Accesos directos a las distintas zonas del curso

Ir a los contenidos

Ir a menú navegación principal

Ir a menú pie de página

CONOCIMIENTO Y PODER EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO (INTRODUCCIÓN A LA ONTOPRAXIOLOGÍA)

Curso 2017/2018 / Cod.30001126

CONOCIMIENTO Y PODER EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO (INTRODUCCIÓN A LA ONTOPRAXIOLOGÍA)

CONTEXTUALIZACIÓN

I. En el marco de la segunda de las hipótesis que acabamos de presentar, la noción de Ontopraxeología incorpora dos rasgos –o dos puntos de partida– sistémicos, los cuales, enunciados en su forma más general, podrían describirse del modo que sigue.

El primero, que es el que hemos enfatizado hasta aquí, aduce que las formas pragmáticas que, histórica y lingüísticamente, adopta la racionalidad (formas que determinan, desde luego, con carácter ineludible el que sea cierto que cada sociedad tenga su régimen de verdad) responden a una organización específica en la que el conocimiento se halla sometido o, por lo menos, sustantivamente condicionado a los modos de comprensión práctica, los cuales dependen a su vez de las instalaciones afectivo-emocio-nales que objetivan el marco de valores reconocido por una comunidad histórica particular. Esto involucra que nunca hay una posición de la razón que pueda ser aislada de tal marco y que, por ello mismo, no es el caso que las formas pragmáticas de la racionalidad puedan presentarse “limpias” (esto es, abstraídas, liberadas) de los modos específicos de organización que adoptan tales instalaciones. Al contrario de una suposición como ésta, que es, en definitiva, la que promueven planteamientos neoilustrados como los de Habermas y Apel, lo cierto, a nuestro parecer, es que toda posición pragmática que pretenda situarse en el punto de vista analítico correcto ha de producirse en el interior de sus elementos condicionantes –de los caracteres objetivos que conforman realmente su medio en torno–, de manera que ha de aparecer siempre como una pragmática irregular, precaria y constitutivamente movediza respecto del orden u órdenes que intenta llevar a comprensión.

Cabría enunciar esto mismo diciendo que la posición pragmática correcta es la que se hace cargo del carácter primario del “mundo de la representación” sobre cualesquiera derechos (en un plano que sólo podría ser metafísico) de un siempre más allá y, por ello mismo, siempre supuesto “mundo de la realidad”. He designado a esta posición correcta con el término de “pragmática sucia”, a fin de recoger en una sola fórmula los sucesivos giros lingüístico, hermenéutico y pragmático, tal como de hecho se perciben desde la perspectiva de la prioridad fundante de la praxis sobre las producciones teóricas. Pero entonces, si ello es así, la posibilidad de una intervención racional sobre las esferas de un mundo que sólo se halla abierto a sistemas plurales de representaciones irregulares y movedizas pasa, ciertamente, por la consciencia de que tal intervención racional sólo puede producir propuestas siempre de suyo igualmente sujetas a sistemas de representación y, por ende, igualmente revisables. Pero pasa también, al mismo tiempo, por la seguridad de que al menos es posible someter a análisis las pautas de organización de aquellas instancias que conforman los motivos prácticos subyacentes a tales sistemas, urgiéndolas, de ese modo, a esclarecer sus supuestos y motivaciones en el marco de un orden común –por ello mismo, hipotéticamente universalizable– de discusión. La tarea que, a partir de aquí, se abre consiste en preguntarse qué rasgos o perfiles debe cumplir ese análisis. Y cuál es su margen de posibilidad de cara a construir el edificio de ese “orden común”.

