| ||||||||||||||||||
Discurso del profesor Giuseppe de VergottiniCon motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la UNED | ||
|
|
Pero, ¿estamos seguros de que sea utilizable a este propósito el concepto de transición? La transición exige una fase temporal de paso de una cosa a otra distinta. La transición implica lo provisional, lo inestable que está orientado a consolidarse. El concepto utilizado por los politólogos tiende a referirse a procesos de cambio de un régimen prescindiendo del cambio formal de un texto constitucional. Para el jurista es más natural partir de un texto positivamente determinado a otro que lo sustituye, pero siempre con carácter consolidado. De una constitución a otra, de un régimen de derechos a otro. No por casualidad estamos vinculados, cuando tratamos de cambios, al concepto de revisión constitucional. La revisión es un punto de llegada, de consolidación. El procedimiento para llegar a ella es predeterminado, legible, y constituye una fase de paso perceptible como paréntesis entre un texto positivizado y otro. Pero debe quedar claro que cuando hay revisión, aunque sea profunda, no por este motivo hay transición entendida como cambio de régimen. Es paradigmático en este sentido el caso de la revisión total de la Constitución de Suiza del año 2000: se repensó profundamente el texto, pero ello no supuso cambio de los principios que identifican el régimen constitucional. Por tanto, en este caso, no hubo ninguna transición constitucional. Para los constitucionalistas, la transición es una nebulosa no necesariamente identificable con el procedimiento de revisión. Los juristas, cuando la evocan, parecen en realidad pensar en un paso que ya ha tenido lugar. Es decir, piensan en lo que los politólogos califican como consolidación del recorrido en que consiste la transición. Obviamente, es preciso también subrayar que la transición no debe considerarse coincidente con la evolución natural de un ordenamiento vinculada a la interpretación y a la actuación de principios constitucionales por razón del devenir de la experiencia sociopolítica, salvo que, ampliando el ámbito del concepto, se quiera pensar que los ordenamientos están siempre en estado de continua transición. La evolución puede referirse a fenómenos de gran relevancia que se manifiestan sin activación de revisión constitucional. El ordenamiento se transforma mediante las costumbres normativas, las convenciones constitucionales, las prácticas aplicativas, la falta de actuación (especialmente legislativa) y la reinterpretación (especialmente jurisprudencial). Un caso de gran interés viene dado por la introducción de los llamados “nuevos derechos” (integridad del medio ambiente, objeción de conciencia, tutela de los consumidores, inviolabilidad de la privacy, derecho al honor y a la identidad personal, derecho a la información, libertad de orientación sexual, tutela del embrión, etc.), que han conseguido afirmarse como otros tantos valores fundamentales, mucho más allá de las formulaciones expresas de la Constitución vigente, gracias más a las intervenciones de la jurisprudencia que a la voluntad del legislador. Por tanto, hay que admitir una elasticidad o adaptabilidad fisiológica propia de todo ordenamiento constitucional, y para justificar la existencia de un concepto autónomo de transición debe excluirse de su ámbito toda forma de transformación vinculada a la evolución natural en continuidad respecto a las opciones iniciales de un ordenamiento constitucional. Si a título de ejemplo se me permite recordar el caso italiano, el recurso al concepto de transición debe ser utilizado con prudencia. No ha existido en los años recientes paso alguno a una Segunda República (como se afirma a menudo, con una definición que tiene solo valor periodístico) ni ninguna transformación en sentido federal. No se ha tocado la forma de estado. El ordenamiento constitucional ha sufrido importantes transformaciones, pero en absoluto hasta ahora una verdadera y propia “mutación” constitucional. Ha habido el paso de un sistema de partidos a otro, de modo que ha incidido en el funcionamiento de la forma de gobierno. Parece por tanto admisible hablar de una “transición política”, reconduciendo de esta manera la categoría al ámbito de la ciencia política, pero no una “transición constitucional”. Diría, por tanto, que la transición corre el riesgo de ser un concepto trampa, de convertir en incierta la frontera entre los cambios en curso y los consolidados, o de dar por descontado que existe un punto de llegada y de final de un recorrido. Pero no es así. 2) Nuevas incertidumbres Por tanto, el recurso a la transición no ayuda a aclarar los términos de la actual situación. Si miramos a la situación del arte en Italia y en Europa, nos encontramos en un período con muchas incertidumbres e inestabilidad, y solo en este sentido, para indicar procesos in fieri, podemos