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Discurso de Darío Villanueva Prieto

Con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la UNED


«POSVERDAD Y DISTOPÍA»


Existen palabras que se usan continua e intensamente. Y como el uso implica desgaste, es posible que alguna de ellas se deteriore; puede ser que pierdan la eficacia de su significación por haberse convertido en fórmulas o muletillas habituales.


Tal cosa no sucede con la palabra gracias que sirve a las personas generosas para reconocer siempre que venga a cuento la atención o el favor que otro les presta. No hace falta añadir nada más si se dice gracias con el corazón antes que con los labios.


Gracias, mil gracias, pues, al claustro, al Consejo de Gobierno, a la Facultad de Filología y el gobierno rectoral de la UNED por el privilegio de incorporarme al cuadro de sus doctores honoríficos, y gracias también al doctor José Romera Castillo por oficiar como padrino en mi investidura.


En la primera de las Universidades en las que ingresé como alumno, la de Santiago de Compostela, recorrí luego todas las posiciones profesorales hasta llegar a la cátedra y fui rector durante ocho años. Pero nunca olvidé que en los comienzos de mi carrera trabajé entre 1974 y 1978 como profesor tutor de Literatura española y Crítica literaria en el entonces recién creado centro asociado de la UNED en Pontevedra.


Quiere ello decir que para mí no hay distinción mayor, ni honra más codiciable que esta: recibir a título honorífico el doctorado de una Universidad con la que mantengo desde entonces una relación constante.



Darío Villanueva Prieto

Se añade a mi alborozo de hoy el compartir esta ceremo- nia con la admirada escritora Almudena Grandes, de la que soy fiel lector desde 1989 hasta Los pacientes del doctor García, la cuarta novela de su serie, de inspiración galdosiana, acogida al rubro «Episodios de una guerra interminable».


No soy, como lo es ella, un creador literario, sino meramente un filólogo. Y yo añadiría sin jactancia: y a mucha honra. Amante de la palabra; empeñado en su conocimiento y el estudio de la lengua y su expresión más acendrada, que es la literatura.


Por eso, en el trance de corresponder mínimamente al honor doctoral que se me concede, recurro al expediente de exponer mis elucubraciones acerca de un asunto que implica directamente a la lengua, en cuanto reflejo de la realidad de las cosas, y a la literatura, que hace lo propio al amparo de un registro lógico en parte diferente, que me gusta denominar el estatuto de la vereficción.


En nuestra sociedad post- o trans-moderna ha brotado con fuerza un nuevo concepto, la posverdad, que el más prestigioso diccionario inglés distinguió en 2016 como palabra del año. Para el Oxford, post-truth es un adjetivo referente a circunstancias que denotan que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales. En 2004, el periodista Eric Alterman calificó ya como «presidencia de la posverdad» la de George W. Bush. Y siempre en esta clave política, se reaviva su vigencia gracias a muchos de los argumentos de los promotores del Brexit, y, sobre todo, de los tuits y peroratas de Donald Trump antes y después de su campaña presidencial. Entre nosotros, hay que reparar simplemente en el llamado procés, que daría mucho de sí a propósito de la posverdad.


Según el blog de verificación de datos de The Washington Post, en 466 días del despacho oval el flamante presidente norteamericano profirió 3.000 mentiras, todo un récord: una media de 6,5 afirmaciones diarias que no eran ciertas. Para definir posverdad en castellano, no como adjetivo sino como sustantivo, se partió, así, de la idea de toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, prejuicios o deseos del público; como una distorsión deliberada de una realidad, que manipula esas creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes socia- les. La post-truth se nutre básicamente de las llamadas fake-news, falsedades difundidas a propósito para desinformar a la ciudadanía con el designio de obtener réditos económicos o políticos. Bulos que nos hacen recordar a aquel genio malvado de la comunicación que fue el filólogo Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, para quien el asunto era muy simple: una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en verdad. Por ello Julio Llamazares escribía hace dos años que la posverdad no es sino la mentira de toda la vida. Y la mentira forma parte de los recursos consustanciales a la práctica política. Nicolás Maquiavelo es muy claro a este respecto en Il Príncipe. No tiene empacho en afirmar que un gobernante prudente no puede ni debe mantener su palabra cuando tal cumplimiento redunda en perjuicio propio y cuando han desaparecido ya los motivos que le obligaron a darla. No le faltarán, además, razones legítimas con las que disimular o justificar su inobservancia de lo prometido. El que manda debe ser un gran simulador y disimulador. Y concluye el florentino con una máxima que sigue siendo de plena aplicación hoy en día: las personas somos tan crédulas y estamos tan condicionadas por las urgencias cotidianas que el que quiera engañar encontrará siempre quien se deje.