El segundo de los rasgos o puntos de partida sistémicos de la “Ontopraxeología” a que acabamos de referirnos se refiere a este punto exactamente. En realidad, las representaciones que conforman los sistemas teóricos y axiológicos de una sociedad y las pautas de organización que vertebran las instancias prácticas que les subyacen formulan un binomio con altas dosis de acoplamiento; pero, en sí mismas, formulan también dos mundos diferenciados cuya retroalimentación no puede descartar múltiples disfunciones. El “mundo de la representación” es un mundo de imágenes sobre la satisfacción o el estado de bienestar de los individuos organizados en comunidades humanas, cuya puesta en acto exige modos organizativos regulados y concretos. Por su parte, las “pautas de organización” constituyen el instrumento de esos modos, lo que los convierte en mecanismos de poder para la salvaguarda y defensa del mundo de imágenes que una sociedad sostiene. Esto da la razón a Foucault sobre que la estructura básica que cohesiona a los grupos humanos organizados es la que relaciona el conocimiento y el poder, siendo este último –sus entramados o armazones– el que institucionaliza y gramaticaliza la figura real, vigente, de los valores prácticos afectivo-emocionales puestos en juego. En rigor, la sustancia de la rehabilitación del punto de vista práctico consiste en reconocer la cogencia de este binomio, sin que, en principio, entre los dos polos que lo forman haya contradicción alguna. Los entramados o armazones de poder son, efectivamente, lineados y microfísicos: vertebran la sociedad de modo poroso a todas sus capas y territorios, puesto que traducen prácticas aceptadas socialmente, que son, por ello, eficaces en su capacidad tanto de promover recursos de justificación como de protegerse contra cualesquiera amenazas externas o internas, una y otra cosa a través de dispositivos argumentales y controles de vigilancia y castigo. Sin embargo, que no haya contradicción entre estos dos polos no quiere decir que no se den conflictos entre ellos o que la estructura de su acoplamiento sea completa en todos los niveles y situaciones fácticas. El hecho de que los mecanismos de institucionalización y gramaticalización comporten poder –y poder efectivo, ejecutable– significa que el caso es justamente el contrario y que siempre el mundo de la representación se halla en la necesidad de recurrir a los medios de configuración e inmunización que hacen disponibles, por medio de argumentos y controles de fuerza, la pautas organizativas vigentes. De hecho, es este resultado el que de manera constante nos ofrece la experiencia histórica cuando no se la somete a esquemas explicativos aprióricos. Y es también el punto del que nace la posibilidad de construir una Ontopraxeología con dimensión crítica.

II. Al respecto de una tal dimensión crítica, es desde luego importante comprender que esos dos mecanismos recién citados de la argumentación y la fuerza son diferentes por su modo de acción, pero no por su función estructural, puesto que de suyo juegan el mismo papel cuando se expresan como pautas o reglas para una comunidad humana. Es porque aceptamos que ciertos argumentos tienen significación performativa, por lo que aceptamos también que haya vigilancia y castigo sobre sus posibles incumplimientos, y a la inversa. Con todo, si esto es importante, aún lo es más comprender que, por su parte, el hecho de que se les atribuya ese preciso valor, o sea, el de pautas o reglas, no depende de ningún rasgo o distinción interna que los caracterice específicamente, sino del reconocimiento efectivo que se les otorgue, y sólo si tal es el caso. Cabría decir, en estas circunstancias, que la Ontopraxeología es una glosa a la tesis de Wittgenstein sobre la falta de marcadores reales para determinar lo que es una regla, pues es, en resumen, una tal tesis la que permite hacerse cargo de que la rehabilitación del punto de vista práctico (y su inmediata consecuencia en forma de prioridad del mundo de la representación sobre el de la realidad) formula no ya sólo una difuminación de las fronteras entre lo descriptivo y lo legislativo-institucional, sino, antes y más que eso, un interpretación de esto último en una clave que se inscribe de suyo en una lógica del no-funda-mento –o, lo que es lo mismo, que se produce siempre en un marco a la vez esencial y contingentemente pragmático. Esto refuta, creemos que sin vuelta atrás, la convicción foucaultiana sobre el carácter irremisible de las estructuras, mostrando que el “fuera” sólo se produce y realiza, en realidad, “dentro” de los sistemas de organización de las representaciones sociales. Pero entonces, si aceptamos, según hemos hecho antes, como esquema explicativo la naturaleza irregular y movediza de estos últimos, lo que de ello resulta es que ninguna forma de poder tiene la capacidad de consumar enteramente los fenómenos de interferencia y feed-back de las representaciones, de modo que no es posible, en definitiva, que la correlación estructural entre saber y poder cubra la totalidad de los fenómenos o acontecimientos de ambición racional que aspiran a jugar un papel en el seno de las comunidades humanas.

El núcleo de la cuestión es éste, a nuestro juicio. Y lo es porque, en efecto, de la misma manera que, contra la filosofía analítica, hay que decir que ningún lenguaje (formal u ordinario) se halla en condiciones de transparentar el mundo, y, contra la hermenéutica filosófica, que tampoco existe el lenguaje de los lenguajes (un lenguaje ontológicamente pleno y, por ello, siempre potencialmente realizable, dado que no es otra cosa que la matriz última y pura de la experiencia del mundo), del mismo modo hay que decir también que no existe ningún lenguaje que se dé totalmente sujeto a apropiación por poder alguno, tal que permita obturar los huecos de todas las representaciones posibles y ejecutables. De aquí se desprende claramente que la sustantivación de las ideas de cultura o de civilización o de cualesquiera otras identidades comunitarias, entendidas como marcos expresivos de un pluralismo de instalaciones vitales irrebasables e inconmensurables, constituye un puro mito, cuyos efectos son permanentemente desmentidos por la experiencia histórica efectiva. En tanto que aspiracuión, empíricamente constatable, de un establecimiento definitivo del binomio poder-saber, la respuesta pragmática que marca la racionalidad es la de que la apropiación completa del lenguaje comporta un proyecto meramente totalitario, sobre el que toda complacencia debe ser denunciada, a la vez, como suicida o como criminal. Ahora bien, puestas así las cosas, la aceptación de un punto de vista como el que acaba de expresarse delimita exactamente cuál es la tarea de la Ontopraxeología en sentido crítico. Y tal tarea es la de hacer posible la generación de nuevos modi operandi -de nuevas grafías o formatos- para el pensamiento, tales que permitan racionalmente, y fuercen moralmente, la operación de confrontar, armonizar (no igualar) y, eventualemente, acoger las múltiples instancias, reales o posibles, de la diferencia.