estar de acuerdo acerca de la posibilidad de utilizar una terminología nacida en el ámbito de los estudios politológicos. Unión Europea El estado de incertidumbre al que vengo aludiendo se comprueba también en la situación internacional. El mantenimiento del marco institucional de la Unión Europea se pone en discusión cada vez más. Al tradicional problema de la discutida legitimidad de recuperaciones desordenadas de las soberanías de los estados se unen los clamorosos ejemplos de fracaso o de inadecuadas políticas sectoriales (política exterior, seguridad, migraciones, política económica y monetaria…). Marginado el modelo institucional integrador centrado en Comisión, Parlamento y Tribunal de Justicia, el centro decisional del proceso político está constituido por la presencia simultánea necesaria de todos los participantes en la Unión y por tanto por la prevalencia de la fórmula intergubernamental. Lo que impresiona es la extremada debilidad de la legitimidad de las instituciones europeas, comenzando por el propio Parla- mento, que no es sentido como representativo por los diferentes cuerpos electorales nacionales. A una carencia de legitimidad de los órganos político administrativos que expresan la integración sustituye una fuerte legitimidad de la jurisdicción europea. Pero aquí se manifiesta una particular quiebra del proceso de legitimación del conjunto de las instituciones. La legitimidad del Tribunal de Justicia de la Unión Europea no se debe atribuir a los pueblos de los estados miembros, que en realidad lo ignoran. El sujeto colectivo que lo legitima es el estrato de los juristas que debe enfrentarse con el complicado laberinto de competencias entre jurisdicciones nacionales, celosas de la soberanía de los estados respectivos y jurisdicción comunitaria, puesta en el vértice de los vínculos queridos por los tratados. La fuerte legitimidad del Tribunal de Justicia de la Unión Europea permanece a pesar de la crisis evidente que afecta a la Unión. Si el diseño del espacio jurídico europeo (derecho público europeo) sigue vivo, es también porque los tribunales nacionales mantienen un enfoque de colaboración sobre la base de una relación de confianza recíproca con el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y con el de Estrasburgo. Puede parecer curioso que a la escasa legitimidad atribuible por los ciudadanos europeos a las instituciones corresponda al menos por parte de los tribunales y de los juristas una fuerte legitimidad de la jurisprudencia europea. Por tanto, la legitimidad que los jueces nacionales continúan constan- temente dispensando al Tribunal de Justicia de la Unión Europea compen- sa la profunda crisis del prestigio institucional de los órganos político administrativos, que solamente subsiste para el órgano intergubernamental. El propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea, al posponer la adhesión al Convenio Europeo de Derechos Humanos, ha contribuido a agudizar un régimen de incertidumbre. También a nivel de Consejo de Europa el recurso al margen de apreciación hace difícil una visión armónica de las tutelas de los derechos a nivel europeo, dejando amplio espacio a los estados para intervenir como crean mejor en el aseguramiento de la protección de los derechos culturales y sociales. Modificaciones de la forma de gobierno y superación de la democracia de partidos. Se puede detectar una creciente “presidencialización” de las estructuras de gobierno, comprendidas las formas parlamentarias, con la aparición de una forma de gobierno en la que los problemas clásicos de la legitimidad y de la limitación del poder que han constituido el punto de apoyo de la palanca del constitucionalismo históricamente, son colocados en posición de retroceso. Sin duda, estos factores indican la actuación de una mutación profunda desde la perspectiva política y constitucional, pudiendo discutirse sobre el hecho de que estemos ante una transición destinada a poner de manifiesto una verdadera y propia incapacidad de la opción constitucional de los años cuarenta del siglo pasado o bien de una compleja tran- sición crítica que, sin embargo, no niegue los fundamentos del ordenamiento estatal. La democracia de partidos de la que se han nutrido nuestros estudios en los pasados años parece ya un dato remoto sustituida por la más ac- tualizada democracia del público, en la que los partidos ceden espacio a la personalización, la organización a la comunicación, al tiempo que las identidades colectivas se debilitan, compensadas por la confianza personal directa, sobre todo en la figura del leader. Éste es el dato que se ha convertido en una de las características centrales en el desarrollo más reciente de las instituciones, y de rechazo, en el debate científico. La tendencia a privilegiar la figura de un leader político indica el progresivo reforzamiento de una concepción personalista del poder particularmente