiento receptivo de todas las lenguas peninsulares en el conjunto de España. Secundariamente, una campaña de difusión de las mismas en todos los ámbitos de la vida social para que dicho aprendizaje se revele enseguida útil y los estudiantes no traten las lenguas como una maría más, otro capricho de los legisladores educativos. Sin embargo, aún hay un tercer paso que debería darse y que no quiero guardarme en el tintero: la formación plurilingüe activa de las elites. Se llama elite a aquella franja muy minoritaria de la población que está especialmente capacitada para dirigir un país por sus conocimientos y por su preparación. Sorprendentemente, en España, donde los miembros cualificados de las elites suelen poseer conocimientos satisfactorios de economía, de ingeniería o de derecho, se trata de absolutos analfabetos por lo que respecta a las lenguas propias. Se habla mucho de nuestra carencia ancestral en conocimiento de idiomas, pero cuando se dice esto, se está pensando en el inglés. Sin embargo, más grave, por absurdo e incomprensible, me parece el desconocimiento de las lenguas peninsulares. ¿Que el inglés es más útil que estas para la vida económica y cultural? Seguramente. Pero esta no es la cuestión. También la selva amazónica es mucho más importante para renovar el medio ambiente del planeta que nuestra modesta selva de Iratí y, sin embargo, a un político de aquí lo que le compete es conocer y preocuparse de la supervivencia de esta última. Bien está que la población en general se acostumbre a comprender pasivamente las lenguas romances peninsulares y algunos textos sencillos en euskera. Pero no lo hará de verdad si dichos idiomas no se ponen de moda. La experiencia de las comunidades autónomas es determinante: allí donde los políticos usan la lengua propia como un adorno impostado, el pueblo se da cuenta de inmediato de que lo hacen por compromiso y el prestigio social de la lengua decae. A escala general sucederá lo mismo. Si quienes deben dar ejemplo, no lo hacen, los demás no se darán por aludidos. Mas el ejemplo supone excelencia y en este tema ello implica pasar de la fase pasiva a la activa. En otras palabras: que las elites españolas deberían poder defenderse hablando alguna lengua peninsular además del español y de la materna. No hay que decir que estamos muy lejos de conseguirlo. En una monarquía parlamentaria, donde el Rey reina, pero no gobierna, su función es básicamente representativa, debe representar los valores del pueblo. Pues bien, la monarquía española no representa la pluralidad lingüística del país. Esto parece lógico en la figura del monarca emérito, una persona formada en otro ambiente y con otras expectativas institucionales, pero ya no es tan explicable en la generación del rey actual y resulta sencillamente escandaloso en la siguiente. Y si esto sucede en la cúpula de la jerarquía institucional, ¿qué no habría que decir de todos los demás estamentos? Pero cuando hablo de formación lingüística activa de las elites no me refiero sólo a los políticos. Las personas llamadas a dirigir el país en los negocios y en la cultura, en el ejército y en la diplomacia están en el mismo caso. Si van a ser los modelos de un país plurilingüe, es de esperar que puedan defenderse hablando en varias de sus lenguas. A esto debería contribuir decisivamente la Universidad española ani- mando a cursar una introducción a dichos idiomas en todas sus especialidades o, al menos, en las que tienen una proyección mayor sobre la vida pública como son las de Humanidades y las de Sociales. No lleva camino de hacerlo: que yo sepa, el catalán/valenciano —una lengua de diez millones de hablantes— solo se enseña en media docena de centros universitarios españoles fuera de su dominio lingüístico, aunque no es raro que lo ofrez- can en universidades de todo el mundo. El gallego y el euskera, todavía menos. El Instituto Cervantes tomó la iniciativa de implantar cursos de catalán, gallego y vasco en sus centros de todo el mundo si había suficiente demanda y, a menudo, incluso aunque no fueran económicamente rentables. Es una iniciativa valiosa, pero poco efectiva porque el problema no está en el extranjero, está en España. Con todo, es sintomático que la idea surgiese en el Cervantes, una institución bastante autónoma (depende de tres ministerios) y cuyo personal es eventual: se ve que en España cuanto menos oficialista sea un organismo más se acerca a las necesidades reales de la población. También fue el Cervantes el