No me parece muy probable que Donald Trump haya sido lector de Huxley o de Orwell. Y mucho menos de filósofos franceses como Jacques Derrida o Michel Foucault. Pero para mí es evidente la conexión entre la posverdad y un clima de pensamiento posmoderno por estos últimos propiciado, que tuvo mayor arraigo en los campus universitarios norteamericanos que en Europa. La llamada deconstrucción, un síntoma más de la «sociedad líquida», dejó el terreno abonado para el triunfo de la posverdad, y a todo ello contribuye también el éxito de la llamada inteligencia emocional, que, exacerbada y banalizada, puede conducir a la quiebra de la racionalidad. Porque la deconstrucción viene a proponer que la Literatura y, en general, el lenguaje pueden carecer de sentido, que son como una especie de algarabía de ecos en la que no hay voces genuinas, hasta el extremo de que el significado se desdibuje o difumine por completo.


Por otra parte, este escenario con acusados ribetes apocalípticos parece remitirnos a las profecías sociales negativas planteadas en las más logradas distopías que, en forma de novelas, fueron escritas y publicadas entre los años veinte y el medio siglo pasados. En ellas nos encontramos ya con la descripción de fenómenos sociales como la posverdad que si bien hace decenios pudieron parecer fantasías más o menos aventuradas, hoy desafortunadamente son pugnaces realidades.


Además de la creatividad imaginativa y de la contrasta- da calidad literaria de las tres obras fundacionales del género, Nosotros (1924) de Evgueni Zamiatin, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell, publicada en 1949, nos siguen seduciendo sus atisbos proféticos, como si hubiesen sido escritas por verdaderas sibilas narrativas.


Nos resulta ciertamente difícil asimilar o encajar, por caso, las sorpresas e inquietudes que desde su toma de posesión como presidente de la hasta ahora más poderosa y avanzada nación del mundo está provocando ecuménicamente Donald Trump, quien había prometido ya como candidato construir un muro a lo largo de toda la frontera entre los más grandes países de América del Norte, como el que aparece en Zamiatin y Huxley. Pero Donald Trump es un presidente elegido democráticamente en virtud de un sistema que lo encumbró pese a que su oponente en las elecciones, la candidata Hillary Clinton, obtuviese varios millones más de votos populares.


Precisamente por estas circunstancias, resultan clarividentes algunas afirmaciones que Aldous Huxley hacía al final de su interesante secuela de 1959 titulada Brave new world revisited. Estima que los jóvenes norteamericanos menores de veinte años no tenían ya fe en las instituciones democráticas, no creían en la posibilidad de un gobierno del pueblo por el pueblo, se sentirían plenamente satisfechos siendo gobernados «desde arriba una oligarquía de variados peritos» siempre que pudieran continuar viviendo «en la forma a la que se han acostumbrado durante la bonanza», e, incluso, no se opondrían «a la censura de las ideas impopulares» (pág. 416), lo que constituye el fundamento de esa forma de censura perversa que llamamos corrección política.


Frente a la ortodoxia oficial del Estado, en el mundo feliz de la llamada Era Fordiana imaginada por Aldous Huxley, «la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público», razón por la cual «el propio Ford hizo mucho por desplazar el énfasis puesto en la verdad y la belleza a la comodidad y la Felicidad. La producción en masa exigía ese cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; y no la verdad y la belleza» (pág. 245).


A este respecto, en Nueva visita a un mundo feliz se expresa un argumento demoledor. Se reconoce que en muchas esferas de la actividad humana, hemos aprendido a atenernos a la razón y a la verdad, pero no especialmente en lo que toca a la política, la religión y la ética. Pero, por desgracia, lo que estaba predominando era la tendencia a la sinrazón y la falsedad, «especialmente en esos casos en que la falsedad evoca alguna emoción grata o el recurso a la sinrazón hace vibrar alguna cuerda en las primitivas y subhumanas profundidades de nues- tro ser» (pág. 319).


Más allá de los antecedentes apuntados, este asunto en- cuentra su más convincente fundamentación distópica en la novela 1984. No cabe duda de que su autor se quedó corto en la fecha del título, cuando en 1948 estaba escribiéndola. Bien es cierto que en un apéndice demora hasta el año 2050 la sus- titución definitiva del «Oldspeak» por el Newspeak, la famosa neolengua orwelliana.