acentuada cuando los candidatos vencedores son las llamadas “figuras mediáticas”, esto es, los que tienen una mayor capacidad para utilizar las técnicas de la comunicación política. El papel reforzado de un leader se sitúa en un marco más amplio, que contempla el debilitamiento del papel mediador tradicional de los partidos y de la representación residenciada en las asambleas representativas. La caída de la intermediación de los partidos tiene como consecuencia inevitable la emergencia de fuertes liderazgos personales. Esto es facili tado por los medios actualizados de comunicación política. Y en efecto, omo acabamos de señalar, los candidatos vencedores son las llamadas “figuras mediáticas”. Añádase la afirmación del modelo plebiscitario, en el que el predominio de la demanda (las pulsiones emotivas de la gente) es solo aparente, mientras que el predominio de la oferta, esto es, de la voluntad del leader, es bastante real. Debe subrayarse que en Italia el cese del eje partidos-representación-Parlamento es particularmente acentuado, conduciendo así al siste- ma político a gravitar sobre el gobierno y a este último a concentrarse en la figura del jefe del ejecutivo. Por tanto, es verdad que ha desaparecido la “sociedad de clase” del siglo XX y con la misma aquel sistema de partidos que constituía la proyección institucional de la misma. Han entrado así en crisis los complejos mecanismos de la representación político democrática, entendida como proceso político y como relación que se desenvuelve en el tiempo, expresando un vínculo permanente entre la sociedad y los elegidos, con la asamblea representativa como lugar en que unificar la pluralidad de los intereses representados para dar forma política a una sociedad cada vez más compleja y fragmentada. La demostrada incapacidad de las instituciones tanto nacionales como europeas para afrontar y resolver la dramática crisis económica, con la consiguiente insatisfacción generalizada hacia la gestión de la política llevada a cabo por los actores tradicionales, ha generado una actitud hostil a la representación política tradicional, que caracteriza a una especie de contrapolítica basada en el control, la oposición, la humillación de los poderes previstos por las vigentes constituciones democrático liberales. | ||
Los partidos tradicionales han desaparecido, o en la mejor de las hipótesis, permanecen como una sombra de lo que fueron en el pasado. Toman por tanto la iniciativa movimientos y partidos populistas que, según una interpretación difundida, se dirigen al pueblo identificado en los estratos sociales económicamente más humildes y sobre todo culturalmente más atrasados. Estos movimientos hacen palanca, una y otra vez, en valores negativos, como la corrupción, la crisis económica, el antieuropeísmo, pero también en una hipotética identidad cultural, étnica y/o religiosa, asumiendo en tal caso tonos nacionalistas y racistas. En sustancia, se unen por la contestación radical de la democracia representativa. En esta forma política, que parece estar consolidándose, el pueblo es algo muy distinto del pueblo formado por un agregado de impulsos heterogéneos que permiten la generación de una fuerte orientación política nacional. El pueblo ya no sería el considerado en la Constitución como titular último de la soberanía. El pueblo actual es caracterizado de manera aduladora como depositario de todas las virtudes sociales y como víctima del cínico egoísmo y de la amoralidad de los degradados estratos dominantes. En su favor, se formulan propuestas políticas idóneas para gratificar el deseo de cuestionamiento por parte del propio pueblo, pero no idóneas para incidir eficazmente en los complejos problemas de la sociedad moderna. Estas propuestas se desenvolverían de manera instrumental, porque en lo sustancial están orientadas a perseguir fines de mera conquista o mantenimiento del poder por parte de los nuevos sujetos políticos en vía de consolidación. Resultado de tal proceso es no solamente la confirmación de la profunda crisis de los viejos partidos, sino la perspectiva del definitivo colapso de los mismos. Sobre estas premisas, resulta verdaderamente problemático pensar de manera realista en una especie de renacimiento del partido tradicional entendido, entre otras cosas, como canal de conexión entre base social y asambleas representativas. Desde esta perspectiva, se ha hablado de una reconsideración de la forma partido y de la necesidad de tener partidos “ligeros” pero que funcionen, con procedimientos democráticos tanto para la elección del leader (y para la activación de su responsabilidad) sea para la determinación de los candidatos a los cargos públicos, con métodos de selección interna garantizados o con elecciones primarias. En tal sentido, se vuelve de vital importancia construir formaciones políticas que estén en condiciones, ciertamente, de mantener al leader, pero también de