propulsor de una entidad llamada Casa de las Lenguas, la cual aglutinaba a las academias de las lenguas peninsulares con el propósito de realizar actividades conjuntas. El proyecto está bastante parado, en parte porque surgieron tensiones entre sus componentes, y en parte porque el organismo carece de competencias reales para impulsar políticas lingüísticas plurilingües. Es lo que hay, lo poco que hay. Solo que no podemos seguir así, no podemos dejar la cuestión lingüística al arbitrio de planteamientos comunitaristas constativos a los que sólo interesa la coexistencia de las lenguas, no su convivencia. Ya no estamos en el siglo XIX, ni siquiera en el XX. En los tiempos que corren los vínculos sociales se han vuelto dinámicos y flexibles, son vínculos que construyen una sociedad global en perpetuo movimiento basada en la reciprocidad. Este tipo de sociedad, en lo lingüístico, se caracteriza por el comunitarismo performativo, porque las lenguas ya tan apenas se dicen, sobre todo se hacen. Empieza a surgir una nueva cultura de la alianza y del pacto en el mundo: tal vez va siendo hora de que, por lo que respecta a las lenguas, intentemos prefigurarla en España, como se insinúa en el fecundo diálogo que mantuvieron Francisco Moreno Fernández y Fernando Ramallo en un libro reciente (2014). Es un reto difícil, pero a la vez constituye una oportunidad histórica de consecuencias incalculables. Reproduzco parte de la reflexión que, a propósito de dicho libro admirable, hacía en el epílogo que sus autores tuvieron la amabilidad de pedirme: | ||
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Vuelvo al delicado momento político que estamos viviendo. Yo no sé qué pasará en los próximos días, menos aún que ocurrirá en los próximos años. Es posible que el estado español implosione y que al mismo tiempo estallen en pedazos las regiones bilingües que lo componían: es la pavo- rosa balcanización a la que aludía antes. Pero también puede suceder que lo pasado quede como una mera turbulencia que nos obliga a cambiar el rumbo de la nave. Si así fuese —y, desde luego, es lo que yo deseo— bue- no será insistir en que hay que cambiar dicho rumbo. Tenemos un país peculiar, un país que siempre fue heterogéneo, pero también un país en el que las fuerzas centrípetas siempre acabaron predominando sobre las centrífugas. La unión de los pueblos a través de la posesión compartida de sus lenguas: he aquí un proyecto que merece la pena para los años turbu- lentos que vienen. Porque como dice una paremia vasca: Ametsik gabeko bizia, izarrik gabeko gaua («Una vida sin sueños [es como] una noche sin estrellas»). Muchas gracias. | ||
Madrid, 31 enero de 2018 | ||
1 Este discurso se basa en varios trabajos míos, especialmente en López García, 2008 y López García, 2012. 2 http://www3.germanistik.unihalle.de/prinz/karten/index.htm BIBLIOGRAFÍA Emilio Alarcos Llorach, El español, lengua milenaria (y otros escritos castellanos), Valladolid, Ámbito, 1982. Xesús Alonso Montero, Informe —dramático— sobre la lengua gallega, Madrid, Akal, 1973. Albert Branchadell, La hipòtesi de la independència, Barcelona, Empúries, 2001. Albert Branchadell y Ferran Requejo, “Plurilingüismo del Estado”, en La Vanguardia, 29-6-2005. Miquel Caminal Badia, “La reforma dels estatuts i la llengua cartalana”, Revista de llengua i dret, 47, 2007, 227-246. Emili Casanova, “La situación lingüística en la Comunidad Valenciana: el valenciano, caracterización y justificación”, en E. Ridruejo (coord.), Las otras lenguas de España, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2004, 117-165. Jacques Derrida, De la grammatología, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971. Maitena Etxebarria, La diversidad de lenguas en España, Madrid, Espasa, 2002. Mauro Fernández Rodríguez y Modesto Rodríguez Neira, Mapa sociolingüístico de Galicia, vol. I, Real Academia Galega, A Coruña, 1994-1996. Antoni Ferrando i Miquel Nicolás, Història de la llengua catalana, Barcelona, UOC, 2005. Ana Iglesias Álvarez, Falar galego: “No veo por qué”, Vigo, Xerais, 2002. Stephen Krashen, Principles and Practice in Second Language Acquisition. Oxford: Pergamon, 1982. Emilio Lamo de Espinosa, “Lenguas, naciones, estados”, en Un horizonte para España, ciclo de conferencias de la Cátedra “la Caixa”, 2006. Juan Ramón Lodares, El porvenir del español, Madrid, Taurus, 2004. Ángel López García, El rumor de los desarraigados, Barcelona, Anagrama, 1985.
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