A este respecto, fue determinante la experiencia que el es- critor inglés vivió en la guerra civil española, cuando en diciembre de 1936 se incorporó en Barcelona a las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista de orientación trotskista, con las que combatió, y fue herido, en el frente de Aragón. Fue testigo también, en mayo de 1937, de los choques armados entre comunistas, anarquistas y trotskistas que tuvieron lugar en la ciudad condal. El testimonio de todo ello está en su libro de 1938 Hommage to Catolonia, en el que reitera su desazón por las tergiversaciones de la verdad urdidas por los diferentes partidos políticos en contra de lo que él había visto con sus propios ojos. Y llega a temer que la idea de verdad objetiva estuviese desapareciendo del mundo, y que finalmente, «para fines prácticos la mentira se habrá convertido en verdad» (pág. 157).


El estado totalitario que se describe en 1984 rige una de las tres superpotencias en que está organizado el mundo: Oceanía. Y la gobierna un partido único, el Ingsoc (de Socialismo inglés), para el que los «sacred principles» son «neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado», y sus lemas fundamentales «LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD. LA IGNORANCIA ES LA FUERZA» (pág. 11).


El encargado de difundir de forma avasalladora semejantes mentiras es el Ministerio de la Verdad, en neolengua Minitrue, así como al Ministerio del Amor compete la represión, la tortura, la reeducación y la instigación al odio hacia las otras dos potencias globales, Eurasia y Asia Oriental. El Ministerio de la Paz se ocupa de mantener con ellas, alternativamente, un constante estado de guerra, y el Ministerio de la Abundancia (Miniplenty) controla una economía que se basa en el racionamiento de todos los bienes.


Si en la distopía orwelliana encontramos una formulación inconfundible de lo que hoy denominamos posverdad, también está en ella, en esa «neolengua», el programa cumplidamente desarrollado de otro gran asunto. Porque la political correctness actual consiste también en la censura de la lengua común y en la imposición de un idioma sustitutivo que altere, incluso, las reglas de la gramática por voluntad de un poder hasta cierto punto indefinido, pues no coincide con el del Estado, el Partido o la Iglesia.


En 1984, por el contrario, es el Ingsoc el que persigue el control absoluto de la realidad mediante lo que en neolengua se denomina doublethink, doblepensar. El protagonista de la novela, Winston Smith, trabaja en el Ministerio de la Verdad cuya misión es alterar todos los testimonios escritos de lo que una vez sucedió para hacerlos coincidir con la voluntad cambiante del Partido. Conoce la verdad de los hechos a través de aquellas fuentes inconvenientes —por ejemplo, los ejemplares del diario Times sobre los que trabaja constantemente—, pero este conocimiento solo habita «en su propia conciencia», que puede ser en cualquier momento aniquilada. En cambio, al modo de Goebbels , «si todos los demás aceptan la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad».


El mecanismo del doublethink que Winston desenmascara ilustra muchas de las facetas, virtualidades y contradicciones de nuestra posverdad actual: «Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica» (pág. 42).


Winston Smith, cuando descubre dicho mecanismo se in- corpora a una Hermandad de resistentes que será finalmente traicionada por uno de sus líderes, un infiltrado, y esto precipita su autoderrota y su sumisión a la voluntad del Partido, su devoción fanática hacia el Gran Hermano. Su fracaso final contradice los propósitos disidentes que le habían inducido a empezar a escribir un diario «desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar» hacia un futuro más amable, «para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitaries… Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho» (pág. 34).


Futuro que desafortunadamente no podremos identificar con nuestro presente en la medida en que siga creciendo en él la posverdad.



Referencias


EvguEni Ivanóvich Zamiatin, Nosotros, traducción de Alfredo Hermosillo y Valeria Artemyeva, Madrid, Ediciones Cátedra.


Aldous Huxley, Un mundo feliz. Nueva visita a un mundo feliz, traducciones respectivas de Ramón Hernández y de Miguel de Hernani, Barcelona, Edhasa, 2004.


George Orwell, 1984, traducción de Rafael Vázquez Zamora, Barcelona, Ediciones Destino, 1977.


George Orwell, Mi guerra civil española, traducción de Rafael Vázquez Zamora y Josep C. Vergés, Barcelona, Ediciones Destino, 1978.




Madrid, 23 enero de 2020