hacerlo políticamente responsable y de sustituirlo cuando esto se vuelva necesario, so pena de una inaceptable especie de desinstitucionalización de la figura misma. Añádase que junto a la reflexión sobre el papel de los partidos se vuelve esencial retomar también el debate acerca de una regulación de los lobbies y de los grupos de presión, en razón de su papel de actores políticos. Transformación del concepto de ciudadanía Una gran mutación ha tenido lugar y está todavía in fieri con referencia al nuevo papel asumido por el extranjero en cuanto migrante proveniente de áreas culturales distintas con el propósito de permanecer durante algún tiempo o definitivamente en el territorio que lo acoge. La tendencia evidente opera en la dirección de una progresiva ineluctable superación de la ciudadanía histórica vinculada al territorio (y por tanto al principio de soberanía territorial estatal) como estatus jurídico de titularidad potencial de derechos y deberes propios solamente del tradicional ciudadano en cuanto íntimamente vinculado a una cierta soberanía estatal. He aquí que el vínculo con el territorio y el burocrático concepto decimonónico de ciudadanía ceden el campo a concepciones sustancialistas de los derechos fundamentales más inclusivas respecto de la figura del migrante. Con ciertos requisitos, el extranjero se convierte en una componente obligada de la realidad social. El nexo indispensable para el mantenimiento de conjunto del ordenamiento parece conducir a una concepción de la ciudadanía de tipo diverso de la política, a la que se añade sin sustituirla. Es la “ciudadanía social”, que reconoce el nivel mínimo de garantía de los derechos atribuible al extranjero. Por tanto, se comprende que, si el mismo concepto de ciudadanía muta, desvinculándose en cierta medida del vínculo con el territorio para perseguir un fin social que ya no puede incluir a la compleja figura del migrante, como consecuencia también toda la estructura institucional está destinada a mutar en los aspectos en que no haya mutado ya. La consecución más perfecta de los fines universales de las constitu- ciones democrático liberales está conduciendo por lo menos como consecuencia de nuevos instrumentos de derecho internacional, a una mayor apertura del estado social hacia sujetos ya no plenamente identificables desde el punto de vista de un claro vínculo con un determinado territorio. Tal apertura incide positivamente en los flujos migratorios, pero provoca dramáticos problemas de sostenibilidad del sistema económico de tal envergadura que pueden impulsar otras mutaciones institucionales distintas. Resulta de esta manera evidente, por tanto, hasta qué punto las transiciones sociales derivadas de los fenómenos migratorios internacionales se imbrican con determinadas transiciones institucionales. El extranjero se ha convertido en verdaderamente central en las políticas legislativas de los estados. Y esto con base en opciones internas, pero sobre todo en virtud de tratados internacionales. Ha sido a causa del fenómeno de la entrada cada vez más consistente de extranjeros extracomunitarios por lo que los estados han tenido que tomar conciencia de la insuficiencia de las normativas internas tradicionales acerca del régimen jurídico del extranjero. El imprevisto incremento de la presencia de extranjeros debido a las migraciones masivas hacia Europa sacude muchos planteamientos tradicionales. Hoy junto al extranjero, llamémosle genérico, existe el migrante que pide asilo y el migrante llamado económico. Para todos estos nuevos protagonistas de las sociedades nacionales existen regulaciones antiguas y nuevas que sin lugar a duda enriquecen el panorama de los derechos reconocidos. Es necesario, sin embargo, subrayar que los tratados internacionales reconocen derechos, pero al mismo tiempo establecen límites que dejan a la protección del tradicional ordenamiento soberano. Véase en este sentido por ejemplo el art. 2, par. 3.º del protocolo 4 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que salvaguarda el orden pú- blico estatal, que debe entenderse como defensa de los valores esenciales de la sociedad democrática que en los diferentes estados atribuyen valor y eficacia a las respectivas comunidades estatales. Comprensiblemente, todo sistema busca proteger su propia concepción de los valores básicos que permiten una convivencia civil regulada. Existe un sólido núcleo de principios europeos unificadores y parece verdaderamente problemático que no ponga dique a valores culturales incompatibles con él. Por tanto, tolerancia y respeto a la diversidad no pueden sino encontrar en los valores constitucionales irrenunciables fronteras necesarias al proceder a la solución de todos los casos de irremediable contradicción entre culturas también jurídicas. Y esta exigencia parece plantearse como moderadora inevitable de la amplitud de la ampliación de los derechos