 III. En las coordenadas de la Ontopraxeología que presentamos, esta producción de nuevas grafías o formatos para el pensamiento se presenta ineludiblemente vinculada a la posibilidad de construir esquemas controversiales pata todas, cualesquiera formas históricas de la relación poder-saber. Ello implica el compromiso con una concepción dialógica de la racionalidad, para la que el disenso y, con él, la práctica del debate constituyen factores de su dinámica constitutiva. De lo que se trata con dichos esquemas es de procurar un modo o procedimiento de acción racional que deje abiertos tanto los canales de producción de conceptos como las arquitecturas de reglas, una y otra cosa medidas por el postulado de una universalidad hipotéticamente afirmable a escala de la humanidad. Es obvio que, sin este postulado, no cabe ni siquiera concebir la posibilidad lógica de controversia alguna, la cual, en ese caso, sólo podría adoptar la forma de una mera superposición de discursos, quizás capaces de traducirse en ejercicios de tolerancia, pero no en prácticas de diálogo y encuentro. Ahora bien, de aquí se derivan dos consecuencias, a nuestro juicio muy clarificadoras. La primera indica que los esquemas controversiales a que nos referimos comportan formatos específicamente epistémicos (bien que ajustados a la asunción de la prioridad de la praxis y, por ello mismo, a la necesidad de respetar las condiciones en que ésta se produce), de modo que deben poder suministrar información rigurosa sobre el asunto en cada caso sometido a controversia al mismo tiempo que mantenerse al margen de cualquier tentativa de explicación global aplicable mecánicamente. Y la segunda (que no es sino un corolario de esta primera) señala que, si se acepta este planteamiento, entonces se tiene que aceptar también que a los esquemas controversiales así concebidos ni les ampara ni les compromete ninguna homogeneidad metódica, de modo que han de verse siempre obligados a multiplicarse y especializarse conforme a la materia o al fenómeno de que en cada caso tratan.

En tanto que formatos epistémicos, no pueden ser, por ejemplo, iguales, incluso ni siquiera capaces de jugar un papel análogo, cuando lo que someten a controversias son contenidos altamente formalizados, como pasa en algunas ciencias positivas, que cuando dependen de valores sometidos a una fuerte diversidad afectivo-emocional, como sucede en los contextos de convicciones éticas particularizadas con voluntad de objetivación social y política. En cualquiera de los escenarios previsibles (incluido el de las ciencias presuntamente reguladas por un fantasmal y nunca definido "método científico"), hay que ser consciente, por lo demás, de que ninguno de los esquemas controversiales a que aquí nos referimos puede garantizar reposo alguno de la razón en la búsqueda de un diseño de universalidad tal como el que acabamos de proponer. Se defiende la universalidad precisamente como estrategia para la discusión y en ella alcanza sus fines mientras ningún contraejemplo torne imposible la argumentación asu favor. Con todo, y aun admitiendo estos límites, las opciones que abre el programa de una Ontopraxeología en el sentido en que acabamos de proponerla son, creemos, las dos siguientes. Primero, y con carácter crítico-disolutorio, la de construir un marco de resistencia contra todo intento de apropiación de la racionalidad (y del lenguaje) por parte de un sujeto histórico particular dado. Y segundo, y con carácter ahora positivo-colaborativo, la de establecer las condiciones de índole racional en que, de hecho, puede ofrecerse la oportunidad de construir un programa común de instalación en el mundo, para el que las diferencias, no alzándose ya como un obstáculo, antes bien funcionando como mecanismos de configuración de creencias y actitudes susceptibles de armonización teórica, se proyecten sobre un horizonte pacífico y razonable de cooperación mutua en orden a conseguir la mayor veracidad y justicia en el trato humano con lo real en torno y con los otros hombres.