de los extranjeros. En este panorama, hablar de multiculturalismo referido a la presen- cia de una multiplicidad de concepciones culturales que comprenden a las culturas jurídicas diversas es perfectamente lícito y no plantea problemas. Estos surgen, sin embargo, cuando se prescinde del simple reconocimiento de la diversidad y tiene una colisión entre distintas culturas que pretenda aproximar o incluso imponer una cultura a otra debiéndose constatar que las mismas no se manifiestan siempre como compatibles. Es a esta faceta conflictual del multiculturalismo a la que nos referimos cuando sujetos parten de una cultura distinta de la de una mayoría dominante, y por tanto minoritarios, invoca una excepción a la concepción prevalente de los valores de modo que quede a salvo la manera propia de concebir la garantía de los derechos fundamentales. | ||
En este punto, tanto en el ámbito político como en el doctrinal, se manifiesta en Europa un dramático interrogante que se refiere al nivel de transigencia de los principios que tutelan en los diferentes estados la identidad cultural nacional para permitir la tutela de las multiformes y compuestas identidades de las comunidades de extranjeros que progresivamente se enraízan en el territorio estatal. Según una orientación discutible, identidad autóctona y nuevas identidades de minorías culturales provenientes del exterior del ordenamiento deberían equilibrarse entre ellas, permitiendo en ciertos casos la prevalencia de estas últimas. Equilibrio que comportaría un planteamiento recesivo por parte del derecho constitucional de tradición liberal. Y en este punto es preciso subrayar que la identidad cultural mayoritaria, llamémosle “autóctona”, que es ciertamente compatible con el estado democrático liberal de derecho, no puede retroceder a favor de minorías a no ser que estas últimas, en el momento en que decidan asentarse en el territorio, reconozcan y respeten los valores de referencia. La expansión de las migraciones, con la presencia de nuevas comu- nidades de cultura, frecuentemente lejana de la europea, implica el cues- tionamiento de la ciudadanía por medio de la extensión de los derechos más allá de la barrera de la ciudadanía estatal tradicional, pero hace también aflorar a la superficie de manera dramática la incompatibilidad de parte de los valores de los que los migrantes son portadores con aquellos irrenunciables previstos en las constituciones y en las cartas de derechos europeas. 3) En conclusión La crítica actual de la situación de nuestros países se presta a dar ac- ceso a un vasto abanico de problemas que interesan desde hace tiempo no solo en el ámbito social, económico y político, sino también jurídico. Los constitucionalistas desde siempre siguen el desarrollo de nues- tras instituciones en las que la experiencia nacional se imbrica continuamente con la europea y más ampliamente internacional. La expansión de las migraciones con la presencia de nuevas comunidades de cultura a menudo lejana de la europea, implica el cuestionamiento de la ciudadanía mediante la extensión de los derechos más allá de la barrera de la ciudadanía estatal tradicional, pero hace también aflorar de manera dramática la incompatibilidad de parte de los valores de los que los migrantes son portadores con los irrenunciables previstos por las constituciones y por las cartas de derechos europeas. El desarrollo de la investigación produce nuevos conocimientos y nuevas modalidades de afrontar y satisfacer necesidades consideradas esenciales para el hombre en el ámbito sanitario y ambiental. Al mismo tiempo, nos lleva a preguntarnos sobre la compatibilidad de tales innovaciones con un concepto consolidado de dignidad de la persona. En el ámbito político social, las instituciones quedan afectadas por maneras nuevas de concebir la política, sobre todo por lo que se refiere a la validez o no del concepto tradicional de representación, que supondría la permanencia del papel de los partidos como conexión entre ciudada- nos e institución parlamentaria. Al mismo tiempo, la ruidosa aparición en el escenario político de movimientos populistas y la prevalencia del recurso a las técnicas de comunicación mediática más actualizadas están consolidando una concepción del liderazgo político personal muy lejana de la idea del gobernante que se confronta con la oposición en el aula parlamentaria, única sede institucional en la que comprometer la responsabilidad política. Todo ello en un escenario institucional que ha visto en pocos años degradarse rápidamente la construcción de la Unión Europea, cuya problemática legitimidad subsiste solamente gracias al prestigio de la jurisprudencia de los tribunales supranacionales, que continúa siendo apoyada por la tenacidad con la que el estrato de los juristas ha decidido no abandonar el ideal de la integración. Traducción de Pedro Tenorio Sánchez Madrid, 31 de enero de 2018 | ||